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Las tumbas de la memoria

Las tumbas de la memoria

Por Claudia Latorre Zepeda

Los floristas acomodan claveles, rosas, crisantemos, algunas margaritas. Los clientes se acercan con abrigos largos, tratan de evadir el frío y las posibles lluvias, compran ramos coloridos. Otros llegan con flores que, imagino, tal vez cortaron de los jardines de sus campos.

El cementerio es siempre lúgubre. La palabra deriva del griego antiguo y significa lugar para dormir. Y, como dice un artículo publicado en el portal de noticias BBC, “excepto para aquellas personas sensibles a las películas de terror, los cementerios -desde la isla veneciana de San Michele hasta la colección de tumbas de mafiosos italianos que da hacia Manhattan en el cementerio Calvary, de Queens- son realmente lugares de descanso rodeados de una sensación de ensueño y de escape al otro mundo frente las ruidosas ciudades a las que sirven”.

Esta mañana de domingo cruzo las puertas del cementerio General Municipal 1 de Valdivia, avanzo por el pasillo central. Dicen que fue Napoleón el que mandó a construir en París el primer cementerio, en 1804. Antes de eso los cuerpos se enterraban en los patios de las iglesias. Leí en una nota del diario El Español que “cuando el crecimiento de las ciudades industriales europeas se disparó, estos terrenos comenzaron a llenarse. Esto contaminó fuentes de agua y dio pie a epidemias de cólera”, me recordó a las pestes y las famosas Catacumbas de París, lugar donde transité e indagué por estrechos pasillos húmedos donde las paredes eran macabramente decoradas por calaveras, llenas de acontecimientos históricos que nunca deberíamos olvidar.

En Valdivia, jamás vi este cementerio con ojos nostálgicos.

Me recuerdo de niña, caminando no por este mismo lugar, sino por otro parecido, ubicado más al norte, en Atacama. Pero acá divagaba por los pasillos mientras los adultos hacían cruces sobre las fotos de sus muertos y tiraban flores marchitas para poner otras frescas, y que al mismo tiempo cargaban baldes con agua para lavar las tumbas; iba a los saltos entre las tumbas, a veces una vela encendida me llamaba la atención, un sonido de campanas que no podía identificar si era real, una corriente de brisa helada capaz de ponerme los pelos de punta. No me asustaba. Es más: fascinaba con algunas esculturas, con el diseño de esos mausoleos de la muerte, con nombres que me parecían venidos de otros tiempos, con aquellas historias grabadas sobre el granito que me invitaban a viajes impensados. ¿Será ese el comienzo de este gusto que tengo por la literatura de terror?, me pregunto mientras camino y mezclo este espacio con el trabajo pendiente que tengo en la organización de la quinta edición del Festival Internacional de cine, las artes y el miedo de Atacama.

Lo cierto es que, como decía aquella nota de la BBC, “obra del trabajo de habilidosos diseñadores, arquitectos, escultores y jardineros, los cementerios citadinos pueden resultar descorazonadoramente hermosos”.

Este es el cementerio más grande de Valdivia. Sacudo las ideas como quien se quita el barro de los zapatos y sigo avanzando. Sin rumbo, no vengo a visitar a nadie. Lo que me abruma en este momento tiene que ver con otra cosa: ¿cómo es posible que en esta ciudad, este lugar no sea considerado como un sitio privilegiado para la memoria colectiva? ¿Por qué no es parte del patrimonio cultural?

A mi alrededor veo maceteros con flores secas, otros colmados con flores plásticas ya quemadas por el sol y el frío en recintos que parecen haber quedado en el olvido. Las paredes y el piso del lugar, de piedra y cemento, hacen que todo se perciba gris. Leo mensajes adheridos a las lápidas: algunos dan las gracias a quien yace allí por lo que fue en vida, otros lamentan la pérdida, juran que lo recordarán por siempre, o lamentan la partida repentina, y están los que declaran su amor siempre incondicional más allá de todo.

No pierdo el tiempo y como cuando era niña, por las fotos que veo en las lápidas, me animo a hacer deducciones acerca de los motivos de la muerte: a veces sospecho que fallecieron por razones naturales porque lucen de edad avanzada, en otras creo que atravesaron una enfermedad o pienso que pudo ser alguna causa trágica imprevista.

Venir al cementerio cada domingo. Un ritual que es o era parte de nuestra cultura. Casi un deber, una obligación. Pero ¿cuánta atención se presta al recorrer este territorio de cemento regado con pétalos de infinitas tonalidades?

En muchas ciudades del mundo se ofrecen recorridos guiados para poder apreciar todo lo que esconden estos lugares. Para la Red Chilena de Gestión y Valorización de Cementerios Patrimoniales, éstos son “el testimonio visible de las diferentes formas de sentir y representar la muerte que tiene una sociedad a lo largo del tiempo; expresadas en esculturas, monumentos y una variada iconografía, junto con configurar un imaginario urbano sustentado en leyendas, mitos y rituales asociados a estos espacios”.

En Santiago, la capital de nuestro país, el 27 y 28 de mayo de 2023, en la celebración del día del Patrimonio Cultural, se invitaba a realizar visitas a distintos cementerios de la ciudad. La propuesta era conocer las manifestaciones arquitectónicas y culturales o volver a la obra de escritoras que estaban allí enterradas.

Con el crecimiento demográfico en todo el mundo ha pasado que hay cementerios que quedan atrapados dentro de las ciudades, porque lo urbano se expande bordeando estos campos santos y en muchos lugares a veces resulta imposible que no existan edificios con vista al cementerio. Cementerios incluso que se alzan en zonas muy turísticas. Y cuando llegan a su límite, no tienen forma de expandirse y obligan a crear otros nuevos.

Según un estudio realizado en 2020, respecto a la capacidad de los cementerios públicos en Chile a cargo del arquitecto Tomás Dominguez Balmaceda, de las cien ciudades sobre la que se concentra la investigación, en la mitad de ellas los cementerios estudiados están saturados o lo estarán en los próximos años.

En Valdivia el Cementerio General 1 ya está a tope y quedó rodeado de urbanizaciones. El Cementerio General 2, arriesga la investigación de Dominguez Balmaceda, tendrá espacio por cinco años más. En 2021, el administrador municipal de los cementerios valdivianos, Ignacio Bartolotti, declaró que para resolver esta situación se había adquirido un lote de 10 mil metros cuadrados para ampliar el recinto.

También sucede el olvido de los cementerios antiguos, y las ciudades se expanden y se va construyendo sobre lo que podrían haber sido posibles territorios patrimoniales. Se han encontrado restos arqueológicos en sitios jamás pensados, incluso en la actualidad se descubren cerámicas u otros ele- mentos donde se planifican carreteras, estacionamientos o centros comerciales. En 2017, durante las obras de la línea 6 del Metro de Santiago, un equipo de arqueólogos descubrió 60 tumbas y 96 vasijas, además de ajuares funerarios y collares: sospechan que allí estaba el cementerio aborigen más grande de Chile central. En Valdivia, hace poco, hallazgos ar- queológicos encontrados durante el trabajo de las obras en la plaza ubicada frente a la Ilustre Municipalidad, obligaron al secretario técnico de Monumentos Nacionales, Erwin Brevis, a paralizar todo.

Pero hablar de límites o de creación de campos santos nuevos es muy distinto a hablar de experiencias en las que se intentó trasladar cementerios de un lugar a otro. José Pérez Valenzuela, escritor e historiador local, rememora la historia del Cementerio Viejo, que estaba ubicado a un costado del Parque Harnecker. “Éste desapareció en 1974, y al trasladarlo hacia el lugar donde está actualmente, hizo que hubieran cuerpos no reclamados, entonces instalaron una estructura con placas de esas sepulturas, y se conoce como el Patio de Antiguos Valdivianos. Aún existe, está a la entrada del Cementerio General 1”.

La lluvia descansa un rato en Valdivia, pero el frío se encarga de recordarme que estamos en el sur de Chile.

“El cementerio viejo funcionó hasta 1911 aproximadamente, cuando se prohibieron las sepultaciones ya que no tenía más capacidad, además la Junta de Beneficencia de Valdivia, entidad administradora de cementerios, dispuso la creación e instalación de un nuevo cementerio, que se inauguró en febrero de 1918. Por otro lado, el Cementerio Viejo perdió su calidad de Campo Santo en 1973 y los restos no reclamados fueron trasladados a ese patio del Cementerio General. En 1974 el Cementerio Viejo había desaparecido”, agrega el investigador. Sigo dando vueltas. Algunas personas se arrodillan frente a las tumbas, rezan, otras las limpian frenéticamente, están los que parecen tener una conversación que es casi un murmullo. Hay quienes solo miran hondo, cada tanto se secan una lágrima. También sé que hay visitantes que olvidan que están en este lugar y viajan por las imágenes del pasado cada vez que visitan a esos seres queridos.

