Por Sandra Leiva Poveda
“El sol y la luna te iluminan …
el agua besa tu estampa,
y yo quisiera danzar junto a ti
flor sanadora y purificadora
de úteros trepidantes”.
Poema de Faumelisa Febe Manquepillan Calfuleo, escrito para esta crónica.
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Fabiola Oyarce Bahamondes vive en el sector El Boldo de Corral. Ella dice con mucha convicción que una persona no llega a un lugar ni conoce a otra por casualidad, sino porque «tiene que suceder y porque todo deja una experiencia que cambiará tus pasos”.
La casa de Fabiola está en un cerro. Para llegar, hay que esquivar perros, ramas y maderas porque están ampliando una habitación. En el interior hay dos grandes espacios: a la izquierda está la cocina, una mesa, varios muebles con abarrotes, utensilios para cocinar, frascos, velas y hierbas colgadas. La pared representa el arte abstracto de una alquimista. Al otro extremo, hay un gran sofá, una mesa artesanal, una televisión y juguetes dispersos. Una puerta da paso a los dormitorios y el baño. La ventana central es el epicentro de todo. Allí, nace la luz. Se ve la bahía y un huracán de pájaros.
Hay tantas cosas que mis ojos se distraen. De pronto, irrumpe con su paciente mirada y dice:
— Me gustaría contarte un milagro.
Cuéntame, Fabiola.
Mi hijo Lautaro tuvo mal de ojo. No sabíamos que hacer. Cada día estaba más somnoliento, no comía, estaba con vómitos y en sus ojos habitaban sombras. Pasaban los días y empeoraba. En mi desesperación, busqué a una antigua curandera. Esa tarde, toqué su puerta, tantas veces, que dejé mis manos heridas. Desde una ventana, asomó su silueta. Ella sabía quién era, de alguna manera, las mujeres con ciertos dones, nos conectamos. La abuela abrió la puerta, miró a mi bebé y dijo “dámelo”. Llevó a Lautaro al fondo de una pieza donde tenía su brasero y vapores de hierbas secas. Nosotros nos quedamos afuera, escuchando murmullos y sintiendo el humo que circulaba como una proclamación bondadosa en el aire. Me asomé y vi que ella le estaba dando una cucharadita de agua. La bondad y sabiduría de aquella mujer sanó a mi hijo. Lautaro salió sonriendo y con una sopaipilla. Antes de partir, la abuela nos agarró del brazo y, con una mirada turbia, nos pidió atención:
— Ustedes van a cortar su hueveo. Si siguen con ese nivel de intensidad de cariño y miedo constante, van a terminar matando a su hijo. Son ustedes los que lo están enfermando. Fabiola, tú no eres primeriza. Deja de tratarlo como si fuera frágil, porque así lo estás haciendo débil – dijo la abuela, con su cabello canoso y desordenado. Ella parecía encarnar toda la sabiduría de generaciones pasadas.
Fabiola no tiene apellidos mapuches, pero siente que es portadora de la sangre.
— No llevo apellidos, pero en el fondo todos somos indígenas, o al menos así me siento.
No obstante, ella cuenta con la calidad indígena porque su cónyuge es mapuche. Creció entre lanas, husos, tintes de colores y observando a las ñañas del territorio que preparaban infusiones para sanar los males, por eso, los conocimientos fueron entretejidos en su corazón. Hoy es reconocida por su emprendimiento Tukun Peuma, donde vende tejidos con tintes naturales, infusiones y cremas para las enfermedades.
Mientras coloca algunos frascos en la mesa comenta:
— Todo tiene su receta y dosis. Con la maceración se ve el paso del tiempo. Se extrae el color y las propiedades de la planta, quedando prácticamente blanca.
De pronto, avanza hasta un viejo mueble y toma un ramillete de hierbas.
— Estos son sahumerios para la abundancia que contienen laurel, salvia, ruda, naranja y romero–. Los deja en la mesa, junto a una deshidratadora que utiliza para secar limón, naranja, manzana, murta, membrillo y maqui, asegurando que cada uno conserve sus propiedades y sabor –. Todo se ocupa para el buen vivir.
Fabiola no pierde el tiempo. Sabe que en sus manos está el Lawen y es hora de trabajar.
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René Huala Huala y María Cirila Navarro Antillanca se conocieron en Chaihuin y vivieron juntos desde que el mar los empujó a la orilla. Tuvieron seis hijos. René, Rubén, Marcelina, Marco Eugenio, Ricardo y Erika.
A finales de la década del 1940, la familia Huala Navarro tenía su hogar en la parte baja de Chaihuin, cerca del río, en una ruka con el típico fogón donde giraba la vida. Su padre era pescador, y se encargaba de proveer la alimentación. La madre, por su parte, se ocupaba de las labores domésticas.
