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El riñón del mundo: Valdivia en la mirada de sus cronistas

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“…así por esto como por esperar a poblar en el río Valdivia, que tengo por cierto es el riñón de la tierra y donde hay oro sobre ella, hasta que´esto se haga, se dilata su ida por ocho a diez meses, y a la hora será más a propósito y llevará más claridad de lo que conviene al servicio de vuestra Majestad y yo deseo”.


(Pedro de Valdivia en carta dirigida al Emperador
Carlos V, Concepción el 25 de septiembre de 1551).

Comienza la primavera en el hemisferio sur y también la conquista europea en tierras ignotas y australes. Mucho esfuerzo ha puesto Pedro de Valdivia para llegar donde está: para 1551 se encuentra aún en Concepción fundando ciudades y sometiendo nativos. Los indígenas han ofrecido una feroz resistencia. Pero la cruzada debe continuar: hace tiempo que tiene noticias de ese hermoso lugar al que su vanguardia, al mando del Capitán Pastene y de don Jerónimo de Alderete, han llegado por vía marítima algunos años antes: el tan mentado poblado de Ainilebu. Y es que tan solo siete primaveras atrás, Pastene maravillado por la magnífica costa de la hoy conocida Bahía de Corral, se adentró por vía marítima y luego fluvial al territorio de Ainil. El cronista Mariño de Lobera lo describirá como una suerte de Venecia arcaica: al Valdivia prehispánico de entonces lo cruzan cientos de canoas de un lado a otro. El tráfico fluvial entre la isla y la orilla este del poblado es intenso. Las canoas cargadas de frutos del bosque, del mar y de los cultivos humanos surcan río arriba hacia tierras orientales aún desconocidas y llegan, muy probablemente, hasta la mismísima cordillera.

El lugar posee una altura y una ubicación magníficas, sin embargo, para llegar hasta allá se necesita tiempo. Tiempo, hombres, armas y dinero. Entonces don Pedro aplica el casi majadero e insistente tono persuasivo (e informativo a la vez) propio de las cartas de relación de la Conquista. Tras el correspondiente y zalamero saludo en el que reafirma su lealtad y los devotos fines de esta empresa, le explica al Rey que debe retener un tiempo más al estafeta y testigo de todo lo que sus misivas han consignado: Alderete. Sucede que Valdivia ha tenido muy ocupado a don Jerónimo fundando ciudades y castigando a caciques desobedientes, por lo que lo necesita todavía un poco más. Además del oro y lo estratégica de su ubicación, la zona es, según sus palabras, “el riñón de la tierra”. ¿El riñón? ¿Por qué un riñón?

Según el Diccionario de los Símbolos de Chevalier y Gheebrant, los riñones simbolizan la potencia genésica. Según la medicina china, me informa un cultor, en ellos estaría “el asiento del miedo”. Para la alquimia taoísta, en tanto, los riñones son una de las cinco vísceras y corresponden al elemento agua, yin, esencia o semen. Luego, en la cultura popular, estos constituyen ni más ni menos que la “sede de los deseos secretos”. Es decir, una suerte de corazón -para seguir usando analogías orgánicas- de los pensamientos más íntimos. Tengo ya demasiados libros abiertos sobre mi escritorio. Me siento confundida. Vuelvo al Diccionario de los Símbolos.  La entrada para “riñones” está justo arriba de la de “río”. Río, riñones, oro, vísceras y paisaje. Es la anatomía del espacio por donde se adentran las imágenes que laten en cada evocación de esta historia. Los primeros cronistas llegaron navegando por las venas de este animal inmenso que sería más tarde Chile. Llegaron flotando por las partes blandas de un gran pedazo de carne, presa o botín, que sería carneado de la mejor manera para aprovechar cada una de sus partes.