De pronto siento como el frío cala los huesos y la lluvia agrieta recuerdos, ahora me encuentro con niños y niñas ignorando el descanso eterno. Juegan y disfrutan de ese paseo que se da la mano con lo cotidiano. ¿Habré sido alguna vez como ellos?

Me sitúo en medio del silencio y el lugar me invita a seguir recorriendo, a encontrarme con sepulturas populares, se trata de capillitas donde la fe ajena a la iglesia convoca a innumerables creyentes, y se fabrican historias con diversas versiones. Estas construcciones sencillas están cargadas de objetos: velas, prendas, notas de agradecimientos, anillos, flores, juguetes, rosarios, collares. Leo notas que dejan allí: “Gracias Serafin, tu devota – 1979”, “Gratitud por los favores concedidos”.

Pérez Valenzuela dice que “es parte de nuestra cultura que existan las devociones populares en los cementerios” y sin dudar nombra las dos animitas que considera más importantes en Valdivia: Bertita y Serafín. Dice que “Serafín Rodriguez fue un obrero agrícola que supuestamente cometió un crimen, fue acusado y fusilado en Valdivia en 1906. Se cree que el asesino habría sido su hermano, pero él quiso protegerlo y se declaró culpable. De la noche a la mañana se convirtió en un santo popular”. De Bertita se sabe que tenía 4 años en 1923, cuando un hombre la mató y la arrojó luego a una zanja.

Las devociones populares tangibilizan lo invisible de un cuerpo y dan sentido de pertenencia. Cuando el alma muere en circunstancias trágicas se construyen estas “capillitas” que sirven para conectar al “santo popular” con los deudos que se acercan a pedir milagros primero y dar las gracias después.

También descansan en las tumbas de este cementerio personajes que hicieron grandes aportes en la Región de Los Ríos. “Aquí yacen varios Intendentes, Alcaldes y Regidores que con su esfuerzo y desde sus cargos (que en su época eran honoríficos), aportaron al desarrollo y crecimiento de la ciudad. Por ejemplo, al Intendente Ramirez de Arellano le tocó gestionar los recursos para la reconstrucción de Valdivia, después del Gran Incendio de 1909, que casi destruye la totalidad de la ciudad. Por otro lado, los primeros alcaldes Bennett, Ramirez, Castelblanco, Pentz, llevaron a cabo la ejecución de los trabajos de reconstrucción junto a empresarios como José Betti, Felix Corte y otros. Sólo por mencionar algunos”, dice Pérez Valenzuela.

Ahora mientras me pierdo en el cementerio sin atender hacia dónde voy y por momentos creo que doy vueltas en círculos, me detengo ante la sepultura del reconocido periodista Fernando Antonio Santivañez, Premio Nacional de Literatura de 1952. Su nombre y su apellido llaman la atención, en una cursiva enorme, abajo, más pequeña, una fecha: 1886-1973. El comienzo y el final de una vida. Su lápida dice: “Aquí yace un obrero de las letras”. Su tumba se encuentra en el Patio 1B, Sepultura 7. Obtuve su ubicación al conversar con el Administrador de los Cementerios Municipales de Valdivia, Ignacio Bartolotri, quien además se compartió información sobre los deterioros que tienen estos lugares y lo difícil de su mantención, “Siempre estamos preocupados de la limpieza, el césped, y que sean lugares agradables de visitar, pero este trabajo es en conjunto con las familias y claramente son espacios patrimoniales de potencial turístico. Pero a veces hay otras prioridades lo que dificulta que podamos potenciar como quisiéramos estos espacios, sin embargo las voluntades están”.

Sé que en algún lugar, en uno de estos pasillos, también está la tumba de Ricardo Anwandter, pintor acueralista valdiviano, sobre quien actualmente se hizo un documental que describe su vida llena de anécdotas y aportes a la ciudad de Valdivia. Aunque la busco, no la encuentro. En otros cementerios que he visitado, que reconocen el valor de estos sitios, entregan planos para llegar a visitar las tumbas de personalidades destacadas.

Los cementerios en Chile fueron fiscales hasta 1982, y luego su administración fue traspasada a las municipalidades. “Las agrupaciones culturales presentes en la ciudad, junto con la Municipalidad y la Intendencia deberían crear, establecer, promocionar y ejecutar una serie de rutas patrimoniales que se conviertan en uno de los ejes para la puesta en valor del patrimonio presente en el Cementerio General de Valdivia”, dice José Pérez Valenzuela.

Respiro el aire de esta mañana, contemplo cómo el color del cielo se funde en el de los mausoleos y quizá ese tono pálido contrasta con lo demás: toda la historia y la potencia de este lugar parece invisibilizarse en la ceremonia de venir a despedir a nuestros muertos.

El investigador valdiviano agrega: “las autoridades no ven los Campos Santos como un lugar patrimonial y/o educativo, cuesta convencerlos de invertir en mejoras sustanciales para habilitar espacios novedosos, son muy pocas las municipalidades que invierten en los cementerios como Patrimonio. En el caso de Valdivia hace unos años se inició un proceso de digitalización de documentos fundantes, lo que permitirá mantenerlos por muchos años más. Las últimas administraciones han podido gestionar recursos para mejorar la infraestructura del Cementerio General”.

Actualmente en Valdivia existe el Cementerio General 1 y 2 de administración pública y otros de gestión privada como el Cementerio Parque Los Laureles, Cementerio Alemán, todos en el radio urbano. En la zona rural está el Cementerio de Niebla, Curiñanco, Punucapa, Huellelhue y Chincuin.

Aunque quise comunicarme con el área encargada de patrimonio de la Ilustre Municipalidad de Valdivia, no tuve respuestas. Las noticias que aparecen en relación a tareas de mantenimiento del cementerio sólo se publican en el marco del 1 y 2 de noviembre, para el Día de los Muertos, cuando se hacen trabajos de limpieza para recibir a las miles de personas que pasan por allí esas jornadas.

Llevo horas aquí. Con el paso del tiempo más me cuesta encontrar respuestas para comprender por qué los cementerios son olvidados como patrimonios y/o lugares educativos.

De nuevo conecto con mi sensación de niña: no me atormenta el silencio de los muertos, no le tengo miedo a los fantasmas, no me siento agobiada ante la oscuridad de estar bajo tierra. Puedo separar la realidad de la ficción que ofrecen las artes cuando los cementerios son sus territorios. Levanto la capucha de mi chaqueta porque la lluvia se siente con más fuerza, me alejo pensando en volver otro día, en escribir sobre esto, en hacer memoria, en cuidar nuestros lugares históricos, en transmitir su valor.

Pagar arriendo o comer

Pagar arriendo o comer

Por Felipe Nesbet Montecinos

No es fácil llegar al campamento de la población José Miguel Carrera. O tal vez mi referencia estaba errada. Sabía que quedaba al otro lado del río Calle-Calle, en el sector de Las Ánimas, a la derecha de la avenida Pedro Aguirre Cerda, que cruza ese gran barrio valdiviano. En esa misma área existió otro campamento, instalado en terrenos pertenecientes a la empresa Valdicor, que fueron desalojados en medio de la pandemia, en una acción que generó una polémica pública.

Es un día de una lluvia suave, camino por la calle Bombero Classing hasta que se acaba el pavimento y comienza el ripio. Las pozas de agua van dibujando el camino. Se escucha el ladrido de los perros, ese sonido es parte del paisaje de la pobreza en Chile, que Los Prisioneros reflejaron magistralmente en la canción “El Baile de Los que Sobran”, con esos aullidos al inicio del tema. Mientras voy avanzando las casas van deteriorándose una tras otra. Primero se ven algunas bien estructuradas, para dar paso a construcciones más ligeras: una pintada de rojo, las que la siguen presentan las latas desnudas. Toco en la puerta de una de ellas, donde se ve luz. Veo un desorden afuera con un sinnúmero de materiales en desuso, un carro del supermercado y algunas botellas. Golpeo varias veces. A la cuarta sale una niña, le digo que llame a algún adulto. Aparece un hombre de una treintena de años con pantalón corto deportivo; presumo que es su padre. Pienso que la lluvia lo instará a abrirme la puerta. Le explico que trabajo en un proyecto periodístico para conocer la realidad de los campamentos.

-Prefiero no participar, gracias.

