Pasan la hebra al calor del fuego
Como lo hacía la Violeta
Adornan la tela como poeta
Pa´ las bordadoras de Miramar no es na´ juego
Hilvanan su patrimonio e identidad
Compartiendo sus penas y alegrías
Son Ketty, Nancy, Raquelita y compañía
Y también Uberlinda, Hilda y Teresita
Un corazón y un entramado se necesitan
Pa´ seguir coloreando día a día
Por la ventana de la sala de clases se ven los pozones de agua con barro. Qué ganas de ir a chapotear, piensa Teresita, pero la profesora no deja a sus estudiantes salir a jugar, porque afuera hace frío y está lloviendo. Teresita se siente aburrida. Juega con la hebra de lana que cuelga de la manga del chaleco que su mamá le tejió para ir a clases. Tiene 8 años y va a la escuela rural La Luma en la comuna de Paillaco. Para esta clase la profesora tiene una sorpresa: les enseñará a bordar. Primero les pasa pequeños retazos de tela e hilo para que vayan formando flores, hojas y otras figuras para adornar el paño. Más adelante les enseñará a hacer puntos más complejos, como el cadeneta, el punto cruz y el punto atrás.
Teresita Garrido hoy tiene 66 años y recuerda que no le gustaba mucho la clase de bordado. Nunca pensó que aquella enseñanza que recibía a regañadientes, llegaría a tener un lugar tan destacado en su historia de vida.
Una tarde soleada de marzo del 2020, apura el paso. En una bolsa lleva pan recién hecho, mantequilla, queso y jamón para compartir. El kuchen lo llevará otra compañera. La cuesta es empinada y ya no le resulta tan fácil subirla rápido, pero respira profundo el aire marino de Niebla y se anima. Quedan pocos metros para llegar a la sede. Al abrir la puerta, varias de sus amigas ya están trabajando en distintas labores: estirando las telas, compartiendo sus bocetos, ordenando la lana partida que han trenzado con mucho cuidado para que no se enreden las hebras. Teresita entra rápido y pone a hervir el agua de la tetera para el café o el mate que comparten cada martes a las 15:00 horas desde hace más de 20 años, junto con sus vivencias y sus trabajos en lanigrafía.
Las mujeres que están reunidas este martes en la sede son conocidas como las Bordadoras de Miramar. Teresita es una de las fundadoras de esta agrupación que se formó jurídicamente el 2007, aunque algunas de sus integrantes se conocían y se juntaban desde 1998.
“Yo veía que un grupo de mujeres se reunía, sabía que hacían manualidades y las veía pasar tan contentas. Hasta me invitaron, pero yo no me atrevía a ir. Antes hablaba delante de una persona y me ponía roja. Estando sola en la casa muchas veces no tenía ni tema de conversación. Hasta que fui, aunque mi marido no estaba muy de acuerdo. Ahí empecé a agarrar vuelo”, cuenta.
Fue en esa sede ubicada en la población Miramar, en la localidad costera de Niebla, en la comuna de Valdivia, donde comenzó la historia de las Bordadoras de Miramar. La primera vez que se juntaron fue para una una once navideña para niñas y niños del lugar que organizó una misión católica a cargo del sacerdote Ivo Brasseur. Después esas mismas mujeres encontraron en la sede un lugar propio, un refugio para hacer frente al machismo de sus familias.
-El padre Ivo, junto a la tía Hilda Gallegos, fueron quienes nos convocaron como grupo de mujeres y tuvimos nuestro espacio. Los maridos también empezaron a respetarnos, porque en un comienzo algunas mujeres no podían ir o bien iban un ratito, porque las empezaban a llamar. Era demasiado el machismo acá en Niebla. Nuestro grupo fue fortaleciéndose día a día, porque nos fuimos apoyando entre nosotras.
El testimonio es de Sylvia Yáñez, 57 años, presidenta de la agrupación Bordadoras de Miramar. Al principio, las artesanas bordaban con el típico punto cruz, con cinta o tejiendo a palillos o a crochet y elaboraban muñecas. Todo ese transitar fue enhebrado texturas a través de lanas, aplicado al bordado en arpillera. Además, su práctica se asocia a la expresión del acervo cultural, que se inicia con un dibujo original y que luego se plasma en la tela con coloridas lanas. “Las arpilleras son como canciones que se pintan”, dijo alguna vez Violeta Parra.