***

En la década de los sesenta del siglo XIX Paul Treutler, ingeniero en minas alemán, se pasea por tierras chilenas como un trotamundos. Como trotamundos y aventurero, pero también en busca de yacimientos de minerales valiosos. Su impulso por viajar a Chile lo gatilla, según cuenta el mito, la contemplación de un trozo de “los rosicleres de Chañarcillo” en una muestra de la Exposición Universal, en 1851, en el para entonces modernísimo Palacio de Cristal de Londres. Un trozo de tierra rosado como la aurora. Un pedazo de riqueza futura. Una muestra que es promesa. Así es como llega a nuestro país, no sin antes dejarse documentar y aconsejar por otros alemanes que por entonces ya practicaban un intenso intercambio político y comercial con las autoridades locales y con sus propios compatriotas, que ya iniciaban la llamada “colonización alemana del sur del Chile”.

El ingeniero alemán se embarca en el “Príncipe de Gales” una tibia mañana otoñal en el puerto de Valparaíso. La escena de su partida es hermosa: Valparaíso hierve de actividad. Se escucha el murmullo de muchas lenguas y desde la cubierta de las embarcaciones toda vista a tierra es mejor y más bella. De los cerros cuelgan casas y caserones. Por el otro lado, el Océano Pacífico se abre grande y luminoso como un augurio. Zarpan. Navegan. Luego de presenciar un naufragio a la altura de Constitución, de ver por primera vez la primitiva carreta “chancha” cargada de vino y trigo a la altura de Tomé, de parar y desembarcar en Talcahuano a comer ostras, saludar desde lejos la Isla Quiriquina y abastecerse de carbón en Coronel; Treutler llegará al fin -al igual que Pastene, Alderete y tantos otros- un día de marzo de 1859 a las costas de la bahía de Corral.

Viene para adentrarse en el riñón de Pedro de Valdivia. Viene a internarse por tierra a esa víscera oscura e intensa de la que tanto se habla y que se ha vuelto impenetrable, incluso para los chilenos, producto de la resistencia de sus nativos. Quiere acceder a esos territorios aún opacos, tupidos y sordos al oído occidental. Viene a negociar con los “araucanos” para poder internarse en sus comarcas, examinar el lodo de sus bosques, de sus orillas, de sus hualves para ver si da allí con un guijarro de oro.

En Corral lo reciben muchísimos coterráneos. Lo impresiona la cantidad de alemanes que viven tan solo allí. Cómo será en la ciudad misma, especula. Herr Frank, originario de Bresalu, regenta el hotel de Corral en el que se aloja antes de seguir, como estaba planeado, en bote hasta Valdivia. Le asignan una pieza acogedora con una magnífica vista a la bahía y a la Isla de Mancera. Luego almuerza con algunos compatriotas. Hermann Krause, el maestro de la “escuela alemana” de Corral, le ofrece amable conversación y sobremesa. Al día siguiente se embarca en una breve pero agitada travesía que casi los hace zozobrar, porque las aguas de la bahía son tanto o más peligrosas que las del mar abierto. Así lo relata el propio Teutler en  su diario de viaje, Andanzas de un alemán en Chile:

Las orillas de este hermosísimo río estaban cubiertas a ambos lados por tan densas selvas vírgenes, que las ramas de los árboles se extendían a menudo hasta muy adentro del río. Los exuberantes quilantos y colihuales formaban una muralla impenetrable y sólo se podía desembarcar en las pocas partes en donde los colonos habían despejado el bosque, para formar algunos campos y establecerse.

Los bosques son tupidos hasta el borde de las aguas. El ingeniero nunca ha visto un paisaje igual con tan poca orilla donde amarrar la embarcación y adentrarse. A la llegada a Valdivia lo recibe un tranquilo martín pescador parado sobre un tronco hundido. Ambos se contemplan. De pronto, un poco más allá, los cisnes. Los mismos cisnes de ahora y los de entonces. Los cisnes del siglo XVII, tiempo del Padre Diego de Rosales, jesuita y cronista de estos mismos pagos que en su Historia General de el Reino de Chile. Flandes Indiano los describe como parte de un decorado que regocija el espíritu:

Hay en este Reino muchos cisnes, y en el río Valdivia particularmente los hay muy blancos y hermosos, más debajo de la ciudad. Están de día continuamente en el agua y alimentándose de pescado, y su carne es dura, negra y [sic] indigesta. Son del tamaño del ánade, y su más frecuente estación es en las lagunas y ríos grandes, donde navegan con tanta gala que parecen unas bien adornadas góndolas, y sirven de no pequeños recreos a la vista, por ver una nave de pluma blanca nadar con tanta ligereza sobre la blanca espuma

