En la comuna de Panguipulli, Angélica Chincolef revela a los turistas un secreto familiar que por más de 500 años estuvo escondido en las tierras de su familia.
En Futrono, Gladys Lefin y su hija Claudia Manquepillan despachan a todo Chile los productos que elaboran con frutos del sur: maqui, arrayán y murta.
En Mariquina, Ángela Riquelme lleva 50 años tejiendo y enseñando a crear artesanías con Pilpilvoqui, una planta trepadora que crece en los bosques y matorrales nativos del sur.
Estas cuatro mujeres mapuche de la Región de Los Ríos destacan como emprendedoras y ejemplos a seguir en sus comunidades.
Esta crónica cuenta sus historias.
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Antes de conocer las historias de Angélica, Gladys, Claudia y Ángela, revisemos algunas cifras:
De acuerdo con el Censo de 2017, el 9,93 por ciento de la población nacional efectivamente censada se considera perteneciente al pueblo mapuche, lo que equivale a un millón 745 mil 147 personas. La Región de Los Ríos es la tercera región del país con mayor porcentaje de la población que se identifica como mapuche, con un 24,23 por ciento, por detrás de La Araucanía (32,8 por ciento), Aysén (26,8) y Los Lagos (26,4).
El número de mujeres que se declararon como pertenecientes a la etnia mapuche en Los Ríos fueron 47.820, lo que representa el 12,43 por ciento del total de la población regional.
En una columna titulada Las mujeres mapuche y el feminismo, publicada por Ciper Chile en marzo de 2020, la destacada académica mapuche, lingüista, activista por los pueblos indígenas y presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncón Antileo, reflexiona sobre el rol histórico y el que cumplen en la actualidad las mujeres de esa etnia, y entrega datos sobre la participación de la mujer mapuche en el mercado laboral.
Al respecto, indica que solo el 47 por ciento de las mujeres tiene un trabajo, frente al 71 por ciento de los hombres, con una tasa de desempleo de un 45 por ciento mayor, mientras que cerca del 30 por ciento de ellas son jefas de hogar y el acceso al trabajo es frecuentemente informal e inestable, con ingresos más bajos de lo que perciben los hombres.
“En la historia las mujeres mapuche, indígenas y mujeres en general no figuran como heroínas: son excluidas de lo político, sus voces son desconocidas; aunque siempre han formado parte de los procesos sociales de sus pueblos y comunidades, ejerciendo como autoridad originarias y roles de representación importantes. Sin embargo, no se han destacado sus nombres”, escribe Elisa Loncón en esa columna.
Y agrega: “En el mundo político externo el hombre mapuche es más reconocido que la mujer; como si las mujeres no tuvieran liderazgos y opiniones políticas. En lo económico, las mujeres han aportado gran parte del sustento familiar a partir de su participación en la economía de subsistencia: siembran chacras, hacen huertas, crían animales menores, venden los productos en la feria del pueblo y así obtienen recursos para la alimentación y educación de sus hijos. También educan: las nuevas generaciones enseñan a sus hijos sobre la vida mapuche, los valores, la lengua y la cultura, pero este aporte tampoco se destaca en la sociedad patriarcal con la que conviven a diario”.
Ahora sí, luego de esta información de contexto, revisemos las historias de Angélica, Gladys, Claudia y Ángela.
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El secreto que Angélica Chincolef Huenuman comenzó a revelar desde el año 2014 a los turistas que la visitan a ella y su familia en el sector de Pucura Bajo, en la comuna de Panguipulli, es un fortín mapuche, un tipo de fuerte pequeño que tiene más de 500 años y que originalmente sirvió a los weichafes o guerreros de su pueblo para defenderse de los españoles que venían a la zona en busca de oro.
Se trata de una trinchera de camuflaje que se encuentra intacta, que mide 80 metros de largo por 40 metros de ancho y tiene una profundidad de 2,8 metros. En el interior de la fosa, los mapuche instalaban palos de colihue con forma de lanza y luego tapaban la fosa con ramas, para que los españoles caminaran por encima, cayeran en la trinchera y murieran atravesados por las lanzas.