Hoy, la organización acumula muchas experiencias y reconocimientos, como el Premio Regional del Patrimonio Cultural 2018, junto con decenas de exposiciones de sus obras, talleres y elaboraciones colectivas.
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Como si fuera un mar profundo, vuelve la redondeada punta de la aguja a sumergirse en el lino yute para avanzar con el llamado punto atrás. Son cerca de las 15:00 horas y ya se hicieron los quehaceres diarios: cocinar, lavar la loza, barrer. Es el 28 de julio del 2021 y el día ha estado más frío que de costumbre. Hay una neblina espesa y desde su casa en la población Yáñez Zabala, Uberlinda hace un alto para avivar el fuego con un trozo de leña seca y se sienta al alero de la mesa del comedor. Extiende el paño y abre una mochila bien abultada que en su interior, cual arcoíris, luce los más brillantes colores. Está terminando de dibujar un bosquejo que pronto pasará a la tela; es un paisaje muy característico de la zona: Los Colmillos de Chaihuín. Así como ese, ha bordado escenas de la tradición costera de Niebla, el tren avanzando hacia Antilhue, trabajos relacionados con la pesca. A Uberlinda, al igual que a las otras mujeres bordadoras de Miramar, les interesa que sus obras sean a la vez un rescate patrimonial. Así lo aprendieron, al conocer el trabajo de Violeta Parra, su máxima referente.
Uberlinda tiene 77 años y también se apellida Parra: “Siempre he dicho que soy su sobrina, como no tengo papá ni mamá. Me crié sola”. También es una de las bordadoras fundadoras. Cuenta que vivió por 20 años en Niebla, pero necesitaba cambiar de aire; actualmente vive en Valdivia.
“Para mí bordar es como una terapia para no pensar cosas malas. Las manos ya están acostumbradas y puedo estar toda la tarde bordando. He hecho muchos trabajos, que también he vendido”.
Uberlinda se casó muy joven y se fue al norte a trabajar. Tuvo cinco hijos y hoy vive con uno de sus nietos. En su acogedor hogar se aprecian textiles elaborados por ella en distintas habitaciones. Su bordado se ha caracterizado por relevar las labores que han cumplido las mujeres en la pesca artesanal, como la recolección de la navajuela del pelillo. Hay un bordado que retrata cómo las mujeres están en el mar afanadas buscando el pelillo y otras dejándolo secar, mientras sus hijas e hijos están jugando alrededor de la playa.
Las Bordadoras de Miramar se identifican con Violeta Parra porque, al igual que ella, utilizan la técnica de la lanigrafía. En el año 2000 aprendieron esta técnica con mayor profundidad, cuando la valdiviana y gestora cultural, Hilda Gallegos, coordinadora de la agrupación desde su creación, las conoce y se las enseña. Desde ese momento, toman como suya esta forma de bordar.
Ese año, durante varios días martes, Hilda se dedicó a conocer la intimidad del hogar de cada una de las bordadoras, que por ese entonces eran unas 15 mujeres. Salía a caminar por la población Miramar con el azul profundo del océano como telón de fondo y una brisa marina que le acariciaba la cara, recordando los paseos de infancia que hacía con sus hermanos en los veranos por los rincones de Niebla. Durante esas caminatas se percató de que tenía una conexión energética y territorial con el lugar. Recordaba también los trayectos en balsa que debía hacer para llegar a la casa que sus padres tenían allí. Desde lo alto de Miramar se podía ver -aún se puede- la playa y las rocas donde ella jugaba tardes enteras y donde creó su imaginario gracias al entorno natural que la abrazaba en cada estadía.