El “riñón de la tierra” posee, sin embargo, vetas, cuevas e intersticios no siempre hospitalarios y benignos. Su paisaje no es únicamente sinónimo de belleza y exuberancia natural. El ingeniero alemán nos dirá que, de hecho,

El viaje a Valdivia estaba casi desprestigiado entre los vecinos de Valparaíso y Santiago, pues después de haber sido destruida aquella ciudad por los araucanos y reconstruida más tarde por los españoles, se la usaba ahora para enviar a ella a los relegados.

Valdivia, “tierra marítima” por cuyas aguas pueden divisarse no solo cisnes, sino también relegados y hasta toninas, como observa Mariño de Lobera, con lo que queda probada su cercanía al mar. Valdivia, hermosa tierra de castigo, confinamiento y olvido en virtud de su condición liminar. Olvido y una lluvia abundante que lava esas culpas. Lluvia copiosa mezclada con fricciones de frontera. Así lo confirma también Treutler:

Además, su situación, en la vecindad inmediata de los araucanos, no carecía de peligros y, en cuanto al clima, esta provincia no figura, por cierto, entre las privilegiadas, sobre todo en comparación con el magnífico clima de la parte central de Chile, y se decía en broma que allá llueve trece meses al año.

***

Corre la década de los veinte del siglo XX. Al escritor anarquista y futuro Premio Nacional de Literatura José Santos González Vera le ofrecen empleo en el diario valdiviano “La voz del sur”. Es Ernesto Silva Román, periodista y por entonces joven escritor sureño, quien lo recomienda a su director. Llega así la aguda mirada de González Vera a la ciudad y lo hace por vía terrestre y a oscuras:

Entré a Valdivia al anochecer. Había bastante luz, no obstante, para ver que las calles eran de madera. A ratos, el coche debía correr por un extremo de la calzada. Por estar sueltos algunos maderos, del costado opuesto saltaba lodo al carruaje y nos salpicaba.

Los cronistas saben que el tiempo huye como el viento. Nada humano permanece, solo los relatos. En esta ciudad lo único constante es aquello que cambia como la luz que va y viene entre las nubes y el carácter voluble del clima. Lo sabe también el autor de Cuando era muchacho:

En Valdivia dominan la madera, el barro, el agua. Hay sol, llueve, sopla fuertemente el viento, graniza, torna el sol, truena, nubes tempestuosas empañan el cielo, pero nada permanece, salvo la luz, que deslumbra.

Setenta años antes, como si fueran setenta días, Paul Treutler observa lo mismo: la lluvia, el barro y lo impredecible del clima tuercen una y otra vez las agujas del reloj y las de la brújula. Como si ambos cronistas -en una vereda uno y en la del frente el otro- caminaran por la misma calle mojada. Treutler pensaba quedarse solo algunas semanas y termina quedándose dos meses en la ciudad, entre otras cosas, a causa de la lluvia ininterrumpida y por “ciertas noticias”: los senderos que llevaban hacia territorio mapuche están intransitables en esta época. La crecida de ríos y esteros han borrado los caminos y resulta imposible vadearlos. Y en caso de que logre arribar a algún destino, tendrá dificultades para “obtener la hospitalidad de una tribu” debido a las manzanas. Sí, a las manzanas. Es época de cosecha y abunda la chicha por todas partes. Según le han advertido, la afición de los indígenas por esta bebida hace que pasen “todo el otoño en borracheras”.

El río, la lluvia y las manzanas. Hermosos y salvajes motivos que transforman, a ratos, al riñón de Pedro de Valdivia en un corazón. Las metáforas orgánicas abundan porque el territorio es un cuerpo, o al menos así lo quieren ver algunos de sus cronistas. González Vera dibuja una ciudad muy parecida a la de Treutler y, en algún sentido, a la de Pedro de Valdivia, Mariño de Lobera y a la del Padre Diego de Rosales. Valdivia es tránsito fluvial. Valdivia es color. Valdivia es un verde de estridencia:

Su hermoso río casi la rodea. Ninguna calle lo aventaja en animación. Botes, faluchos, lanchas, barcos, todos los medios de navegación lo surcan. […] Bajan al río las calles; el pasto verde es capitoso y las casas parecen pintadas por mujeres, dados sus incontables colores.

