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Un domingo de mayo

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El 22 de mayo de 1960 amaneció soleado, el cielo despejado y corría una leve brisa, como de primavera, en las comunas de la actual Región de Los Ríos. Era domingo y muchas familias almorzarían temprano para luego pasear durante la tarde.

Era un día agradable, con temperaturas por sobre los 20 grados. Pese a esto, rondaba una sensación inquietante: menos de 24 horas antes se había sentido un fuerte remezón en la tierra. Pocos entendían lo que había ocurrido la mañana del sábado. Solo los más letrados entendían que se trató de un temblor.

El remezón del día anterior, ocurrido a las 6:02 de la madrugada, fue un movimiento telúrico de 8,1 grados de magnitud, que hoy se conoce como el terremoto de Concepción, y que se sintió con distintas intensidades entre el norte chico y la zona del lago Llanquihue.

En nuestra región, fue más que un simple temblor, pero que debido a la falta de información no generó mayor preocupación en la zona. Tampoco inquietó un nuevo temblor ocurrido la madrugada de ese domingo 22 de mayo, a las 6:33 horas. Nadie podía siquiera imaginar que todos esos temblores previos sólo serían el preludio de algo que cambiaría la historia de esta zona, del país y sí… también del planeta.

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En mayo de 1960,Jorge Villanueva y su esposa Digna Rodríguez (alcance de nombre con la profesora que escribió libros sobre el gran terremoto), llevaban un año casados. Él nació en Reumén en 1935, pero cuando era un adolescente, su padre -funcionario de la Empresa de Ferrocarriles del Estado- fue trasladado a Osorno. Ella nació en Valdivia y creció allí. De este modo, cuando en julio de 1959 se casaron, Jorge y Digna eligieron vivir en Paillaco, porque estaba al medio de las ciudades en las que ambos crecieron.

Jorge se graduó como profesor normalista en 1955 y durante cuatro años trabajó en la ciudad de la leche. Destacó por su calidad profesional, recibiendo un premio municipal en 1958. Pese a su prominente carrera, el amor pudo más. A Paillaco llegó a trabajar como docente en la escuela Olegario Morales. En esta ciudad vivió el cataclismo más grande registrado hasta hoy.

Ese domingo 22 de mayo la joven pareja almorzó temprano. Había que reposar con tiempo, porque a las 15:30 horas él jugaría un partido de fútbol en el estadio local. A la misma hora, ella asistiría al teatro, donde se estrenaría la película “La venganza de Frankestein”.

Hoy, a sus 86 años, el profesor recuerda que habían pasado algunos minutos después de las 15:00 horas, cuando dejó a su pareja en el teatro y caminó hacia al estadio, distante unas tres cuadras del lugar donde se exhibía la película. Alcanzó a caminar una cuadra cuando sintió un primer movimiento. Preocupado, decidió volver donde su esposa.

De regreso en el teatro, Jorge intentó convencer a Digna para que lo acompañara al estadio. “Si hay otro temblorcito estaremos al aire libre”, le dijo con mucha seguridad. Ella, por el contrario, quería quedarse a ver la película. Finalmente, el docente cedió e ingresó al teatro junto a su esposa. Había unas 15 personas adentro. Aún no comenzaba el filme cuando comenzó el megasismo.

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Silvia Maquehual tenía 15 años en mayo de 1960 y 12 hermanos, todos  hijos de Domingo Manquehual. Ella era la mayor de los cinco que aún vivían en casa de su padre. Por ese entonces, los Manquehual – San Martín tenían dos propiedades. Habitualmente vivían en Yeco, un pequeño caserío ubicado a 15 kilómetros de San José de la Mariquina en dirección hacia la costa. Ese domicilio era conocido como “la casa del campo”.  También tenían una segunda vivienda, ubicada en pleno centro de San José.

Silvia compartía su tiempo entre los estudios y el apoyo en las labores del campo. Esto implicaba alimentar los animales y acompañar a su padre cuando iba a la ciudad a hacer negocios.