Los campamentos no son un fenómeno solamente valdiviano, ni siquiera chileno, sino latinoamericano. Son fruto de la migración urbana-rural que se dio en las primeras décadas del siglo pasado, sumado al crecimiento demográfico y la incapacidad del mercado y del Estado de disponer de viviendas regulares. Como lo dijo el arquitecto inglés John Turner en los años ‘70, era la forma en que los pobres construían ciudad. De hecho, muchos de esos asentamientos marginales dieron paso a poblaciones que ya son tradicionales.

En Chile, a los campamentos se les quiso dar un cariz heroico; incluso algunos autores le han querido atribuir al término un carácter paramilitar y combativo. Son conocidos los casos de los campamentos La Bandera y La Victoria en Santiago, mientras en Valdivia tuvimos el Vietnam Heroico (que la dictadura militar cambió por Chorrillos, en alusión a una batalla de la Guerra del Pacífico) y más tarde el Fuerzas Unidas.

Quizá por eso los vecinos del otro lado del campamento José Miguel Carrera, adoptaron el nombre Arturo Prat, el mayor héroe naval chileno. Son apenas cuatro familias que se quieren diferenciar del otro barrio, dicen que hace un tiempo hubo una pelea entre dos pobladores, cada uno representante de uno de los dos sectores, y eso dividió las aguas. El alcohol es el factor principal de los conflictos. Cuentan los vecinos que en varias reuniones, los del otro lado, llegaban con tragos en el cuerpo, por lo que andaban alegando tonteras. La gente de la José Miguel Carrera, donde hay unas 12 casas, son (salvo una ecuatoriana que tiene dos niños chicos) personas solas o parejas sin hijos; en cambio de este lado todos tienen niños, lo que los obliga a dejar las fiestas de lado.

En el Arturo Prat hay una pasarela de madera que atraviesa un pequeño canal. Estas pasarelas se ven en todos los campamentos de Valdivia. La estructura divide las casas del humedal colindante al río Calle-Calle. El humedal llama a los ratones. Una vecina indica con su mano el tamaño que tienen. Más que ratones eran guarenes. Por eso, instalaron unas latas para que los roedores no pasen.

En el verano los matorrales y la pampa son un terreno fértil para los incendios. Angélica Escobar, la presidenta del Comité Habitacional, recuerda que hace dos años hubo un siniestro, pero el rápido actuar de Bomberos impidió una tragedia de proporciones.

Angélica llegó hace seis años al campamento, por una necesidad económica relacionada con la sostenida alza de los arriendos en Valdivia, lo que se hacía más complicado en su caso, que siempre ha trabajado de forma independiente, vendiendo alimentos, maquillaje, perfumes. Es el dilema entre pagar arriendo o comer.

-El Servicio de Vivienda y Urbanismo (Serviu) nos dio una opción de arriendo, pero por cierto tiempo y nos daban 250 mil pesos. Una cabaña se pilla por ese precio. Con tres hijos cómo me voy a ir a una cabaña. Encontré casas en 500 mil, pero tengo pagar 250 mil y ¿con qué comes? -dice.

Por otro lado, el Estado le entrega 30 millones para comprar una casa.

-¿Y dónde compró casa con ese precio? ¿En La Norte Grande, que no es un buen lugar para criar a los niños?

Angélica y su familia tomaron la decisión de asentarse donde termina la población Arturo Prat. Se instalaron en su mediagua aún sin terminar.

-Mi casa era conocida como la casa que no tenía ventanas, porque hice el cuadrado no más de pura lata. Al principio la dividí con manteles de cumpleaños. Tampoco tenía agua, había que ir a buscar en bidones.

El primer invierno siempre es el más duro. Dado que su casa no tenía cielo raso, escuchaba toda la furia de la lluvia valdiviana, golpeando el techo. Recuerda que se tapaba los oídos, llorando: “no quiero esta casa”.

Ahí ha tenido que sobrellevar el asma crónica que sufren sus hijos y las alergias, que se han agudizado por la cercanía de los árboles. Con la humedad propia de un humedal, los resfríos son constantes. Y si se resfría uno se resfría toda la familia.

Por supuesto, ha sufrido la discriminación social por vivir en campamentos:

-La gente piensa que todos los que vivimos aquí somos aprovechadores, ladrones y sinvergüenzas. No es así, hay gente buena y gente mala como en todos lados. La gente dice: ‘tienen todo gratis’. A mí no me gusta todo gratis -asegura.

Cuando se habla de un sector mal catalogado en Valdivia, se habla de la población Norte Grande, donde Angélica Escobar no quiere criar a sus hijos. Las noticias hablan de grandes operativos ejecutados en el sector este verano de 2023, con helicópteros y más de cien detectives. Además de detenidos por tráfico de drogas. Sin olvidar el asesinato por encargo de la joven Helena Bustos, en un crimen que conmocionó a la región.

Ubicada en el sector Noreste de Las Ánimas, al otro lado de la avenida Pedro Aguirre Cerda, la Norte Grande fue parte de una política pública de la primera década del 2000, que buscaba solucionar los problemas habitacionales en Valdivia. “Acá no ha funcionado la intersectorial, porque las distintas entidades públicas (municipio, gobierno regional) no han actuado coordinados. Y cuando pasa esto los narcos se toman los territorios”, comenta Felipe Rojas, encargado regional del programa Asentamientos Precarios del Servicio de Viviendas y Urbanización (Serviu).

Allá también se instaló un campamento, que también tiene una pasarela, que se extiende por unos veinte metros. En la pasarela me encuentro con Gustavo, un tipo delgado de 37 años y tez cetrina, hablamos de la vida en los campamentos y me invita a conocer su casa, donde vive con Moreen, su esposa y su hija Catalina, de un año. El nombre de ella deriva de su abuela brasileña del sur, donde prima una población de origen europeo. De hecho, por sus ojos verdes y el cabello claro, muchos se sorprenden al saber que vive en un campamento.

Gustavo y Moreen son de Santiago. Llegaron desde Viña del Mar atraídos por la calidad de vida que ostenta Valdivia, reconocida a nivel nacional como la mejor ciudad para vivir, de acuerdo al estudio Barómetro Ciudad Chile.

-Vinimos con el auto cargado con todas nuestras cosas. Siempre pidiéndole al de arriba. Nos dijeron que Techo tenía una casita para nosotros -recuerda Gustavo, haciendo alusión a la ong más importante que trabaja con los campamentos en el país.

Y pese a que se instalaron en un sector donde la delincuencia está muy presente, para Gustavo no es tanta:

-En comparación al lugar de dónde venimos, aquí es una taza de leche. Salgo sin problemas, a veces se me han quedado las llaves de mi auto y nada. En Santiago, en las poblaciones después de las 7 es un infierno. Están los enfrentamientos entre los grupos y ahora está de moda que si ‘te pegai la aniña’ con el vecino tenís que pescarlo a balazos y conseguirte una pistola.

No obstante, ambos reconocen que hay harta venta de droga. Aunque aseguran que dentro del campamento no hay traficantes, el problema son los angustiados por la pasta base que funcionan como una especie de captadores de consumidores de droga.

-Hay gente que viene a comprar coca y no sabe dónde venden, y ellos los acarrean. Por llevarle un cliente le dan una luquita o un vicio -señala Gustavo.

Por el estigma que vive el campamento dejaron de usar ese término y se denominan “Comunidad Norte Grande III”, casi como una tercera continuación de la población.

Ni el frío ni la humedad son un problema para Moreen y Gustavo; hasta les gusta.

-Nos hemos esmerado en forrar nuestra casa y tenemos una cocina a leña. A veces no hay plata para la leña y tenemos que ir a buscar los despuntes al aserradero. A mis amigas les preguntó ¿saben picar un palo? No tienen idea. Aquí está el verdadero valor de la vida -dice Moreen.

Gustavo acaba de hacer un curso online de administración y planificación de negocios por la Fundación Emplea, con lo que se ganó una tablet y un capital semilla de 80 mil pesos. Con Moreen buscan ropa para revender en las ferias libres de Valdivia o a veces por Internet. Por la mala fama que tiene el barrio muchas veces se juntan con sus clientes en la estación de Copec o en Inacap.

Han seguido los últimos casos de corrupción que han salido a la palestra, como el de la Fundación Democracia Viva que, supuestamente, iba a trabajar con los campamentos. Por eso, a Gustavo le enojan tanto esos escándalos, tanto que hasta a veces termina insultando a la tele, olvidándose que del otro lado no lo están escuchando.

Ellos tampoco quieren todo gratis, la cuestión es que no les dan los recursos para poder arrendar.