González Vera advierte que el río es aquí la vía apia, sin embargo, aguzará también el ojo en el mundo social: el obrero. Una mirada que, no obstante, también termina recalando en el río, un río que es esta vez corazón.

[…] Abundan los pequeños astilleros, las fábricas y las manufacturas, y los obreros, en ciertas horas, los más muy bajos y anchos de espalda, llenan las inmediaciones del río, porque éste es el corazón de Valdivia”.

Treutler porfía. Basta con que amaine un rato la lluvia de otoño para que el minero insista en su afán por avanzar hacia “territorio araucano” a lo largo de la costa hasta el río Toltén. Quiere llegar a San José de la Mariquina en donde un par de “capitanes amigos” lo pueden ayudar. Se trata de Mera y Jaramillo, que tienen como objetivo previo y principal internarse en territorio mapuche para calmar a los alertados indígenas que amenazaban con atacar la ciudad de Valdivia con el fin de prevenir una eventual amenaza colonizadora alemana. Resulta paradojal que sea un alemán el que quiera ir con ellos. Pero Treutler es de esa especie de viajeros: mitad incauto, mitad ambicioso. Algo ingenuo y visionario a la vez.

Sus fines más evidentes son evaluar las condiciones geológicas y mineralógicas para recoger información acerca de la riqueza aurífera de la zona. Sin embargo, pretende también explorar el “territorio araucano” entre el Calle Calle y el Toltén para, entre otras cosas, levantar un mapa. Minero, viajero, cronista y hasta cartógrafo.

La expedición sale el 19 de mayo de 1859 y cuenta con un lenguaraz, un par de mineros y un mozo. Él y un par de hombres se irán por el río Cruces, en un bote arrendado, hasta Chunimpa, desde donde seguirá a caballo hasta San José. El resto de los hombres se van con caballos y mulas cargadas y harán el viaje por tierra. Numerosa gente va a despedirlo al muelle de Valdivia, pensando que tal vez nunca más lo volverán a ver. Treutler se sube a un bote a vela y bogadores. El río, riñón o corazón de ese territorio, es una carretera que lo transporta hacia nuevos y desconocidos derroteros.

***

Treutler tuvo relativo éxito en su aventura: fue recibido con hospitalidad en casi todas sus estaciones y si bien nunca hizo un hallazgo verdaderamente importante de oro, plata o de otro mineral valioso en nuestro país, juntó varios años y páginas de sabrosa etnografía. De paso, ensayó una pluma de estilo harto literario que logra hermosas y sensibles descripciones naturales, sociales y hasta culturales (salvando una obvia aproximación colonialista) que han envejecido más que dignamente. Es probable que tanto su formación disciplinar como su pertenencia cultural lo ayudaran: ser alemán en el sur de Chile. Algo así como la élite económica y social de estas regiones.

Eso lo sabe muy bien el ojo certero y crítico de González Vera y, pese a provenir del centro de Chile y de haberse educado en Santiago, lo capta nítidamente en los breves meses que pasa en nuestra ciudad:

[…] En incidentes callejeros, si se han juntado veinte cristianos, doce son de ojos azules y rasgos germanos. Hay varias librerías alemanas y una con libros en castellano. El alemán o su descendiente posee los grandes comercios, los vapores, las industrias, los fundos, todo lo que es determinante.

Los aristócratas valdivianos conservan la primacía en los servicios públicos. El pueblo está formado por chilotes y gente del norte.

Parece increíble que en la ya bastante industrializada y próspera Valdivia de la década de los veinte de siglo XX haya no dos ni tres, sino varias librerías alemanas y tan solo una “chilena”. Los alemanes son, en algún sentido, el poder local real, como lo confirma el escritor:

[…] Aunque las autoridades dependen del gobierno central, los alemanes mandan. Es algo de hecho. Ellos han engrandecido y dado espíritu a la ciudad. Su empuje arrolla.