Luego de cada paseo visitaba la casa de una de las mujeres bordadoras. La recibían siempre con un abrazo cálido, como una estufa con el fuego vivo. En una de esas visitas la invitaron a sentarse en un sillón grande y cómodo. Al apoyar los brazos en el sofá, lo primero que le llamó la atención fue la manta de lana que la mujer llevaba puesta. Conversaron, conoció a los integrantes de la familia. Todos vestían chalecos de lana. La guagua de la casa llevaba puesto un gorro, de lana también. De ahí en adelante, empezó a observar que en cada casa que visitaba, esa escena se repetía. La lana siempre estaba presente en los hogares de estas mujeres. Fue así como se dio cuenta que su labor como educadora patrimonial debía vincular a la lana como materialidad principal para conectarse entre esas mujeres.
Otro martes de ese año 2000, Hilda Gallegos llevó consigo sus libros y material de Violeta Parra para que las mujeres bordadoras la conocieran. La mayoría del grupo sabía de ella por sus canciones y por su trágica muerte. Había un poco de rechazo en un comienzo a la figura de Violeta, un prejuicio aún presente en esos años: “Que fue mala mamá”, “que fue pecadora y que Dios la castigaría”, cuenta Hilda citando lo que en ese tiempo pensaban algunas de las bordadoras. Esa carga negativa se esfumó cuando conocieron su arte, su sensibilidad humana y creativa y las obras que realizaba con lana. Tal como lo harían ellas más tarde.
“La lana como punto de encuentro, como un lenguaje, fue un regalo para todas y ese regalo nos lo hizo Violeta. Fue su mano que dijo: conózcanse y vean cómo pueden trabajar. Después de ese encuentro podemos decir que todas somos Violeta y gracias a ella hemos tenido tremendas satisfacciones”.
Hilda detalla que juntas viajaron al Museo Comunitario y Centro Cultural Curarrehue en San Pedro de la Paz en Concepción, para confeccionar, junto a otras seis agrupaciones que se dedican al bordado en arpillera, un gran tapiz mural en honor a los 100 años del nacimiento de Violeta Parra, en 2017. También ese año expusieron en el Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM), en el marco del proyecto Releyendo a Violeta, convocado también por el centenario de su natalicio.
Mirando en perspectiva, Hilda comenta que también se da cuenta de que han logrado vencer la discriminación que representa la lana y a las mujeres, porque dice que muchas veces se tiende a pensar que las mujeres se reúnen solo a conversar sin realizar una labor con una trascendencia. Sin embargo, ellas han demostrado a su comunidad que en la lana encontraron un medio de expresión artística, con la cual comunican su imaginario personal y colectivo, pero también construyen un relato común.
A través de la lanigrafía han puesto en valor su identidad local vinculada a la costa, retratando los trabajos del mar que ellas mismas realizan y que es muchas veces invisibilizado, como las labores de cuidado hacia sus familias de las que se encargan, pero también el oficio del pescador artesanal y toda la naturaleza asociado a esta faena. En sus textiles urden su poder político y de denuncia silenciosa, como por ejemplo cuando han expresado los daños al medioambiente que provocan los barcos industriales extractores de los recursos marinos.
Hoy, en tiempos de pandemia, desde el confinamiento siguen expresando su cotidianeidad, dibujando su mundo interior, sus sentimientos, enhebrando sin nudos para seguir plasmando un entramado que las ha conectado a través de los años.
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Nancy Leiva, 59 años, es una nueva bordadora. Es su segundo martes de taller. Es 10 de marzo del 2020, una semana antes de que se decrete a nivel nacional la pandemia. Está muy emocionada, porque de ser espectadora y admiradora de los bordados de la Agrupación de Miramar, ahora es una integrante más.
En la reunión, le piden que elija un lugar de la costa que le guste para que comience un bordado, y se le viene un recuerdo muy nítido a sus pensamientos: tenía 8 años y tenía el cuerpo cansado de tanta emoción y celebración, pero tanto su rostro como los de su familia estaban iluminados arriba del bote. La embarcación sigue el camino de la luz fría de la noche más popular del verano, la noche valdiviana. La luna llena y resplandeciente que literalmente se estaba bañando en el río Valdivia, como dice la canción de Luis Aguirre, es la única guía que les permite llegar hasta la casa de su abuela, que la ha visto crecer en la Playa Grande de Niebla. Horas antes, junto a sus seis primos y primas estuvo bañándose en la Isla Sofía, a la que llegaban caminando después de 3 horas de carreras y juegos. Toda una hazaña que hoy recuerda sorprendida. Ese es el recuerdo que está bordando. Un paisaje natural de esa isla, con su vegetación, el azul profundo del río y la protagónica luna.