El invierno era extenso y frio. No había camino a Corral, solo una huella costera, por tanto, las familias estaban aisladas. A caballo demoraban unas tres horas y en bote a remo unas seis. Por eso, la pesca, el cultivo de la tierra, la ganadería y el conocimiento de la naturaleza fueron aprendizajes necesarios para la supervivencia de los primeros asentamientos.
— Mi cuerpo está caliente, húmedo y me tiritan los pies. Tengo sed y no puedo levantarme. ¡Mamá, mamá, mamá!
— Marcelina, espera un poco. Estoy terminando de preparar el ungüento de maqui.
La incómoda sensación de cansancio, la atmósfera enrarecida por los vapores y la tempestuosa espera, aumentaban la ansiedad de Marcelina.
— Tendrás que levantarte, caminar un rato y luego, de pie, te aplicaré el ungüento –, dijo su mamá con los párpados y manos húmedas.
María Cirila tomó una fuente de alerce tallada por su esposo y molió un kilo de corteza de maqui hasta obtener una espuma cremosa. La fiebre cubría la piel y los cabellos de Marcelina como un río torrentoso. Su madre le quitó la ropa, cubrió su cuerpo con la espuma y la envolvió en una sábana de tela de saco. Espero diez minutos. Después, evaluó su estado y dijo:
— Ya pasó.
Con cuidado, retiró la sábana, vistió a su hija con ropa seca, le dio un poco de agua y la acostó. El proceso se repetía si la fiebre regresaba.
El 7 de mayo de 1952 nació María Marcelina Huala Navarro en Chaihuín. La trajo al mundo la partera Natalia Villalonco. Su madre y su abuela Margarita Antillanca Pumanceno aprendieron de ella algunos cuidados y remedios para calmar los dramáticos gemidos de la vida.
Marcelina, con apenas diez años, entendió que las enfermedades podían curarse con la naturaleza. Entonces, aprendió a reconocer las plantas, sus usos y tiempos para la recolección y preparación.
— Cuando me dolía la guatita, mi mamá hacía una infusión de menta, hierbabuena, arrayán y azúcar quemada– recuerda Marcelina.
Hoy vive en el sector el Pastal, cerca de Chaihuin. Su casa está en lo alto, rodeada de árboles, flores en la tierra y en macetas de diferentes tamaños y formas. Dentro de su hogar hay más plantas, lana, tejidos y objetos del pasado, mezclados con el desorden de su presente.
Sus manos tienen el color y los caminos de la tierra.
Nerviosa por los vacíos de la memoria buscó un cuaderno donde tenía anotado algunos remedios y empezó a dictar las recetas:
– Para la fiebre se usa el laurel, romero, limón, y miel; para el dolor de estómago es buena la hoja de arrayan con hierbabuena; para los cálculos hepáticos, limón con bicarbonato y una cucharada de aceite de oliva con una papa rallada; para relajarse y dormir bien, es buena la melisa. El aloe vera sirve como cicatrizante y para las quemaduras.
Por alguna razón cerró el cuaderno y me invitó a conocer su jardín e invernadero. Caminamos al paso de una puntada. En la ruta había romero, laurel, menta blanca y negra; hierbabuena, melisa, ajenjo, éter, salvia, hinojo, orégano y manzanilla; y en su invernadero, lechugas, acelgas, zanahorias, ajos y otras verduras. Un mundo para cuidar en un espacio pequeño.
En diversos sectores de la comuna de Corral, es posible visitar algunos huertos medicinales, donde principalmente mujeres, como Marcelina, con conocimientos heredados, preparan sus medicinas para sanar a los familiares, vecinos o quien lo requiera.
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Para el escritor Pedro Cayuqueo, la naturaleza lo abarca todo: animales, plantas, seres humanos, energías de la tierra, lo tangible y lo intangible. De ahí que la salud, en la cultura y cosmovisión mapuche, se conciba como un concepto integral que trasciende la esfera personal o individual, para situarse en el equilibrio de todo el entorno y el territorio. Se trata, según explica, “de una visión holística, en la que la comunidad y lo colectivo desempeñan un papel central”. La naturaleza, para el pueblo mapuche, es el Itrofil Mogen, una noción que no se limita al reino animal o vegetal, sino que engloba toda la vida interconectada.
En este sentido, Cayuqueo señala que, en la medicina mapuche, las enfermedades se interpretan como desequilibrios y afectaciones que van más allá del plano individual. “En la visión holística de nuestra medicina existen factores internos y externos que interactúan en la enfermedad de una persona; de allí que una de sus características centrales sea el carácter preventivo, más que curativo, a diferencia de la medicina winka”, explica.
