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Gracias al río

Gracias al río

Por Daniela Rosas Fernández

Imponente, en construcción. Doce metros de maderas nobles que se extienden a lo largo: desde la proa hasta la popa. Los ensambles son perfectos y está pronto a ser pintado de azul. Este barco está casi listo para ser entregado a su dueño; casi listo para surcar los mares chilenos e ir por la pesca de reineta; casi listo para sumarse a las más de dos mil embarcaciones que ha construido Benito Villanueva Arriagada durante sus 67 años de vida.

Benito, y sus hermanos Ernesto, Emilio y Nicomedes, hace más de cinco décadas, a la orilla del río Cutipay, en Valdivia, descubrieron el arte y oficio de la carpintería de ribera que hoy los posiciona como portadores de una tradición fluvial única en la Región de Los Ríos. Al principio fue un juego de niños: espiaban a los carpinteros de los sectores aledaños que no les querían enseñar y observando, aprendieron todo lo que saben. Hoy ellos son de los pocos maestros que van quedando en el país.

Desde el Astillero se ven las aguas quietas del Cutipay, un manto-espejo donde se amplifica el canto del chucao. En este río que hoy es un santuario declarado por el Consejo de Monumentos Nacionales conviven cerca de 97 especies de fauna nativa. Como los hermanos Villanueva, dice Nicomedes, trabajan en un entorno de privilegio.

-Nosotros vemos por ejemplo a los cisnes, que nos acompañan a diario, escuchamos el canto de las aves y nos inspiramos para crear nuestras embarcaciones -cuenta Nicomedes, el menor de los hermanos, especialista en las plantillas de los barcos que construyen.

Tiene 58 años, ajusta bien su jockey, que lleva una insignia que dice “Astillero Cutipay”, y también sus anteojos. Continúa con la lenta tarea de pulir la madera exterior de una embarcación, con una pequeña lija circular. Su paciencia lo sumerge en un silencio inesperado ante su personalidad extrovertida.

A unos metros de distancia, Emilio Villanueva, y su esposa, Erica Álvarez, están terminando un bote pequeño: él construye todo el “casco” del barco y ella “calafatea” (cierra las junturas de las maderas con una fibra de algodón) para impermeabilizar la embarcación y luego enmasillar. La fase final también le corresponderá a Erica: pintará el interior del bote de una tonalidad naranja fuerte, el exterior amarillo, los bordes rojos.

Más allá anda Benito. Es el director del Astillero. Su temple y actitud afable le favorecen para cumplir con los plazos y solicitudes de sus clientes. Hace aproximadamente dos años, su hermano Ernesto falleció de un cáncer en el estómago, y era con quien generalmente compartía el trabajo desde su etapa cero.

-Es increíble cómo se echa de menos. Era mi compañero de vida -dice.

Hace un poco más de cinco décadas, los inviernos eran más duros. La huerta de la familia Villanueva-Arriagada solía ama- necer escarchada durante los meses de junio y julio.

Benito recuerda cómo sonaba, en aquellos tiempos, el repiqueteo de la leña consumiéndose en la cocina y cómo comenzaba a salir olor de la masa cocida. Las teteras tintineaban con el agua recién hervida y la espuma burbujeante de la leche esperaba a ser servida en la mesa del desayuno. Su madre, Irma, miraba por la ventana esperando que pase pronto el frío para cosechar, su cuarto hijo venía en camino. Benito, Emilio y Ernesto se peleaban por las tortillas más grandes que ella les preparaba.

-¡Apúrate Ernesto! -le gritaba entonces Benito a su hermano, cuando ya tenía el bote listo para partir a la escuela que quedaba al otro lado del río, en la Isla del Rey.

A veces la marea estaba alta y la neblina apenas dejaba ver el caudal del Cutipay, un obstáculo que los hermanos Villa- nueva resolvían con sus hábiles destrezas de la navegación a remo.

-¡Ya poh, ahora me toca a mí! -le solía decir Ernesto a Emilio y tomaba el mando.

Entonces tenían 9, 8 y 6 años.

En ese fluir estuvieron hasta que todos cursaron el 4° básico que era lo que se estilaba para una familia campesina. Con saber leer, escribir, sumar y restar bastaba para después comenzar a trabajar la tierra, sobre todo para las familias numerosas como ésta, que llegó a tener 13 hijos e hijas.

La casa familiar de los Villanueva estaba en Cutipay, a orillas de la carretera; pero a fines de los años 50, Germain, el padre, había comprado unas tierras a la orilla del río para desarrollar más su ocupación de agricultor, para tener más espacio para la crianza de animales y cultivar la tierra.