El sitio arqueológico está ubicado en el camino entre Lican Ray y Coñaripe y era conocido solamente por la familia de Angélica y sus vecinos, hasta que ella estudió Turismo y decidió crear un sendero interpretativo para que los visitantes pudieran recorrer uno de los últimos fortines que quedan en la zona.
“A través de este sitio arqueológico mostramos parte de nuestra cultura, nuestra versión de la historia que no está en los libros, pero que ha sido transmitida oralmente de generación en generación. El lugar en el que está ubicado este fortín es en medio de una zona muy turística, con termas, volcanes, lagos, el parque Nacional Villarrica, pero además del turismo nos interesa rescatar y difundir nuestra cultura. No queremos que se pierda, por eso nos importa continuarla transmitiendo”, señala Angélica Chincolef.
El recorrido por el sendero dura media hora y es guiado por Angélica o por su papá, el lonko Manuel Chincolef, quienes relatan que este fuerte tenía contacto con otros fortines cercanos, como el de Pucura Alto y el del cerro Pitrén. La forma de comunicarse cuando el ejército español avanzaba era a través de señales de humo, lo que permitía a los guerreros mapuche ponerse en alerta y en posición de batalla. Otra forma de alertar a las comunidades vecinas era haciendo sonar el kull kull, un instrumento de viento elaborado con un cacho de buey cuyo sonido los españoles lo confundían con cantos de aves.
Además del fortín mapuche, Angélica Chincolef y su madre, Edith Huenuman, ofrecen en el terreno familiar gastronomía que fusiona las preparaciones mapuche con productos locales. La comida es servida a los visitantes en una ruka construida a unos 30 metros del sendero.
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El maqui es uno de los árboles sagrados de los mapuches. Es una especie nativa del sur de Chile y Argentina que da un fruto negro y pequeño llamado igual que el árbol, el que además de ser muy sabroso, tiene propiedades medicinales y un 150 por ciento más de antioxidantes que el vino tinto.
Ese fruto silvestre es el producto estrella de Maqueo Sabores Étnicos, una microempresa familiar fundada por Gladys Lefin y su hija Claudia Manquepillan en un sector de la comuna de Futrono cercano al lago Maihue que se llama precisamente Maqueo, y que en mapudungun significa lugar de maqui.
Con el maqui y también con otros frutos silvestres como la murta y el arrayán que ellas mismas recolectan, Gladys y Claudia fabrican alimentos naturales y gourmet con un alto valor nutricional, como mermeladas, café, licores, vinagres, salsas dulces, jugos e infusiones.
La elaboración de los productos es realizada conservando procesos tradicionales ancestrales, sin aditivos químicos.
Los productos están a la venta en su sitio web y en sus redes sociales, en 60 locales desde Copiapó a Puerto Natales y también en el restorán que Gladys y Claudia construyeron en Maqueo, que en 2021 fue ampliado y pasó de tener 50 a 250 metros cuadrados, incluyendo una sala de ventas que se llama Mercadito Maqueo.
Madre e hija han participado en ferias en la Región Metropolitana como Paula Gourmet, Ñam Santiago, Expomundo Rural y también en el Encuentro de Consumo Responsable que organiza anualmente en Valdivia la Cooperativa La Manzana, en cuya tienda también hay permanentemente un stock de productos Maqueo.
La historia de Maqueo Sabores Étnicos partió el año 2007, cuando un turista llegó a la casa de Gladys Lefin a comprar pan amasado y quiso saber qué había en una humeante tetera que bailaba en la cocina a leña.
“En la tetera había café de maqui y al turista le gustó, así es que por primera vez lo envasamos para la venta. Después mi mamá entró en los programas de Indap para construir el local, que tenía una pequeña sala de ventas de pan amasado y de algunos productos que elaborábamos con maqui”, relata Claudia Manquepillan.
El paso siguiente llegó cuando Gladys asistió a una charla en la Universidad de la Frontera, en Temuco, en la que se habló sobre lo cotizado que se había convertido el maqui en el extranjero por sus propiedades antioxidantes y también sobre cómo emprender con productos locales.
Claudia cuenta que “como en Maqueo hay mucho maqui, mi mamá empezó a elaborar los productos de las recetas familiares, como el café, las infusiones que se usaban para remedio y la chicha de maqui. Se nos ocurrió ponerle Maqueo a nuestro emprendimiento porque este sector no salía en ningún mapa de Futrono y queríamos que saliera”.