Ese 22 de mayo no fue diferente. Ella y su hermano Francisco se levantaron temprano. Quizás, debido a las labores propias del campo, no sintieron el pequeño temblor de esa mañana -réplica del terremoto de Concepción-, pero en el campo poco y nada sabían de terremotos. Lo importante era preparar los diez corderos que debía llevar a San José durante la tarde. Su papá los vendería al carnicero local.

Luego de almorzar, Domingo, Silvia y Francisco prepararon los bueyes. Subieron los corderos al carretón y emprendieron el viaje hacia la ciudad. Habían transcurrido 10 minutos cuando los bueyes se pusieron nerviosos. Eran las 15:11 horas.

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Ana Cepeda tenía 14 años en mayo de 1960.  Cursaba el primer año de secundaria en la Escuela Vocacional de Mujeres de Valdivia. Debido a sus estudios, de lunes a viernes vivía en Valdivia con Elvira, su hermana mayor. Cada fin de semana, ella y sus hermanos menores viajaban a Huellelhue, un pequeño pueblo ubicado a 15 kilómetros de Valdivia, donde vivían sus padres.

El sábado 21 de mayo llegaron al campo con total normalidad. La regla de la casa era dormirse temprano, así que a las 20:00 horas ya estaban acostados. Al día siguiente despertaron con un sol radiante. Ana tenía seis hermanas y tres hermanos. Ese domingo, estaban nueve de los diez en Huellelhue.  Ana recuerda que fue un día alegre, con anécdotas que hasta hoy los acompañan. Protagonista sería un frasco con mermelada de mosqueta, deseado por todos los hermanos, pero que la mamá negó porque había que guardarlo “para una ocasión especial”. El frasco cayó con el movimiento telúrico. El único que lo disfrutó fue el perro de la familia.

Cerca de las 15:00 horas, llegó a Huellelhue el tren de Valdivia que se dirigía a Santiago. Su llegada era todo un acontecimiento para el pueblo, a tal punto que los vecinos salían a saludar a los viajeros. La pequeña de 14 años no se restó y junto a su familia salió a despedir la larga fila de vagones que se aprontaba a salir de la estación. Entonces ocurrió lo impensado.

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Jorge Villanueva y Digna Rodríguez estaban sentados en su butaca en el teatro de Paillaco, esperando el comienzo de la película, cuando a las 15:11 horas comenzó el terremoto. Al principio, la joven pareja -ambos tenían 25 años- creyó que se trataba de un temblor más. Sin embargo, un instante después se dieron cuenta que esto era diferente, puesto que no paraba. Es más, la fuerza del movimiento solo aumentaba.

Rápidamente, los 15 o 20 espectadores evacuaron la sala, todos evidentemente asustados. La mayoría se afirmó de unos árboles de unos 10 centímetros de diámetro que había frente al teatro. Eran cinco o seis los arbolitos.

Durante el catasclismo, Jorge recuerda haber visto bailar la torre de agua potable. El edificio, ubicado a una cuadra del teatro, se movía de un lado hacia el otro, dejando caer el agua por una grieta. Increíblemente, la torre no cayó, aunque quedó muy dañada y seca.

Terminado el gran temblor, ambos decidieron regresar a su casa, ubicada a unas dos cuadras del teatro. Arrendaban una pieza en el hotel viejo de la ciudad, y al llegar encontraron un verdadero desastre. Ambos recuerdan con tristeza que perdieron muchos regalos de matrimonio, especialmente loza que tenían guardada en un mueble.

Luego de limpiar, tarea que les tomó cerca de dos horas, con réplicas constantes de por medio, se reunieron con los dueños del hotel y juntos encendieron la radio de un auto que tenían dentro de la casa, todo esto con la ayuda de una batería a medio cargar.

Así, ambas parejas se enteraron de lo ocurrido. Un devastador terremoto, que aparentemente había tenido epicentro en Valdivia, había azotado todo el centro sur de Valdivia. Algunos reportes hablaban de un maremoto en la bahía de Corral.