-Nos gustaría pagar agua y luz, y pagar un arriendo, pero una casa son 350 lucas, más el mes de garantía son 700 y nosotros no tenemos ningún familiar acá que nos ayude -comenta Moreen.

Creen que de aquí a cinco años podrán tener su casa. El cálculo se basa en la experiencia de muchos antiguos residentes del campamento han podido salir en ese lapso. En la Norte Grande no hay ningún proyecto de erradicación por una futura construcción, como ocurre en Arturo Prat, donde se proyecta construir un camino. Lo mismo sucede en el campamento Las Mulatas, el último que visito.

Costó tres meses convencer a Jessy González, de 55 años, y madre de dos hijas. Ella no quería mudarse al campamento de Las Mulatas, al borde del río Valdivia, junto al camino que lleva hacia una planta chipeadora, colindante con el humedal Angachilla, el más grande de Valdivia. También aquí hay una pasarela larga que evita las pozas de agua que se crean en el invierno, pero no tiene veredas, porque el campamento está pegado al camino.

En diciembre de 2019 Jessy había terminado su contrato de aseo en un colegio. Como todos los años en el verano trabajó en las cosechas de frutas. El dinero le ayudó, pero no le permitía salir del hoyo económico en el que estaban sumidos. Ante esa situación, su cuñado, que fue el primero que se instaló en el campamento, les dijo que se fueran allá. Jessy no quería. Les habían cortado la luz y el agua por no pago, pero estaban bajo techo. Hasta que no tuvo otra opción.

Aún extraña la vida en las poblaciones, especialmente en los Barrios Bajos, donde tenía el centro a pocas cuadras. Con el dinero de los retiros de los 10% de los fondos de pensiones construyeron su casa, trasladándose en agosto de 2020.

Recuerda que cuando estaban construyendo llegaba gente de otros lados, les pedía permiso y les sacaba fotos. En el verano, cuando ya estaban instalados, los autos que tomaban el transbordador para la costa, les seguían tomando fotos. Jessy piensa que lo hacían para explicarle a sus hijos que todavía hay gente que vive en campamentos.

En ese tiempo les tocó limpiar todo el sector, que se había convertido en un basural por los desechos que botaban los vecinos. Lo peor en esos meses de verano era el polvo, que dejaban los camiones, que ensuciaba toda la casa, por lo que era inútil andar limpiando. Sumado a los zancudos y chinchorros (una especie de moscos). Y los ratones, que con los gatos y perros que se han vuelto cazadores, han ido desapareciendo. Además, tenían que acostumbrarse al ruido de los camiones y las máquinas chipeadoras. En el invierno el problema es el frío, la humedad y la lluvia, que golpea fuerte sus techos y no los deja escuchar nada. Pero el peor enemigo invernal es el barro, que echa a perder los zapatos rápidamente.

En medio de la conversación se escucha a varios vecinos toser o con mucosidad, muestra de los resfríos constantes en los campamentos, producto de la humedad, la precariedad de las construcciones y al hecho que tienen que secar la ropa dentro de las casas. Y en la primavera son las alergias por los álamos que acompañan el camino.

La delincuencia es un tema que no se trata directamente, pero está presente. “Muchas veces los campamentos dan para que lleguen algunos delincuentes. Eso divide la comunidad. Los microtraficantes están haciendo mucho daño, porque están sometiendo a las familias”, indica Felipe Rojas del programa Asentamientos Precarios de Serviu.

Las Mulatas es el ejemplo valdiviano del crecimiento de los campamentos producto de la pandemia. En su último catastro nacional, la ong Techo informó de un incrementó de un 39,5% de las familias que viven en asentamientos irregulares, totalizando más de 113 mil personas. En el caso particular de Las Mulatas llegaron muchos extranjeros: haitianos, una familia venezolana, otra familia colombiana, hasta un cubano y últimamente argentinos, de acuerdo al recuento que hacen sus dirigentes. Por idea de un miembro del Movimiento NO + AFP, que los ha estado apoyando, adoptaron el nombre de Latinoamérica Unida para denominar al Comité de Vivienda, por lo que la gente entendió que ese era el nombre del campamento.

Pese a ese autoasignado internacionalismo en casi todas las casas se divisan banderas chilenas (también algunas mapuche), varias de las cuales fueron arrancadas por el viento frío que corre por el lugar. Reconocen los propios vecinos que hubo xenofobia contra los haitianos, los responsabilizan del principal problema que vive el campamento: la luz. Un transformador eléctrico se instaló para abastecer a 140 casas, pero como han llegado muchas más ya no da abasto.

La alusión a la unidad tampoco se ha cumplido mucho porque pronto la organización se dividió. La primera directiva estuvo encabezada por Alejandra Naguil, Erminda Huenumán y Jessy González. Dado que Alejandra y Jessy son concuñadas, pronto surgieron las diferencias con Erminda. Y ésta dio vida su propia organización con unas 30 familias, y la llamó Comité Con Esfuerzo al Futuro.

En lo que ambos grupos están unidos es en el rechazo al traslado del campamento hacia un lugar transitorio, mientras se consigue una solución habitacional definitiva. Felipe Rojas del Serviu señala que ésta llegará, en cumplimiento de un mandato presidencial. Pero, aunque sea probable que se logre erradicar el campamento de Las Mulatas, otras familias valdivianas seguirán tomando la difícil decisión de irse a vivir a los campamentos, soportando la lluvia, el frío, la humedad y los ratones.

Angachilla resiste

Angachilla resiste

Por Cinthia Soto Arancibia

Son las 6 de la mañana y el silencio en el humedal Angachilla sólo se rompe por nuestros pasos sobre el suelo mojado y por las voces del bosque -las aves, el sonido del agua, el viento meciendo las ramas de los árboles- que nos invitan a reflexionar y a ser parte del Wetripantu, el año nuevo mapuche, el solsticio de invierno, el fin de un ciclo y el inicio de otro. Es junio y es de noche todavía.

Nos detenemos en el punto en que la machi Paola Aroca Cayunao, autoridad espiritual del pueblo mapuche en Valdivia, plantará un chemamüll, una escultura de madera con fisonomía humana que simboliza el equilibrio y el vínculo de lo humano con el espíritu.

El chemamüll será instalado para proteger a este humedal ubicado en el sureste de Valdivia, que se ha visto amenazado por la expansión de la ciudad. A unos 200 metros de aquí fue construida la Villa Claro de Luna y lo rodean las avenidas Pedro Montt y René Schneider.

Los mapuche llaman hualve a los humedales y respetan a los Ngen que habitan en ellos: los espíritus protectores que permiten que las plantas medicinales abunden, que la lluvia no desborde los ríos, que no escasee el agua para los animales y los humanos en los tiempo de sequía.

Angachilla significa en mapudungun “lugar de zorros”, porque alguna vez aquí los hubo, pero ya no queda ninguno.

En el cuidado del humedal trabaja un grupo voluntario de hombres y mujeres que parecen movidos por la energía de su caudal pantanoso. Son vecinos y vecinas del sector que se organizaron en torno a un espacio autogestionado que les permite meditar, encontrarse y reflexionar. Su lema es: “Somos bosques, ríos y humedales. Desde Angachilla resistimos”.

Periódicamente se reúnen para recolectar la basura que encuentran en la ribera del humedal, a veces caminando, a veces remando en kayak, porque hasta aquí suelen llegar personas a deshacerse de escombros y electrodomésticos que contaminan las aguas. A ello se suma el impacto generado por la construcción de caminos y puentes, y también los rellenos ilegales con fines inmobiliarios.

Es tan cierto como triste: Valdivia tiene un largo historial de casas -poblaciones enteras- construidas sobre humedales.

Imagino a Jaime Rosales como un ave rapaz que vigila el humedal con sigilo. Tiene una mirada profunda y al mismo tiempo que su voz hablan sus manos.

Jaime lleva más de 30 años trabajando en el hospital de Valdivia y es dirigente vecinal del sector Angachilla desde hace 16. Es presidente del Comité Ecológico Humedal Angachilla, una de las organizaciones que ha liderado la lucha de la sociedad civil por la protección de este humedal junto con el Consejo Vecinal de Desarrollo Claro de Luna -que lidera Ana Villanueva-, la Coordinadora de Defensa del Humedal Angachilla, la Corporación de Humedales Angachilla y el Comité Ecológico Bosque Humedal de Villa Galilea.

¿Qué ha motivado a Jaime a mantener por tanto tiempo el compromiso con su comunidad?