En 1960 se vieron envueltos en la catástrofe más grande que haya azotado al sur de Chile: el terremoto y el maremoto. El 22 de mayo de aquel año, a las 15.11, comenzó el remezón más fuerte que ha sentido esta delgada faja de tierra. En medio de la desesperación, Irma decidió correr con sus hijos pequeños a un cerro cercano, junto a unos vecinos, para esperar que el movimiento deje de causar estragos, y lo que era más alarmante, refugiarse de las olas que traería consigo el maremoto. Germain, por su parte, era testigo de cómo esa masa acuática les llevaba la casa completa. No quedó nada. Sintió mucho miedo e impotencia y corrió hacia el bote que le había prestado un amigo para tratar de salvarlo. Luchó largos minutos contra la corriente de mar y río que se unían al movimiento telúrico. El bote ya se estaba hundiendo y el hijo del dueño del bote le tiró un lazo de cuero para que se lo amarrara a la cintura. Logró el joven sacar a Germain de los brazos del tsunami.

Los 9,5 grados Richter trajeron muerte, pena y terror; lo cambiaron todo, hasta la geografía del territorio. Eso suce- dió con el río Cutipay, que era sólo un estero que tenía entre 4 ó 5 metros de ancho, y donde a veces, con una marea creci- da navegaban algunas embarcaciones menores, pero después de 1960 sus aguas crecieron como lo conocemos actualmente y desde entonces, en sus riberas, habitan los Villanueva.

Siendo adolescentes, los tres hermanos veían cómo pasaban los barcos que iban a Corral o a Niebla todos los días.
-¿Por qué no podremos hacer algo igual; que sirva para la pesca o para trasladarnos? -se preguntó un día Emilio.

Por entonces los hermanos jugaban a ser carpinteros, se animaban a crear muebles, los yugos para los bueyes y un par de remos. Ahora querían hacer “chalupas”, como le llaman a las embarcaciones pequeñas y empezaron a espiar a los maestros de la zona.

-Oigan, cabros. ¡Váyanse de acá! Ya les dije que no les voy a enseñar nada -les decía Aroldo Muñoz.

Muñoz era un maestro carpintero de ribera muy avezado que vivía en el sector de Tres Espinos. Los hermanos Villanueva lo recuerdan como buena persona, pero celoso con sus conocimientos. Lo único que ellos querían era aprender las técnicas para poder crear sus embarcaciones. Unos kilómetros más arriba, vivía Agustín Pacheco, que recibía la visita constante de estos curiosos niños, y cuando los veía acercarse, detenía todo movimiento en su trabajo para no darles ni una idea.

-Una vez estaba haciendo una embarcación pequeña y vimos que iba midiendo con las tablas al centro y a los costados y ahí le quedaba el bote centrado, así pudimos tener ese aprendizaje -dice ahora Benito.

Las herramientas eran su punto débil. Germain, el padre, consiguió una sierra para aserrar las tablas y empezaron a probar, equivocándose la mayoría de las veces. Es un trabajo meticuloso y lento; de mucha técnica, que además requiere conocer la naturaleza para saber qué maderas serán las más adecuadas como también entender el clima, las mareas y las formas de navegación. De a poco encontraron su propia fórmula para empalmar la madera. Cuando Benito tenía 14 años lograron hacer su primera embarcación: flotaba y no le entraba agua. Desde ese entonces, nunca más pararon.

Este oficio, de tradición ancestral, viene de los pueblos origina- rios de los territorios más australes como el Lafkenche, Chono y Kawesqar que utilizaban la madera nativa proveniente de los bosques profundos. Con la invasión española, se adqui- rieron otros aprendizajes de la carpintería de ribera europea. Luego, con la llegada de inmigrantes alemanes la influencia en la construcción fue tomando tintes más industriales.

Hoy, el trabajo de los Villanueva es considerado parte del Inventario de Patrimonio Cultural Inmaterial en Chile. Es un reconocimiento a diversos saberes de los territorios que aportan identidad y tradición local. De esta forma son puestos en valor y resguardados, a través de su visibilización y articulación para una gestión pública que permita fortalecer acciones de salvaguardia.

A pesar de ello, no existe de parte del municipio o del Estado una contribución económica para apoyar esta labor, ni tampoco apoyo en términos logísticos. Con lluvia o temporal, el lugar donde se ubica el Astillero queda aislado y sólo los vehículos de mejor tracción logran, con suerte, llegar hasta la comunidad de los Villanueva. Existieron promesas para mejorar de alguna forma el camino, o bien para apoyar el recambio de tablas en mal estado del muelle del Astillero, pero no se han cumplido. La familia Villanueva resuelve estos obstáculos con sus propios recursos para seguir adelante con su práctica, y se siente agradecida por cómo ha sido objeto de propuestas culturales que difunden su trabajo.