Hoy, 60 años después, Jorge Villanueva no tiene certeza de qué o a quién escuchó aquel día. Él cree que no era una radioemisora. Probablemente era un radioaficionado.

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Silvia Maquehual no había vivido un terremoto hasta ese domingo en la casa del campo. No sabía qué era lo que ocurría. Al ver la reacción de los animales, entendió que era algo grave. Recuerda que fueron cerca de diez minutos de un movimiento incesante, mientras los bueyes, el caballo que montaba su padre y los corderos no dejaban de emitir ruidos de dolor, de terror.

Cuando dejó de moverse la tierra, su padre le ordenó a la familia reunir los corderos que habían intentado escapar y subirlos a la carreta. Acto seguido, emprendieron el viaje desde Yeco a San José. Cerca de las 17:00 horas llegaron al pueblo y lo que vio nunca lo olvidará: la gente corría para todos lados, los niños lloraban. Los vecinos sacaron sus pertenencias de sus casas y también se habían producido algunos incendios. Cuando llegaron a su otra casa, ubicada en calle Barros Arana, no pudieron abrir la puerta. Más tarde entendieron que estaba trabada por la estufa a leña, la cual avanzó casi dos metros desde su ubicación original. Eso les dio una idea de la fuerza que tuvo este terremoto.

El padre de Silvia decidió ir donde el carnicero a entregar los corderos. Tras finiquitar con éxito el negocio, regresó y se las ingenió para entrar a la casa. Silvia, hoy de 75 años, recuerda que estaba todo desordenado. Parecía que alguien había entrado a robar. Su padre improvisó una cama en la cocina. En algún momento, un vecino se acercó y les comentó: “Hubo un maremoto, desapareció Mehuín, el mar llegó hasta el puente Lingue”.

Esa noche no pudieron dormir, puesto que las réplicas se sucedían cada cinco a diez minutos.  Además, la casa del campo estaba muy cerca de dicho puente. La preocupación embargó al padre de Silvia, quien no pudo más y a las 4 de la mañana ensilló el caballo y partió hacia el campo. Silvia se quedó con su hermano, pero inmediatamente amaneció, siguieron los pasos de Domingo, su padre.

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El tren de las 15:00 horas tenía un leve retraso, pero ya se aprestaba a salir de la estación de Huellelhue cuando comenzó a moverse la tierra. Quienes estaban de pie debieron afirmarse para no caer. Las bodegas que estaban ubicadas a un costado del río San Pedro, cayeron de golpe al suelo. Se levantó una polvareda nunca vista en el pequeño caserío y la línea del tren quedó inutilizable. Fueron diez minutos de un vaivén  que parecía infinito. Cuando terminó, los pasajeros debieron bajar del tren. Desorientados, algunos decidieron caminar de regreso a Valdivia.

Ana Cepeda presenció todo esto. Había sentido temblores en su vida, pero nunca algo tan fuerte. Al regresar a su casa encontraría el codiciado frasco de mermelada en el suelo y al perro disfrutando de él. Su padre, nervioso, apagaría el fuego del calentador con el agua de la tetera. No hubo heridos, pero sí mucha preocupación, puesto que a esa hora la hermana mayor de Ana había ido a rezar a la gruta, ubicada en el cerro. Al rato, Elvira regresaría sana y salva.

Esa tarde, el padre de Ana tomaría una decisión que hasta hoy no tiene explicación. Envió a sus hijos de regreso a Valdivia, seguramente pensando que este fenómeno natural no había tenido mayores repercusiones en la ciudad. Sin embargo, cuando los jóvenes llegaron al sector de Collico, descubrieron que la bella Valdivia estaba en el suelo. Como pudieron llegaron hasta la casa donde vivían de lunes a viernes en la época de clases, ubicada en lo que hoy es avenida Ramón Picarte, a la altura de la población Teniente Merino.