-Cuando aprendes a conocer la importancia, el rol estratégico de los humedales urbanos en Valdivia, aprendes a descubrir la diversidad de vidas que habitan en estos espacios, lo que hace que se genere un lazo indisoluble. Claro que han existido conflictos internos o muchas veces he tenido que sacrificar mi propio tiempo y el de mis seres queridos, pero cada día que pasa me doy cuenta que hay un vínculo que no puede desaparecer y que de una u otra forma te reclama, porque eres parte de eso.

Dice Jaime, y agrega:

-El hambre insaciable de progreso atrapó a cientos, pero cuando entiendes que eres uno más en un pequeño universo donde cohabitan muchas vidas y tú eres parte, ahí entendiste todo. ¿Por qué persistir? Porque cuando aprendes algo, ya no puedes deshacer ese aprendizaje. Hay un proceso que te hace entender por qué tienes que estar ahí, por qué tienes que luchar y conservar este espacio. Hay un lazo afectivo con el lugar que te hace también persistir en esa lucha, con cariño y apego por el territorio.

En la columna “Acción ambiental colectiva y manejo de conflictos: el caso del humedal Angachilla en Valdivia”, publicada en octubre de 2022 en El Mostrador, la investigadora posdoc- toral del Centro de Humedales Río Cruces (Cehum), Marcela Márquez García, plantea la importancia de que las personas se involucren en la vida cívica y política de su comunidad para asegurar la salud de los ecosistemas, y pone como ejemplo el activismo ambiental ciudadano en la capital de la Región de Los Ríos, que ha permitido obtener resultados positivos.

“En Valdivia, la inédita valoración social de los humedales urbanos, sumada a las intensas controversias y movilizaciones que de ellas se derivan, hacen de la ciudad un escenario particular para entender procesos de acción ambiental colectiva”, señala Márquez en su columna.

Según el Inventario Nacional de Humedales, Valdivia es la comuna con mayor número de humedales urbanos -77- a nivel regional y la segunda a nivel nacional.

La columna de Marcela Márquez dedica un párrafo a la situación del humedal Angachilla, explica que diversas organizaciones comunitarias y personas naturales se han comprometido en los últimos años con su conservación realizando actividades de limpiezas, restauración ecológica y de creación y mantención de senderos, señalética e infraestructura, así como también actividades culturales y festivales, recorridos fotográficos y otras acciones educativas para visibilizar la importancia del humedal.

“La comunidad ha logrado recuperar un espacio público que originalmente era un vertedero ilegal y transformarlo en una reserva natural urbana”, agrega la investigadora del Cehum.

El empuje de la comunidad organizada contribuyó a que el 25 de febrero de 2022 el Ministerio del Medio Ambiente declarara como santuario de la naturaleza una superficie de 2.025 hectáreas que incorpora las 120 hectáreas de este humedal urbano. El área incluye exclusivamente bienes nacionales de uso público localizados en la parte baja de la cuenca del río Angachilla, cuyo sistema de humedales está formado por los esteros Miraflores, Angachilla, Prado Verde, Las Parras, Las Gaviotas y las lagunas de Santo Domingo.

La declaración del humedal Angachilla como parte de este santuario de la naturaleza permite que en este espacio no se generen proyectos que pongan en riesgo el hábitat de cientos de aves, animales, insectos, anfibios, árboles, arbustos y flores.

Entre las especies de árboles nativos presentes en el santuario destacan el roble, coigue, ñirre, alerce, mañío, tepu y canelo, además de arbustos nativos y plantas trepadoras como la murta, el chupón, la quila, el copihue y el maqui. Además, existe un bosque pantanoso dominado por especies que resisten la inundación temporal como el canelo, temu, arrayán, pitra y lumilla.

El coipo y el huillín, ambas especies protegidas, viven en el humedal y comparten el hábitat con aves que los niños y niñas de la cercana escuela Angachilla suelen divisar, dibujar y pintar, como el sietecolores, el cisne de cuello de negro, la garza cuca y el chuncho.

Durante las últimas dos décadas, un sector del humedal ha sido recuperado por los vecinos de la Villa Claro de Luna y transformado en el Parque Comunitario La Punta, que tiene senderos que permiten el avistamiento de aves y de la flora nativa y que promueve el cuidado de la biodiversidad del lugar. Su aspecto es hoy muy distinto de cómo era el sector en los años ‘90, cuando los terrenos aledaños al humedal estaban abandonados y no existía preocupación por su conservación. La presidenta del Consejo Vecinal de Desarrollo Claro de Luna, Ana Villanueva, contó en una entrevista emitida por el canal municipal Valdivia TV que cuando llegó a vivir al sector en el año 2002, a dos cuadras del humedal, el actual parque comunitario “era un sitio eriazo, había mucha mugre y las constructoras iban a tirar todos sus desechos de pavimentación. Los vecinos iban a tirar todos sus escombros”.

El proceso de recuperación del humedal ha significado para la comunidad un aprendizaje constante y una lucha continua por generar conciencia sobre la relevancia de cuidar el humedal. Este proceso fue iniciado por los vecinos en 2007 debido a que la expansión urbana en la ciudad consideraba realizar construc- ciones sobre humedales y cursos de agua, como el proyecto de que la prolongación de la Avenida Circunvalación cruzara el humedal Angachilla.

Una investigación de los académicos de la Universidad Austral Juan Carlos Skewes, Rodrigo Rehbein y Claudia Mancilla sobre la recuperación de este humedal llevada adelante por la comunidad de la Villa Claro de Luna destaca que el esfuerzo de los residentes es una forma alternativa de constituir la relación entre la ciudad y la naturaleza, asegurando la protección de sus derechos urbanos. “Frente a la voluntad de transformar en plusvalía el medio, la comunidad aspira a mejorar su calidad de vida reforzando su participación y, a la vez, protegiendo el medioambiente”, dice el estudio.

Vestigios de una ruka construida hace 600 años por los mapuche en el humedal Angachilla durante el período denominado Alfarero Tardío, demuestra que desde esa época “los habitantes de esa zona tenían una vinculación directa con el humedal”, explica el arqueólogo Rodrigo Mera, profesional a cargo de las excavaciones en el lugar del hallazgo.

Históricamente, el humedal Angachilla ha tenido estrecha relación con el ser humano. En él se han desarrollado actividades de subsistencia para la generación de alimentos y, en épocas más antiguas, los mapuche también lo usaron como escondite tras los enfrentamientos con los españoles.

Daniella Milanca, educadora de lengua y cultura mapuche, dice que el lugar es identificado hasta hoy como un espacio ancestral, una zona vital para el desarrollo de Fantepu fillkexipa küzan, las prácticas culturales de la comunidad mapuche.

Actualmente, la cosmovisión mapuche se mantiene presente en el humedal gracias al compromiso de la comunidad Kalfvgen y de la machi Paola Aroca, quien motivada por cuidar el lugar donde habita el ngen, recuperó un espacio de rogativa con un kemu kemu, un conjunto de ramas que se utilizan para las ceremonias de prácticas espirituales y culturales mapuche.

Como muchas tardes, amaneceres y noches, Jaime Rosales llega al humedal este día de julio en bicicleta. Hoy lo moviliza cuidar el humedal de las empresas inmobiliarias que pretenden rellenarlo para vender parcelas y resistir el proyecto de construcción de un puente que cruzaría el Parque Comunitario La Punta y que tendría un impacto sobre el humedal.

-La extensión de la Avenida Circunvalación atravesaría el humedal con la construcción de un puente, que iría desde el sector Galilea hasta la Villa Claro de Luna. Las autoridades deben evaluar técnicamente la protección del espacio, como parte del plan regulador de la ciudad, evaluando un nuevo trazado que proteja el humedal. Decir no a la Circunvalación representa el derecho a pensar una ciudad justa, inclusiva, integral, que pueda compatibilizar un desarrollo medioambiental. Creo que es nuestro derecho -señala Jaime.

El 21 abril de 2023 las organizaciones civiles que trabajan por la protección del humedal Angachilla firmaron con las autoridades regionales con competencia en la materia y con la alcaldesa de Valdivia un acuerdo para que la construcción de ese puente pase a una etapa de estudio de prefactibilidad y que contemple una amplia participación ciudadana, de tal manera que se cumpla con el estándar de protección que conlleva la de- claración del humedal Angachilla como santuario de la naturaleza.

El acuerdo fue recibido con entusiasmo por los vecinos del humedal, quienes confían en que Valdivia se transforme en un ejemplo para otras ciudades del país sobre cómo la comuni- dad organizada puede lograr que los espacios de importancia ambiental, social y cultural se conserven, pero especialmente para que la cultura del país cambie hacia un modelo de desarrollo que no ponga en peligro el patrimonio natural.