Desde la perspectiva de Cayuqueo, el conocimiento se ha transmitido habitualmente a través de formas propias de una cultura oral, como el piam, el epew, el ngulam, el weupin, entre otros. Estas expresiones eran el vehículo mediante el cual los agentes de la salud mapuche —machi, lawentuchefe, etcétera— se formaban gracias a sus pares. “En la actualidad, ese kimun (conocimiento) se difunde por diversas vías e incluso por distintas plataformas, pero la oralidad sigue siendo la principal, más aun tratándose de un saber que permanece vivo en nuestra lengua, el mapuzugun”, destaca el autor.
Cayuqueo indica que una Lawentuchefe ejerce funciones muy distintas a las de un/a Machi. “Cumple el rol de sanadora especializada en la preparación de remedios propios de la herbolaria mapuche. Se diferencia de la o el Machi en que su conocimiento y alcance no son de índole espiritual o cosmogónica, motivo por el cual suelen asistir a muchos Machis en su trabajo, pero solo en lo referido a remedios naturales”. En este sentido, la labor de un/a Machi trasciende el plano de la medicina herbolaria y abarcan otras dimensiones más espirituales de la enfermedad en las personas.
Finalmente destaca que el principal desafío que enfrenta la medicina mapuche en Chile es lograr su validación y reconocimiento como un saber legítimo por parte del sistema formal de salud, un proceso que ya está avanzando en algunos centros hospitalarios e incluso en clínicas privadas. “Este reconocimiento debería formalizarse oficialmente por el Ministerio de Salud, lo que requiere avances legislativos y constitucionales que van más allá del ámbito de la salud. Estas acciones están relacionadas con deudas históricas que el Estado y la democracia chilena mantienen con los pueblos originarios, entre ellos el mapuche” subraya.
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Ruth Chaura Ñanco despierta todos los días con el amanecer de las olas. Su casa está emplazada en el sector alto de Huape. Desde allí la tierra, las flores y mar se escurren en su vida como el aire que respira. Su padre Enrique Chaura Troncoso construyó su vida junto a Teolinda del Carmen Ñanco Ñanco. De ese matrimonio nacieron siete hijos, casi uno tras otro: primero José, seguido de Patricia, Luis, Mireya, Ruth, Héctor y, finalmente, Juan.
Dentro del rebaño familiar, aunque todos los hermanos hereda- ron los conocimientos, solo Ruth optó por profundizar en los saberes de las plantas. «Mi abuela le transmitió a mi mamá su sabiduría, y ella, a su vez, nos enseñó lo que sabía. Con el tiempo, mi curiosidad creció tanto por las plantas y otros arbustos nativos, llevándome a conocer más sobre sus propiedades y secretos».
A los 12 años, Ruth realizaba las labores que en esa época recaían en las mujeres como cocinar, ordenar, tejer y preocuparse de los cultivos. Sus padres vivían en una ruka del sector. “El fogón siempre estaba encendido y nuestras camas se ubicaban a su alrededor, cubiertas con frazadas tejidas por mamá”, recuerda con nostalgia.
“¿Quiere conocer mi invernadero?”, pregunta trenzándose los dedos. Mientras caminamos me cuenta historias de su infancia. “Cuando mis hermanos tenían dolor de estómago, en un jarro con agua hirviendo echábamos hojas de menta y sacamos una braza la cual colocamos con el azúcar. Luego la dejábamos en el fuego y cuando ardía la braza con el azúcar se echaba a la taza. Quedaba como una cosa negra, pero servía para dolores estomacales, vómitos y diarrea”.
Ruth avanza orgullosa por el paisaje que ella misma ha pintado durante su vida. En el sendero hay menta, poleo, melisa, cardo mariano, laurel, matico, boldo y abedul. También hay una planta peculiar a la que llaman «Paracetamol» por sus propiedades analgésicas.
“Cada planta tiene su tiempo. En verano armo ramilletes de poleo, menta, paico y otras hierbas que se dan en invierno; las mantengo en un lugar seco, evitando la humedad para que no pierdan sus propiedades”, dice Ruth mientras recoge un poco de menta blanca.
Muchas familias visitan a Ruth cuando tienen alguna molestia. Es conocida por sus saberes, incluso ha sido entrevistada para el programa “Sabingo” de Chilevisión. También, cuando llega el tiempo de las ferias, ella vende hierbas deshidratadas y plantas. Además, es presidenta de la Comunidad Indígena Ñancolaf.
“La gente está cada día buscando la medicina mapuche. Las pastillas pueden hacer bien a una parte del cuerpo, pero le van a hacer daño a la otra” comenta mientras retornamos para ver el mar. Llegamos al mirador de su casa, un silencio abraza nuestros ojos hasta que Ruth interrumpe diciendo: “La naturaleza es sabia y uno debe aprender de ella. Siempre recuerda eso”.