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La noche del terremoto fue quizás la más oscura en las vidas de Jorge Villanueva y Digna Rodríguez. El joven matrimonio eligió pasar la noche dentro de la casa, con la ropa puesta por si debían escapar en la oscuridad. A lo lejos se escuchaban llantos y se veía una que otra fogata.

Durante la mañana del día siguiente, el docente, quien además era aspirante a bombero, se acercó a Carabineros. Por ese entonces solo había un retén en Paillaco y la relación con los uniformados era muy cercana.  Su objetivo era subir a una pequeña avioneta y volar -junto a su esposa- a Valdivia. La ruta terrestre había quedado destruida por la caída de unos cerros en la zona de la Cuesta Cero y la única forma era viajar por aire. Mientras gestionaba esto, se enteró de la llegada de unos hombres que provenían desde Carrán, una localidad emplazada junto al lago Maihue, en la comuna de Futrono. Habían viajado largas horas con el objetivo de pedir ayuda, ya que producto del terremoto se juntaron dos cerros y desapareció un poblado. Murieron muchas familias y necesitaban gente para rescatarlos. Nunca supo qué ocurrió con ellos.

Finalmente, ambos lograron subir a una avioneta. Aterrizaron en el aeródromo Las Marías, donde se había improvisado un pequeño aeropuerto para recibir ayuda y evacuar heridos. Cruzaron el río Calle Calle en bote e inmediatamente dimensionaron lo ocurrido. Todos los edificios de avenida Ramón Picarte estaban en el suelo. Preocupados, siguieron camino hasta la calle García Reyes, donde vivía la familia de Digna. Afortunadamente, ellos no sufrieron daños. Al día siguiente, Jorge se reunió con algunos profesores valdivianos para comentarles la situación de los colegas paillaquinos. Esa reunión permitió que en unos cuantos días llegaran víveres destinados a los docentes. Durante esa misma jornada, pero esta vez a bordo de un pequeño vapor, Jorge y Digna retornaron a Paillaco previo paso por La Unión.

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Al día siguiente del gran terremoto, Silvia Maquehual y su hermano “Pancho” se levantaron temprano. Desayunaron lo que pudieron y prepararon la carreta con bueyes para regresar a Yeco.

Los bueyes seguían nerviosos. Aquel día corrieron. Demoraron poco más de una hora en recorrer los 15 kilómetros de camino de tierra y escombros que separaban al pueblo de su casa del campo. Cuando llegaron, tristemente descubrieron que el mar había ingresado cerca de 15 kilómetros por el río Lingue, causando la muerte de muchos animales. Los que sobrevivieron estaban enterrados en el agua y el barro. Rápidamente, Silvia debió prepararse para ayudar a su padre a salvar esos animales que aún vivían.

Meses antes, su padre había construido una bodega junto a la casa. Ahí guardaban harina y también parafina. Con el terremoto, la nueva construcción se separó de la casa. Silvia recuerda que durante un mes debieron comer harina con parafina, puesto que los tambores se rompieron, vertiendo dicho combustible sobre el alimento.

De pronto, alguien dijo que Mehuín ya no existía. Silvia no pudo creerlo, puesto que Mehuín era un sector donde las familias iban a pasar el fin de semana. El acceso era difícil, no como hoy, pero era un lugar hermoso. Las vueltas de la vida quisieron que, años más tarde, Silvia se trasladara a vivir a Mehuín, lugar donde conocería a su esposo.

Según su relato, el sector costero de Mariquina tardó décadas en recuperarse. Recién a mediados de la década de los 90 comenzó a repuntar luego de ese trágico 22 de mayo.

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Ana Cepeda y algunos de sus hermanos habían llegado a la casa de sus padres en Valdivia, y estaban bajo el cuidado de Elvira, la hermana mayor. Elvira y su marido cuidaron cuanto pudieron de Ana, cobijándola del frío y alimentándola. Pasaron unos 4 o 5 días durmiendo en el patio, primero a la intemperie, y luego con unas carpas que el joven matrimonio consiguió con los vecinos.  Cuando las réplicas dejaron de ser tan frecuentes, decidieron volver a dormir en la casa. Afortunadamente, la estructura no sufrió daños.