Burbujas de manzana

Burbujas de manzana

Por Carolina Erber Soto

La tía Rosita nos invitaba a su campo. Con mi mamá llevá- bamos una canasta. Pasábamos largo tiempo recolectando manzanas con mis primos. Yo me encaramaba en los árboles. Tomaba una, la limpiaba y mordía por un costado, luego por el otro, después por todos los contornos. Si estaba ácida la lanzaba con fuerza. Si la sentía agridulce, me la comía. La mayoría de las veces me las devoraba.

Los veranos ochenteros en Valdivia eran épocas en que preparábamos postres. El más típico era la manzana cocida (también estaban las tartaletas). Curiosa, observaba cómo comenzaban a sumergirse los pequeños trozos de manzana en una olla. Aroma a canela y limón. Cuando estaban listas corría a regalarle frutos a mis amigos, en especial a uno que me sonrojaba. Corría inventando obras de teatro como “La manzana veloz”.

-¡Son nutritivas y el mejor fruto para compartir! -decía la tía Rosita.

En ocasiones, en invierno, mi mamá abría mi bolsón y colocaba tres pequeñas manzanas. Una para mí y las otras para compartirlas con los compañeros de colegio. En el camino no aguantaba y comía una. A veces hasta dos. Para entonces no sabía que las manzanas podían fermentar y convertirse en una bebida burbujeante.

-¡Prueba esta sidra de manzanas, quedarás fascinada! -me dijo Hernán Rosales, de Agropecuaria Punucapa.

Mi corazón latía fuerte. Bailaban mis 21 años cuando descorcharon la primera sidra para mí. Fue mientras realizaba un reportaje para descubrir los atractivos turísticos de la localidad de Punucapa, ubicada a unos 18 kilómetros de Valdivia.

Hernán sacó un par de copas mientras comentaba el proceso de molienda del brebaje (entonces más artesanal que hoy). Mis ojos enfocados en las burbujas. En su color dorado y brillante. Algo se parecía a la champaña de los festejos de año nuevo. Pero esta bebida tenía una particularidad. Retornó en mí el aroma de la infancia. La fragancia de mujer. Mi paladar se conectó con lo femenino. La tía Rosita, mi mamá. Con el valor del disfrute. Burbujea la vida en mi paladar.

El origen de la sidra es un misterio. Algunos historiadores señalan que este brebaje era preparado con fruta fermentada por egipcios y griegos. Más tarde, Asturias -España- se convertiría en el principal fabricante, preparando la bebida con varie- dades de manzanas autóctonas. Con la llegada de los españoles a Chile se plantaron los primeros frutos hace unos 400 años y los mapuche, que ya fermentaban otros productos como el maíz, acogieron esta fruta y comenzaron a elaborar chicha con un método que se sigue utilizando en la actualidad: machacan- do las manzanas con una canoa que era apaleada con garrotes, generando un bagazo que estrujaban para extraer el jugo que luego dejaban fermentar.

En el sur de nuestro país, las manzanas brotan en fértiles huertos donde sus habitantes comienzan a explorar la elaboración de chicha y también de sidra. A diferencia de la chicha, que fermenta en recipientes al aire libre, la sidra fermenta en la botella, por lo que su proceso de fabricación es similar al de los espumantes. Y su precio en el mercado es más alto.

Para muchos, la reina de todas las manzanas es la variedad conocida como manzana limona, hoy reconocida como patrimonio de la Región de Los Ríos. Y la sidra es su mejor representante.

El libro “Chicha y sidra de manzana: Patrimonio de la región de Los Ríos”, de las periodistas Paola Segovia y Carmengloria Benavides, explica que “la producción de chicha y sidra sigue activa para muchas familias con sistemas de elaboración tradicionales, manteniendo sus antiguos molinos de madera y con tornillos de acero, típicos de esta región, pero también existen emprendimientos de empresas que apuestan por la modernización y tecnificación de sus procesos, con ventas hacia sus consumidores regionales y nacionales”.

El mismo libro cita datos del “Plan de mejoramiento de la productividad y la competitividad de los productos regionales derivados de la manzana”, según el cual la producción anual de sidra en Los Ríos en 2019 fue de 107.750 litros.

En 2017, los productores de sidra de la localidad valdiviana de Punucapa obtuvieron el sello de Denominación de Origen -conocido por sus siglas D.O.- que entrega el Instituto Nacional de Propiedad Industrial a los productos tradicionales y singulares con una alta vinculación local, que por sus características únicas los hace formar parte del patrimonio nacional y ser reconocibles respecto de otros productos similares.

La sidra es el primer producto de la Región de Los Ríos que obtiene este reconocimiento.

Entro a la casa de Oscar Della Chá. Me recibe un cuadro al óleo con pinceladas de nubes que se entremezclan con el cielo celeste del sur. Los trazos son aterciopelados. El fondo intenso del sur verde. En primer plano, en cada costado, está dibujado un manzano. Es la manzana limona, con sus contornos, sus tallos, sus pequeños y brillantes brotes. Sus hojas pequeñas. Frutos dorados. En el medio la fuerza de la vida. La tierra desde don- de germinarán miles de manzanas. El cuadro está firmado por Tamer.

-Una gran amiga argentina, quien terminó la pintura en 2012. Es Tralcao, donde está la producción de las manzanas. Representa mis comienzos en 2008.

El sector de Tralcao es una comunidad rural que se ubica a 32 kilómetros de Valdivia en San José de la Mariquina.

Es una zona muy próspera, especialmente para el cultivo de manzanas limonas, la preferida de muchos productores locales. Oscar Della Chá es argentino, de Neuquén. Disfruta Chile y sus paisajes desde hace 35 años, los que lleva de estadía en el país.

-Me quedé en Chile porque me gustó el país y una chilena, quien me acompañó 16 años de mi vida y después levantó vuelo. Ella no alcanzó a ver el desarrollo de la parte sídrica. Oscar nació en Chos Malal, la primera capital del Territorio Nacional que luego sería la provincia de Neuquén. A los 13 años conoció por primera vez el mundo de las manzanas.

-El Alto Valle de Río Negro es la mayor zona productora de Argentina. Comencé a fabricar jugos concentrados de manzana para exportar.

El sur de Chile lo cautivó. Vendió su industria de jugos concentrados de manzana en Argentina y viajó con sus conocimientos en vitivinicultura. Estaba cansado de la economía argentina con sus altos y bajos.

De sus recuerdos de los jugos concentrados le quedaba el saber que el mundo necesitaba una manzana muy ácida, que era la que más se pagaba.

-Me junté con unos vascos. Me dijeron que en Chile hay manzanas regionales, manzanas ancestrales, que tienen características muy especiales y que la gente hace chicha. Más que razonamiento, mi guata me movió. ¡Esto lo tengo que hacer!

Sus ojos observan la pintura del manzano. Mientras abre una de las sidras relata cómo a la manzana limona la descubrieron los españoles hace 400 años.

-Descubrí las posibilidades actuales de esas manzanas y dije acá hay que ponerle empeño. Los españoles trajeron manzanas, no sólo la limona, también otras variedades y las fórmulas de preparación de las sidras.

Hoy Oscar produce cuatro variedades: Rosé, Brut, de la Chá y Patagonia (que es la original), además de chicha Tralcao.
-Tenemos capacidad para producir 100 mil litros al año. Y vamos viendo acorde al mercado de consumo. Mi regalona es la manzana limona.

La manzana limona tiene propiedades especiales de sabor, dulzor y acidez. Vuelvo a mi paladar. Su sabor agridulce atrae a productores agrícolas quiénes elaboran sidra de manzana en varias comunas: Valdivia, San José de la Mariquina, Punucapa, Panguipulli y otras.

-Comerse una manzana limona es placentero. Su producto en sidra, si se maneja bien, también es placentero tomárselo. Tiene propiedades desde el punto de vista de sus valores antioxidantes comparados con otras manzanas. Por eso es tan apetecida y cada vez más conocida.

Oscar está convencido. Sus ojos lo delatan: “La región de la sidra”, es su sueño.

-Los valdivianos deberían estar conscientes del patrimonio de manzanos ancestrales. Estamos frente a un legado: en el mapa aparecerá Valdivia y sus alrededores como un lunar de la mejor sidra de América.

Cuando estaba en la escuela, a los 10 años, Carlos Martínez jugaba fútbol en los infantiles del club deportivo independiente de Puerto Ibáñez. La cancha quedaba frente de la chacra de su abuelo. Después de jugar cruzaba con un par de amigos a recoger manzanas verdes.

-Pasábamos a buscar sal donde mi abuelita y después nos íbamos a la cancha a sentarnos a ver el resto de los partidos comiendo manzanas verdes con sal. Un manjar.