En 2022, la compañía Teatro Periplos estrenó en espacios culturales y educativos la obra “Carpinteros”, para la cual el Astillero se encargó de construir una embarcación en ta- maño escala. “Se van a encontrar con un trozo de la historia de Valdivia y el terremoto y cómo esto va marcando la vida de esta familia. Se van a encontrar con la sabiduría que se ha for- jado en este oficio y que busca entregarse a nuevas generaciones”, dijo en una entrevista Domingo Araya, dramaturgo y fundador de Teatro Periplos.

Dos años antes de eso, en medio de la emergencia sanitaria por el COVID-19, se había presentado el relato teatral, en formato audiovisual, “Los hermanos Villanueva a las orillas del Cutipay”, por el canal de Youtube del mismo colectivo teatral, que investigó el oficio de este grupo familiar y lo llevó al lenguaje escénico, a través del teatro de máscaras y muñecos.

En los veranos de la década de los 2000 el Astillero recibía de ayudantes a las hijas de los carpinteros. Entonces Mirta Villanueva, hija de Benito, tenía 14 años y estaba aprendiendo a pintar y clavar. Quería aprender tanto como su hermana Carolina, que ya llevaba dos años trabajando a tiempo completo, como una carpintera más.

Su tía Irma, la menor de las hermanas de la familia, también estaba allí, aportando con su ingenio a la construcción de las embarcaciones que surcan por los mares, lagos y ríos desde Lebu hasta Aysén.

-Somos inteligentes, responsables y de buenas ideas, podemos ser maestras carpinteras -se decía Mirta al verse entre esas mujeres.

Hoy, Mirta tiene 37 años y trabaja en una empresa en Valdivia. En el Astillero es la contadora y se encarga de la compra de materiales y de su traslado hasta Cutipay. También se relaciona con los clientes, en su mayoría pescadores artesanales y trabajadores de turismo. Ella acompaña a su padre a todas las actividades culturales que se organizan con el Servicio Nacional del Patrimonio Cultural.

-Tenemos la esperanza de incentivar a niñas y niños, que se entusiasmen y quieran aprender. Con mis hermanas y mi hermano esperamos seguir el legado familiar- dice ahora Mirta.

Desde hace años, las mujeres de la familia cumplen un rol preponderante. Norma Atero, a sus 61 años, es la secretaria del Astillero y esposa de Benito y madre de cinco hijas e hijo. Su rol se vincula con la comunicación telefónica con los clientes desde su casa, ya que en el astillero no hay cobertura telefónica.

Bernarda Bórquez tiene 50 años, trabaja a diario aserrando junto a su esposo Nicomedes y también es quien traslada las maderas con la yunta de bueyes.

Erica Muñoz tiene 64 años y gracias a la expertiz que ganó estos últimos doce años, trabajando ahí, se encarga de dar las terminaciones (calafatear, enmasillar y pintar) a la embarcaciones que construye Emilio.

Carolina Villanueva es la hija mayor de Benito. Se crió entre maderas, aserrín y jugando en medio de los botes. Jugaba a tirar piedras para que reboten en el río en un interminable impulso. Siempre preguntaba en un infinito por qué de las herramientas, de la madera, de las mareas, de la navegación, de las aves. Su padre, con la paciencia de un océano, le contestaba, pero cuando ella iba a curiosear al Astillero, la echaba por miedo a que se accidentara. Pero esa insistencia le permitió aprender todo el saber de la carpintería de ribera.

-¿Para qué meten esos palos en ese jugo?

-Para que se doblen más fácil. ¿No tienes nada mejor que hacer?

– ¿Y los hierven?

-¿Por qué no vas a ayudar a tu mamá? Y dile a tu hermano que venga.

-Me aburro en la casa, prefiero estar aquí.
-Pero este no es lugar para una niña.

Este pequeño diálogo, es parte de una cápsula audiovisual de teatro de papel y títeres llamada “La Carpinte- rita de Ribera” otra obra creada por Teatro Periplos. Está inspirada en Carolina, que se crió con la magia de soñar a conver- tirse en carpintera de sus propios barcos.