Gracias al dinero que les empezaron a dar las ventas de los productos con maqui, Claudia pudo estudiar la carrera de Administración de empresas: “Todos los trabajos los hacía sobre Maqueo Sabores Étnicos. El 2015 iniciamos actividades y el 2016 obtuvimos la resolución sanitaria. Empezamos a experimentar para hacer otros productos como vinagre y jugo y les pusimos etiquetas”.
En sus inicios, Gladys y Claudia trabajaban anualmente con 10 kilos de maqui y en la actualidad utilizan 6 toneladas, e incorporaron además otros frutos como el arrayán y la murta. Para obtener las cantidades necesarias para elaborar sus productos formaron una red de 27 familias recolectoras, todas lideradas por mujeres que se han capacitado para que la recolección se realice con buenas prácticas.
Este 2021, además, por primera vez le hicieron un contrato de trabajo a dos mujeres del sector para que trabajen con ellas.
También les han llegado propuestas para exportar sus productos, pero Claudia aclara que eso no está en sus planes: “Para exportar tendríamos que industrializar y a nosotras nos gusta hacer las cosas bien, a mano, así es que ese no es nuestro sueño. No nos hace felices”.
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Ángela Riquelme Elizondo es mapuche desde hace 50 años.
Nació en 1947 en la comuna de Buin, en la Región Metropolitana, y cuando era una joven veinteañera que trabajaba como garzona en un restorán de Santiago conoció a un hombre mapuche que se transformaría en su marido, José Mariano Alba Lienlaf.
Con él viajó a instalarse en 1971 en la comunidad lafkenche de Panguimeo, en la comuna de Mariquina, cuando su suegro enfermó. Como José Alba era el único hijo hombre de su familia, le correspondió hacerse cargo de las labores del campo y del cuidado de su madre.
Por esos días, Ángela tenía tiempo libre y ninguna ocupación que le permitiera tener dinero, hasta que encontró su vocación mientras miraba a unos sobrinos de su esposo que se dedicaban al arte ancestral de tejer con Pilpilvoqui o boqui pil pil, una planta trepadora que crece en bosques y matorrales nativos del sur de Chile.
“Ellos hacían cosas chicas, pescaditos, pajaritos que vendían en Mehuín. Un día les dije que me convidaran material, lo limpié, le quité las raíces, lo dejé parejito, y lo primero que hice fue un armazón para un tarro de café. Lo hice como si toda la vida hubiera tejido”, cuenta Ángela.
Después de eso comenzó a hacer individuales, platos y otros objetos que le encargaban unas monjas alemanas que vivían en el sector de Alepúe, las que los exportaban, y gracias a ellas en 1976 empezó a asistir a las ferias que anualmente organiza la Universidad Católica en el parque Bustamante.
“A la primera feria llevé los trabajos de varios artesanos y artesanas de Alepúe, porque ahí todos trabajan con boqui pil pil, y vendí todo, en tres días ya no me quedaba nada para vender. No dejé ni para mostrar. ¡Y tenía que estar 18 días!”, recuerda.
Ángela Riquelme comenzó a tejer objetos que nunca se habían hecho, como copihues, cisnes de cuello negro y su creación principal: el árbol de la vida. Ha hecho árboles de hasta un metro de altura. También comenzó a usar las vestimentas de las mujeres mapuche, a hacer talleres para enseñar a tejer con boqui pil pil, a ganar dinero y premios: obtuvo el Sello de Excelencia Artesanía Unesco, el Sello de Artesanía Indígena y es Tesoro Humano Vivo como parte de la comunidad de Alepúe.
“Tejer con boqui pil pil fue como un don que Dios me dio -dice Angela Riquelme-. Ahora me cuesta más tejer, porque ya tengo 74 años y me duelen los brazos, pero tengo que tejer todos los días, no puedo dejar de hacerlo. Cuando no tejo parece que me falta algo. Soy muy feliz con lo que hago y las personas me dicen que no estoy ni vieja. Me preguntan qué hago para estar así”.
“Tejo no más po ́”, les responde ella.
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