Frondosos árboles nos acompañan camino a Tralcao. Carlos es Ingeniero Agrónomo de la Universidad Austral de Chile y socio de Oscar.

-Nací en un pueblito en la región de Aysén, que se llama Puerto Ingeniero Ibáñez. Y las manzanas limonas las conocí allá, dónde mi abuelo tenía 4 plantas.

Sigue siendo su favorita.
Durante un encuentro de mujeres en turismo en Valdivia, en noviembre de 2022, y en el marco de un congreso de la Universidad Austral, algo delicioso teníamos que degustar.

Así llegué a conocer a Carlos, quién colaboró con sidras para nuestro evento.

La degustación fue un placer.

-La sidra de manzana de Valdivia es una bebida refrescante y aromática, con notas predominantes de manzana fresca y un ligero toque cítrico. Su sabor equilibrado combina dulzura natural de la fruta con una agradable acidez, creando una experiencia gustativa muy agradable -relata Valeria Gallardo, gerente de la ruta del vino Cachapoal y catadora.

-Su color dorado y brillante aporta una presentación visual atractiva y artesanal, y su burbujeante efervescencia añade un toque vivaz al paladar. Ideal para acompañar comidas ligeras o en momentos de relajación disfrutando los paisajes que nos regala el sur de Chile.

Me ilusionan sus sensaciones.

Carlos López Reyes es periodista, tiene 44 años y trabaja desde hace más de una década en la radio Bío Bío. Vive junto con su esposa e hija en una parcela con manzanos en el sector Angachilla, en Valdivia.

Durante la pandemia de Covid, su espíritu inquieto lo llevó a pensar en un destino distinto para las manzanas de su parcela que hasta ese momento solía consumir como fruta o regalar a sus cercanos, y que en su gran mayoría eran comidas por cachañas y choroyes o simplemente caían junto con las hojas al llegar el otoño.

-En 2021 decidí recolectar las manzanas y llevarlas a un molino para hacer chicha para tomar en casa y para compartir. Y luego pensé: ¿y si le subo un poco más el pelo a la producción y hago sidra? ¡Sin saber nada de eso! Y así comencé.

Durante su infancia, Carlos pasó largas temporadas en el campo en el que creció su papá y donde su abuelo elaboraba chicha. Si bien no tenía los conocimientos para fabricarla, arrastraba una historia familiar ligada a esta tradición.

Luego de llevar las manzanas de su parcela a un molino, envasó el jugo y lo dejó fermentar en botellas tapadas con corchos, hasta que pasadas unas semanas estuvo lista su primera producción de sidra. La compartió con sus amigos y familiares, a quienes les gustó y le sugirieron que fabricara para vender.

En 2022 hizo caso a los consejos y así nació Sidra de mi vida, un pequeño emprendimiento que lo tiene entusiasmado y que promociona a través de sus redes sociales, concretando ventas en la región, Santiago e incluso en el norte del país.

-Para fabricar la sidra me documenté con experiencias en Chile y en España y visualicé que la elaboración es un proceso enológico, artesanal en mi caso, en el que a través de filtrados se va obteniendo un producto con menos impurezas y por lo tanto más claro y bonito -dice Carlos.

Y cuenta que lo que más lo tiene satisfecho de su faceta como productor de sidra, son los comentarios de sus clientes.

-Me han comprado botellas personas de Coquimbo y Antofagasta, que tienen familiares en el sur y que probaron la chicha en esta zona, por lo que mi sidra les trae gratos recuerdos de momentos vividos en paseos en el sur durante su infancia y adolescencia. Y con eso me di cuenta de que lo que estoy ofreciendo, más que comercializar un producto, es poner a disposición de las personas una experiencia que te puede llevar a recordar cosas lindas del pasado.

En la Región de los Ríos existe la Asociación de Productores de Manzana de Chicha y Sidra, que cuenta con 17 socios. También funciona la Cooperativa Agrícola y Sidrícola de Los Ríos. Los productores comercializan sus productos a través de diversos comercios en la región y también venden de forma directa.

-Vas a tener la primicia de probar la primera sidra de murta y darme tu opinión -me dice Óscar Della Chá, casi al finalizar la entrevista.

Mi curiosidad vuelve a despertar mi paladar. Mañana volveré a casa de tía Rosita.

Gracias al río

Gracias al río

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Daniela Rosas Fernández

Imponente, en construcción. Doce metros de maderas nobles que se extienden a lo largo: desde la proa hasta la popa. Los ensambles son perfectos y está pronto a ser pintado de azul. Este barco está casi listo para ser entregado a su dueño; casi listo para surcar los mares chilenos e ir por la pesca de reineta; casi listo para sumarse a las más de dos mil embarcaciones que ha construido Benito Villanueva Arriagada durante sus 67 años de vida.

Benito, y sus hermanos Ernesto, Emilio y Nicomedes, hace más de cinco décadas, a la orilla del río Cutipay, en Valdivia, descubrieron el arte y oficio de la carpintería de ribera que hoy los posiciona como portadores de una tradición fluvial única en la Región de Los Ríos. Al principio fue un juego de niños: espiaban a los carpinteros de los sectores aledaños que no les querían enseñar y observando, aprendieron todo lo que saben. Hoy ellos son de los pocos maestros que van quedando en el país.

Desde el Astillero se ven las aguas quietas del Cutipay, un manto-espejo donde se amplifica el canto del chucao. En este río que hoy es un santuario declarado por el Consejo de Monumentos Nacionales conviven cerca de 97 especies de fauna nativa. Como los hermanos Villanueva, dice Nicomedes, trabajan en un entorno de privilegio.

-Nosotros vemos por ejemplo a los cisnes, que nos acompañan a diario, escuchamos el canto de las aves y nos inspiramos para crear nuestras embarcaciones -cuenta Nicomedes, el menor de los hermanos, especialista en las plantillas de los barcos que construyen.

Tiene 58 años, ajusta bien su jockey, que lleva una insignia que dice “Astillero Cutipay”, y también sus anteojos. Continúa con la lenta tarea de pulir la madera exterior de una embarcación, con una pequeña lija circular. Su paciencia lo sumerge en un silencio inesperado ante su personalidad extrovertida.

A unos metros de distancia, Emilio Villanueva, y su esposa, Erica Álvarez, están terminando un bote pequeño: él construye todo el “casco” del barco y ella “calafatea” (cierra las junturas de las maderas con una fibra de algodón) para impermeabilizar la embarcación y luego enmasillar. La fase final también le corresponderá a Erica: pintará el interior del bote de una tonalidad naranja fuerte, el exterior amarillo, los bordes rojos.

Más allá anda Benito. Es el director del Astillero. Su temple y actitud afable le favorecen para cumplir con los plazos y solicitudes de sus clientes. Hace aproximadamente dos años, su hermano Ernesto falleció de un cáncer en el estómago, y era con quien generalmente compartía el trabajo desde su etapa cero.

-Es increíble cómo se echa de menos. Era mi compañero de vida -dice.

Hace un poco más de cinco décadas, los inviernos eran más duros. La huerta de la familia Villanueva-Arriagada solía ama- necer escarchada durante los meses de junio y julio.

Benito recuerda cómo sonaba, en aquellos tiempos, el repiqueteo de la leña consumiéndose en la cocina y cómo comenzaba a salir olor de la masa cocida. Las teteras tintineaban con el agua recién hervida y la espuma burbujeante de la leche esperaba a ser servida en la mesa del desayuno. Su madre, Irma, miraba por la ventana esperando que pase pronto el frío para cosechar, su cuarto hijo venía en camino. Benito, Emilio y Ernesto se peleaban por las tortillas más grandes que ella les preparaba.

-¡Apúrate Ernesto! -le gritaba entonces Benito a su hermano, cuando ya tenía el bote listo para partir a la escuela que quedaba al otro lado del río, en la Isla del Rey.

A veces la marea estaba alta y la neblina apenas dejaba ver el caudal del Cutipay, un obstáculo que los hermanos Villa- nueva resolvían con sus hábiles destrezas de la navegación a remo.

-¡Ya poh, ahora me toca a mí! -le solía decir Ernesto a Emilio y tomaba el mando.

Entonces tenían 9, 8 y 6 años.

En ese fluir estuvieron hasta que todos cursaron el 4° básico que era lo que se estilaba para una familia campesina. Con saber leer, escribir, sumar y restar bastaba para después comenzar a trabajar la tierra, sobre todo para las familias numerosas como ésta, que llegó a tener 13 hijos e hijas.