-Al salir de 4° medio me costó mucho encontrar trabajo y mi familia me invitó a que vaya a trabajar con ellos en el astillero. De a poco me empezaron a enseñar y en un principio era solo pintar, preparar la masilla, cosas menores. Estuve cuatro años ganándome la vida y me pagaban mi sueldo. Me entregaban su conocimiento. No se guardaron nada: aprendí a cortar; usar máquinas y herramientas -dice ahora, a sus 41 años, en un café de Valdivia, ciudad donde trabaja como secretaria de un servicio público. Añora volver al Astillero.

De overol azul y un gorro de lana negro, con la cabeza gacha, Emilio Villanueva cepilla sin cesar una cuaderna, una de las costillas de la embarcación en la
que trabaja.

El Astillero está en un predio de 36 hectáreas. Hay ocho casas para los distintos grupos familiares de los Villanueva. Funciona de acuerdo a la demanda que tenga y a las personas disponibles para enfrentar una nueva fabricación. Las embarcaciones pueden llegar a tener una vida útil de 15 años, antes de necesitar reparación. La más grande que han confeccionado fue de 17 metros y se demoraron un año en construirla con dos personas trabajando de manera paralela en otros proyectos. Para las más pequeñas, de entre 6 a 9 metros metros de eslora, pueden demorarse un mes aproxima- damente, entre dos personas. Dependiendo de las dimensiones, se establecen sus tarifas que van desde $1.200.000 a $35.000.000 aproximadamente.

Desde que Emilio aprendió hace más de 50 años este oficio junto a sus hermanos Ernesto y Benito, no ha descansado y trabaja de manera más solitaria. En menos de 25 días tiene lista una embarcación de ocho metros.

-Este es un buen oficio, porque nunca nos ha fallado la pega, todo el año redondo; pero es un trabajo de harto detalle para que quede una embarcación de calidad. Igual los pescadores nos van diciendo qué es lo que quieren y así nosotros también vamos aprendiendo -dice mirando el río, donde se divisan los cisnes de cuello negro que llegan a la ribera a alimentarse.

Han tenido muchos y muchas ayudantes, incluso de otros países, pero nadie se queda de manera permanente. Es una preocupación latente en los Villanueva, porque van envejeciendo y de la generación posterior a los hermanos, no hay quién siga el legado desde ya.

Conscientes de la dificultad de conseguir maderas nobles que sirvan para su sustento de vida, ante la tala indiscriminada del bosque nativo, actualmente compran algunas maderas introducidas como el ciprés australiano y hasta el eucaliptus, que sirven para las partes específicas del barco, ya que no todas tienen la firmeza o la flexibilidad que se necesita.

-Existe un abuso muy grande de sacar árboles y no preocuparse por su siembra. Nosotros tenemos algunos cipreses que esperamos nos sirvan en unos años para poder ir ocupándolos para las embarcaciones; pero siempre sembrando nuevos -dice Benito.

La sabiduría que traspasa la naturaleza de los árboles y el río ha convertido a esta familia en la mayor portadora de una tradición incomparable. Ahora Benito avanza por el extenso muelle hecho por sus manos y la de sus hermanos con maderas de coigüe. Es un hombre delgado, de gran vitalidad. Su caminar pausado refleja la tranquilidad de su genio. Avanza sólo a contemplar la tarde.

Es el primer día despejado de agosto, el brillo del sol dibuja en el río el reflejo de los botes estacionados cual pintura en acuarela.

Gracias al río

Todas somos violeta

Pasan la hebra al calor del fuego
Como lo hacía la Violeta
Adornan la tela como poeta
Pa´ las bordadoras de Miramar no es na´ juego
Hilvanan su patrimonio e identidad
Compartiendo sus penas y alegrías
Son Ketty, Nancy, Raquelita y compañía
Y también Uberlinda, Hilda y Teresita
Un corazón y un entramado se necesitan
Pa´ seguir coloreando día a día

 

 

Por la ventana de la sala de clases se ven los pozones de agua con barro. Qué ganas de ir a chapotear, piensa Teresita, pero la profesora no deja a sus estudiantes salir a jugar, porque afuera hace frío y está lloviendo. Teresita se siente aburrida. Juega con la hebra de lana que cuelga de la manga del chaleco que su mamá le tejió para ir a clases. Tiene 8 años y va a la escuela rural  La Luma en la comuna de Paillaco. Para esta clase la profesora tiene una sorpresa: les enseñará a bordar. Primero les pasa pequeños retazos de tela e  hilo para que vayan formando flores, hojas y otras figuras para adornar el paño. Más adelante les enseñará a hacer puntos más complejos, como el cadeneta, el punto cruz y el punto atrás.

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