Ana tardó dos semanas en poder acercarse al centro de Valdivia. Hoy, a sus 75 años, recuerda con mucha tristeza lo que vio. “Había grietas en las calles, los edificios más bonitos de Valdivia estaban en el suelo. En la esquina de Arauco con Camilo Henríquez estaba la Confitería del sur. Ese día había unos niños sacando chocolates de una posa de agua. Estaban embarrados hasta la cintura”, comenta.

Mientras pasaban los días y la angustia por no saber de su familia que seguía en Huellelhue, a solo 15 kilómetros -pero que en ese entonces le parecía medio planeta de distancia-, comenzaron a aparecer camiones con ayuda, en los que venían soldados chilenos y también norteamericanos. La presencia militar hizo que Ana y sus familiares sintieran mayor seguridad. Fue así como Elvira decidió llevar a su hermana a Huellelhue. Lamentablemente, el pueblito pujante ahora estaba casi abandonado. Muchos huyeron cuando se dio la alarma de un posible desborde del río San Pedro a raíz del estancamiento del lago Riñihue. Incluso, la madre y algunos hermanos de Ana decidieron viajar a Temuco. En casa solo quedaron su padre y Enrique, otro de sus hermanos mayores. Pasarían algunos meses para que Ana pudiese reencontrarse con el resto de su familia.

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El 22 de mayo de 1960 marcó la vida de Ana, Jorge, Digna, Silvia y de miles de habitantes de la actual Región de Los Ríos. Ese domingo significó un antes y un después para este territorio y su gente. Contribuyó a la construcción de nuestra identidad.

Jorge Villanueva siguió ligado por muchos años al mundo público. En la década de 1970 se convirtió en el primer regidor socialista de Paillaco. Durante la dictadura fue trasladado a un establecimiento educacional rural de la comuna. Tiempo después pudo regresar a la escuela Olegario Morales. A mediados de la década de 1990, jubiló. Hoy es un destacado dirigente social, siempre ligado a la educación y principalmente a los temas de adultos mayores. Hoy, pese a su avanzada edad, asesora a la Asociación de Consumidores de Valdivia (Acoval).

Silvia Manquehual decidió ir a vivir a Mehuín en 1962. Comenzó a trabajar en un hotel, uno de los pocos negocios que quedó en pie tras el tsunami. Ahí fue pasando por todos los puestos, hasta que conoció a un buzo que llegó a hospedarse en dicho lugar. Ese hombre se transformó en su marido. Lamentablemente, falleció en el mar en 1992. Pese a su breve historia de amor, este matrimonio dejó hijos, nietos y hasta una bisnieta, a la que Silvia no ha podido conocer debido a la pandemia. Espera poder ir pronto a la Isla Mocha a sostenerla entre sus brazos.

Poco tiempo después del terremoto, Ana conoció a un vecino que tenía su misma edad. Ramón se transformó en el hombre de su vida. Pololearon y en 1978 se casaron. El matrimonio tuvo dos hijos, Viviana y Claudio (quien escribe esta crónica). En 2018 llegaría a la familia Agustina Paz, hija de Viviana.

Seguramente cuando Agustina Paz crezca, Ana le contará sobre los duros momentos que le tocó vivir un domingo de mayo en Huellelhue.

LOS AUTORES

Claudio Jimenez Cepeda

Claudio Jimenez Cepeda

Nació en Valdivia. Estudió la enseñanza básica en el Instituto Salesiano de Valdivia y la enseñanza media en el Liceo Rector Armando Robles Rivera. En 2004 ingresó a estudiar Periodismo en la Universidad Austral de Chile. Egresó en 2009, mismo año en que comenzó a trabajar como periodista redactor en el Diario Austral de Los Ríos. En 2014 ingresó a la Secretaría Regional Ministerial de Gobierno, donde se desempeña hasta la actualidad

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