“Yo a las Bordadoras de Miramar las veía de lejitos y me daba vergüenza preguntar si podía aprender. Un día el doctor del consultorio me recomendó que me uniera a ellas para socializar, porque estaba muy encerrada en mi casa”, cuenta.
El encierro es más llevadero gracias a sus nuevas amistades, con las que se reúne virtualmente todos los martes. Al principio se conectaban por videollamadas de Whatsapp y ahora lo hacen por Zoom; verse y escucharse a través de una pantalla les ha permitido acompañarse y hasta han iniciado nuevos proyectos.
Actualmente están bordando y retratando sus vivencias del confinamiento gracias a un proyecto del Fondo Conarte de la Corporación Cultural Municipal de Valdivia, el que les permitirá crear en cuatro meses nuevos textiles que dibujen su mirada en tiempos de pandemia.
Son 10 bordadoras las que participan en esta iniciativa, que considera la compra de materiales -lino yute, lanas partidas de colores, lápices y blocks de dibujo- y honorarios para cada una de ellas. Se espera que a fines de este 2021 sus trabajos sean expuestos a la comunidad bajo el título “Entramados íntimos a distancia”.
Raquel Toro tiene 77 años y es una avezada bordadora, cuya aguja veloz ha recorrido distintas materialidades desde que tenía nueve años. Cuando niña costeaba su ropa y juguetes gracias a su talento; bordaba servilletas y manteles y los vendía. Hoy está desde las 8 de la mañana instalada en su sillón junto al calentador, su mate y el canasto con lanas. A sus pies, la acompaña su fiel perra Puqui. Raquel dice que puede bordar hasta tres horas seguidas, a pesar de que su vista ya está un poco cansada. Hace algunos años la operaron, pero sigue usando anteojos.
-Mi bordado se llamará luz y esperanza, pero lo haré con calma. Nos dieron cuatro meses para terminar este trabajo y lo tendré listo antes. Soy rápida. Es que mi cabeza se me arregla bordando, porque he sufrido mucho. Cuando bordo siento que renazco.
Desde la ventana de su casa, ubicada en la antigua estación de trenes de Valdivia, puede ver la Costanera y a una niña desplazarse en bicicleta, riendo, acompañada de su mamá. Esa escena la plasma en la parte inferior de su bordado. “Esa es la esperanza, de salir después de tanto tiempo sin poder pasear”, comenta Raquel.
En su bordado, que recién comienza, se distinguen personas que se están vacunando. La lana dispone de manera perfecta la expresión de felicidad en un rostro que aún no está bien definido.
Dibujado con un lápiz grafito, se deja entrever la figura de un hombre que sale del hospital luego de recuperarse del COVID-19.
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La tela es de 50 por 50 centímetros. Ketty Pollarolo la estira y va marcando con lana los contornos. Tiene 88 años y está contenta. Su dibujo está casi terminado. Durante varios años dejó de asistir a los talleres de los martes, porque le resultaba muy difícil subir hasta el lugar de las reuniones.
Ahora va cruzando el jardín de su casa ubicada en plena playa grande de Niebla, con dirección a la casa de su hijo. En el camino se detiene a abrazar su árbol favorito, una luma que en unos meses más lucirá una flores blancas. Su hijo la espera con el computador dispuesto para que ella se siente frente a él. Ketty se está preparando para dar sus primeras puntadas en la tela cuando en la pantalla del computador aparecen sus amigas.
Las reuniones a distancia le han permitido a Ketty retomar el vínculo con las Bordadoras de Miramar.
Son las 15:00 horas de un martes de agosto de 2021.
En otro punto de Niebla, Teresita Garrido, la mujer que de niña no apreciaba las clases de bordado, también está conectada. Tiene una aguja enhebrada con lana a su lado y el agua hervida en la tetera.
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