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A los seis años Jimena Antillanca Antillanca sabía trabajar la tierra, reconocer el Lawen, los tiempos para recolectar las plantas, así como los elementos con los cuales se preparan las medicinas como el agua, las raíces, hojas y piedras. Todo en su justa medida para convivir con la naturaleza en su territorio Lafkenche.
Con sus pequeñas manos recogía menta, toronjil, melisa, poleo, notro, quintral de maqui y muchas otras especies. En la costa, recolectaba hierbas que crecían entre las rocas, como el ajenjo, la ruda, el diente de león y la doca. Para ella, fue natural aprender el lenguaje de la naturaleza y establecer una relación de afecto y cuidado mutuo.
La sabiduría estaba en todas las mujeres de Huiro. Mi bisabuela y mi abuela eran conocedoras del Lawen y además fueron parteras. Ellas nos enseñaron los saberes espirituales de las plantas y del respeto que debíamos tener. Antes de cortar, siempre debíamos pedir permiso y agradecer–, dice Jimena mientras avanzamos hacia su invernadero ubicado muy cerca de su casa.
Las primeras familias que habitaron Huiro vivían en rukas, con techos de chupón y un fogón en el centro. Este espacio era el corazón del hogar, utilizado para cocinar, protegerse del frío invierno y preparar remedios.
— Cada planta tiene su tiempo. Primero se recolecta, luego se limpia, seca y finalmente se prepara con otras hierbas según el tratamiento–, explica Jimena. Dependiendo de la dolencia, las hierbas se transformaban en infusiones, emplastos o ungüentos.
Además de estas prácticas, el abuelo de Jimena realizaba composturas de huesos.
— Si alguien se dislocaba un dedo, la mano o el brazo, mi abuelo lo colocaba de nuevo en su posición y ahí le ponía un emplaste para que después no tuviera dolor –, relata Jimena. Según la gravedad, el tratamiento podía durar desde tres días hasta un mes.
Para la cultura mapuche, es usual entre mujeres ocupar como medicina el chilco, que proviene de la palabra “chilko” en mapudungún, que significa “el que nace cerca del agua”.
¿Sabías que este arbusto se usa para los dolores menstruales? Se usa toda la planta en general. Su flor es similar al aparato reproductor femenino, pero se ocupa antes que florezca, es decir cuando está en el capullito. Todo lo que esté cerquita de la flor, ayuda a regular las menstruaciones –, dice Jimena, entretanto acaricia las hojas de un chilco.
En su invernadero, Jimena tiene poleo, artemisa, llantén, ruda, romero, salvia, lavanda y otras hierbas. Explica que el crecimiento de las plantas depende del tipo de energía que haya en el territorio, que puede ser positiva o negativa.
— Aquí en Huiro las condiciones son muy buenas y las plantas crecen bien.
El bosque y la geografía de la zona es un espacio funda- mental para los habitantes del borde costero Lafkenche, por la variedad de plantas existentes que les permitieron, entre muchas otras funciones, curar diferentes enfermedades; se puede decir que estas plantas medicinales tenían claramente una connotación sagrada.
Por eso en la comunidad de Huiro es común que cada casa tenga su propio rincón de hierbas, ya que estas forman parte de la cultura. Jimena, enfatiza que:
– Para las mujeres Antillanca, siempre fue natural encontrar una hierba y saber para qué sirve. En mi caso, es como si lo llevara dentro, o como si lo hubiera soñado.
En la medicina mapuche, la salud refleja un equilibrio entre el cuerpo, la naturaleza y la energía del hogar.
— Usamos hierbas como la canela, la naranja y el romero para atraer buenas energías. Por ejemplo, lavarse las manos con azúcar es un acto sencillo que protege y da buena energía.
También en la comunidad es una tradición realizar sahumerios para atraer prosperidad y abundancia. Jimena cuenta que prefiere centrarse en los rituales positivos para prevenir la acumulación de malas energías.
— Siempre es mejor fortalecer lo positivo, dar vuelta, porque todos hablan una limpieza para la mala energía, pero es todo al revés.
La transmisión del conocimiento ocurre en los hogares de Huiro o en la ruka Newen Zomo (energía de mujer) donde realizan continuamente “Trawun” o espacios de conversaciones en los cuales se comparte la sabiduría con los jóvenes.
— Vienes desde un paisaje donde el mar y la tierra tallan tu nombre.
Para ella, el proceso de enseñanza comienza en casa y se extiende hacia el exterior:
— Es como cuando una madre enseña a cocinar: primero aprendes en casa, pero luego llevas ese conocimiento afuera. En nuestra cultura, la familia siempre es lo primero.
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