Pese a su influencia cultural, económica y social de facto, parece ser que a los descendientes de alemanes de las primeras décadas del siglo XX valdiviano no les atrajeron demasiado las profesiones liberales. Ello con excepción de la medicina y, sobre todo, la agronomía y la veterinaria, mientras fueran entendidas, según el arquitecto y cronista Hernán König, “más bien como aprendizajes útiles para la administración de sus propios fundos”. El caso de los abogados de origen germano constituirá una singularidad. Escasamente dotados del don de la palabra -sobre todo de la palabra castellana- en la primera mitad del siglo XX solo destacarán unos, los que además de asesorar legalmente a las principales firmas alemanas, eran llamados cada vez que se requería de un representante de la “aristocracia local” alemana en actos públicos, aniversarios o visitas ilustres.

Resulta singular entonces el caso de Paul Treutler a mediados del siglo XIX. Es probable que se deba a su condición de viajero y no de apurado inmigrante sin más. Intelectual ilustrado no solo en su profesión, sino que dotado también en el arte del buen decir y, sobre todo, del buen observar, del buen oler, del buen pispar y -finalmente para beneficio de nosotros, los lectores del futuro- del buen escribir.

***

¿Y las crónicas prehispánicas de estas tierras? ¿Dónde duermen esos textos que hablan del mundo antes de la llegada sentenciosa y colonial del europeo? ¿O es que solo un riñón es la imagen, el significante posible para nombrar esta tierra cruzada por ríos, hualves y humedales? ¿De dónde viene ese imaginario fundacional que asocia el comienzo de la historia de este espacio única y exclusivamente a la llegada de los españoles y, más tarde, a la de los alemanes? ¿No existe otro, acaso?

Hizo falta la imaginación poética para pensar ese tiempo iletrado. Porque esta tierra de lluvias no era baldía. Había paisaje, había comunidad, había algo parecido a la polis en torno al rewe y la observancia atenta de las estrellas y los cambios que acontecen en la naturaleza. En la década de los ochenta del siglo recién pasado Clemente Riedemann, mezcla de criollo y europeo, le da voz a todas esas voces que hablan bajo el duro asfalto de la Historia. En su libro Karra Maw´n (“lugar de lluvias”) la imaginación literaria apuntalada por textos historiográficos, reconstruye un tiempo y un espacio inmemoriales en un discurso que mezcla historia, antropología y poesía:

   No era baldía aquella tierra.

Bastaba con mirarla, sostenidamente

   durante tres o cuatro lunas

y reventaban en los tallos

las metáforas.

   Apenas con poner

un gramo de roja tierra en la palma de la mano

   acontecían cerezas.

Hablar en mapundungu,

murmurar apenas la lengua de la tierra

   era hacer vibrar en el aire

la canción de la tierra.

[…]

Parece ser entonces que este riñón es un filtro de mixturas difícil de fijar en una sola imagen o relato. Parafraseando al poeta cronista, podríamos decir que tanto hoy como ayer “revientan en los tallos las metáforas” que pueden representar este espacio de maneras complejas, tal como lo hace la enigmática imagen de don Pedro. En La Toma de Valdivia el sacerdote cronista Gabriel Guarda graficaba la situación de Valdivia para el s. XVII a través de un dualismo cuyo sentido también aquí resuena y que no hacen más que confirmar las tensiones y paradojas de la ciudad: “[Valdivia] visto desde el mar presentaba hermosa fachada, pero desde tierra era una construcción de tabiquería… […] mientras unos exageraban su pobreza mendicante, otros lo llamaban tonel de vanidades…”.

Parece ser entonces que existen tantos paisajes como cronistas. Tantas versiones como autores. Tantos sonidos y voces como testigos que dan cuenta del tiempo y su tránsito imparable. La imagen es la de un riñón, pero podría ser la de un brazo, una mano o el mismísimo corazón. Aun así, tanto los deseos secretos como el miedo son drenados por este pedazo de tierra donde las aguas subterráneas, las del río o las del cielo, lavan el tiempo y su sangre. Lo que queda en los intersticios de la carne, el lodo o los humedales es materia de la escritura.

LOS AUTORES

Antonia Torres Agüero

Antonia Torres Agüero

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