La casa familiar de los Villanueva estaba en Cutipay, a orillas de la carretera; pero a fines de los años 50, Germain, el padre, había comprado unas tierras a la orilla del río para desarrollar más su ocupación de agricultor, para tener más espacio para la crianza de animales y cultivar la tierra.

En 1960 se vieron envueltos en la catástrofe más grande que haya azotado al sur de Chile: el terremoto y el maremoto. El 22 de mayo de aquel año, a las 15.11, comenzó el remezón más fuerte que ha sentido esta delgada faja de tierra. En medio de la desesperación, Irma decidió correr con sus hijos pequeños a un cerro cercano, junto a unos vecinos, para esperar que el movimiento deje de causar estragos, y lo que era más alarmante, refugiarse de las olas que traería consigo el maremoto. Germain, por su parte, era testigo de cómo esa masa acuática les llevaba la casa completa. No quedó nada. Sintió mucho miedo e impotencia y corrió hacia el bote que le había prestado un amigo para tratar de salvarlo. Luchó largos minutos contra la corriente de mar y río que se unían al movimiento telúrico. El bote ya se estaba hundiendo y el hijo del dueño del bote le tiró un lazo de cuero para que se lo amarrara a la cintura. Logró el joven sacar a Germain de los brazos del tsunami.

Los 9,5 grados Richter trajeron muerte, pena y terror; lo cambiaron todo, hasta la geografía del territorio. Eso suce- dió con el río Cutipay, que era sólo un estero que tenía entre 4 ó 5 metros de ancho, y donde a veces, con una marea creci- da navegaban algunas embarcaciones menores, pero después de 1960 sus aguas crecieron como lo conocemos actualmente y desde entonces, en sus riberas, habitan los Villanueva.

Siendo adolescentes, los tres hermanos veían cómo pasaban los barcos que iban a Corral o a Niebla todos los días.
-¿Por qué no podremos hacer algo igual; que sirva para la pesca o para trasladarnos? -se preguntó un día Emilio.

Por entonces los hermanos jugaban a ser carpinteros, se animaban a crear muebles, los yugos para los bueyes y un par de remos. Ahora querían hacer “chalupas”, como le llaman a las embarcaciones pequeñas y empezaron a espiar a los maestros de la zona.

-Oigan, cabros. ¡Váyanse de acá! Ya les dije que no les voy a enseñar nada -les decía Aroldo Muñoz.

Muñoz era un maestro carpintero de ribera muy avezado que vivía en el sector de Tres Espinos. Los hermanos Villanueva lo recuerdan como buena persona, pero celoso con sus conocimientos. Lo único que ellos querían era aprender las técnicas para poder crear sus embarcaciones. Unos kilómetros más arriba, vivía Agustín Pacheco, que recibía la visita constante de estos curiosos niños, y cuando los veía acercarse, detenía todo movimiento en su trabajo para no darles ni una idea.

-Una vez estaba haciendo una embarcación pequeña y vimos que iba midiendo con las tablas al centro y a los costados y ahí le quedaba el bote centrado, así pudimos tener ese aprendizaje -dice ahora Benito.

Las herramientas eran su punto débil. Germain, el padre, consiguió una sierra para aserrar las tablas y empezaron a probar, equivocándose la mayoría de las veces. Es un trabajo meticuloso y lento; de mucha técnica, que además requiere conocer la naturaleza para saber qué maderas serán las más adecuadas como también entender el clima, las mareas y las formas de navegación. De a poco encontraron su propia fórmula para empalmar la madera. Cuando Benito tenía 14 años lograron hacer su primera embarcación: flotaba y no le entraba agua. Desde ese entonces, nunca más pararon.

Este oficio, de tradición ancestral, viene de los pueblos origina- rios de los territorios más australes como el Lafkenche, Chono y Kawesqar que utilizaban la madera nativa proveniente de los bosques profundos. Con la invasión española, se adqui- rieron otros aprendizajes de la carpintería de ribera europea. Luego, con la llegada de inmigrantes alemanes la influencia en la construcción fue tomando tintes más industriales.

Hoy, el trabajo de los Villanueva es considerado parte del Inventario de Patrimonio Cultural Inmaterial en Chile. Es un reconocimiento a diversos saberes de los territorios que aportan identidad y tradición local. De esta forma son puestos en valor y resguardados, a través de su visibilización y articulación para una gestión pública que permita fortalecer acciones de salvaguardia.

A pesar de ello, no existe de parte del municipio o del Estado una contribución económica para apoyar esta labor, ni tampoco apoyo en términos logísticos. Con lluvia o temporal, el lugar donde se ubica el Astillero queda aislado y sólo los vehículos de mejor tracción logran, con suerte, llegar hasta la comunidad de los Villanueva. Existieron promesas para mejorar de alguna forma el camino, o bien para apoyar el recambio de tablas en mal estado del muelle del Astillero, pero no se han cumplido. La familia Villanueva resuelve estos obstáculos con sus propios recursos para seguir adelante con su práctica, y se siente agradecida por cómo ha sido objeto de propuestas culturales que difunden su trabajo.

En 2022, la compañía Teatro Periplos estrenó en espacios culturales y educativos la obra “Carpinteros”, para la cual el Astillero se encargó de construir una embarcación en ta- maño escala. “Se van a encontrar con un trozo de la historia de Valdivia y el terremoto y cómo esto va marcando la vida de esta familia. Se van a encontrar con la sabiduría que se ha for- jado en este oficio y que busca entregarse a nuevas generaciones”, dijo en una entrevista Domingo Araya, dramaturgo y fundador de Teatro Periplos.

Dos años antes de eso, en medio de la emergencia sanitaria por el COVID-19, se había presentado el relato teatral, en formato audiovisual, “Los hermanos Villanueva a las orillas del Cutipay”, por el canal de Youtube del mismo colectivo teatral, que investigó el oficio de este grupo familiar y lo llevó al lenguaje escénico, a través del teatro de máscaras y muñecos.

En los veranos de la década de los 2000 el Astillero recibía de ayudantes a las hijas de los carpinteros. Entonces Mirta Villanueva, hija de Benito, tenía 14 años y estaba aprendiendo a pintar y clavar. Quería aprender tanto como su hermana Carolina, que ya llevaba dos años trabajando a tiempo completo, como una carpintera más.

Su tía Irma, la menor de las hermanas de la familia, también estaba allí, aportando con su ingenio a la construcción de las embarcaciones que surcan por los mares, lagos y ríos desde Lebu hasta Aysén.

-Somos inteligentes, responsables y de buenas ideas, podemos ser maestras carpinteras -se decía Mirta al verse entre esas mujeres.

Hoy, Mirta tiene 37 años y trabaja en una empresa en Valdivia. En el Astillero es la contadora y se encarga de la compra de materiales y de su traslado hasta Cutipay. También se relaciona con los clientes, en su mayoría pescadores artesanales y trabajadores de turismo. Ella acompaña a su padre a todas las actividades culturales que se organizan con el Servicio Nacional del Patrimonio Cultural.

-Tenemos la esperanza de incentivar a niñas y niños, que se entusiasmen y quieran aprender. Con mis hermanas y mi hermano esperamos seguir el legado familiar- dice ahora Mirta.

Desde hace años, las mujeres de la familia cumplen un rol preponderante. Norma Atero, a sus 61 años, es la secretaria del Astillero y esposa de Benito y madre de cinco hijas e hijo. Su rol se vincula con la comunicación telefónica con los clientes desde su casa, ya que en el astillero no hay cobertura telefónica.

Bernarda Bórquez tiene 50 años, trabaja a diario aserrando junto a su esposo Nicomedes y también es quien traslada las maderas con la yunta de bueyes.

Erica Muñoz tiene 64 años y gracias a la expertiz que ganó estos últimos doce años, trabajando ahí, se encarga de dar las terminaciones (calafatear, enmasillar y pintar) a la embarcaciones que construye Emilio.

Carolina Villanueva es la hija mayor de Benito. Se crió entre maderas, aserrín y jugando en medio de los botes. Jugaba a tirar piedras para que reboten en el río en un interminable impulso. Siempre preguntaba en un infinito por qué de las herramientas, de la madera, de las mareas, de la navegación, de las aves. Su padre, con la paciencia de un océano, le contestaba, pero cuando ella iba a curiosear al Astillero, la echaba por miedo a que se accidentara. Pero esa insistencia le permitió aprender todo el saber de la carpintería de ribera.

-¿Para qué meten esos palos en ese jugo?

-Para que se doblen más fácil. ¿No tienes nada mejor que hacer?

– ¿Y los hierven?

-¿Por qué no vas a ayudar a tu mamá? Y dile a tu hermano que venga.

-Me aburro en la casa, prefiero estar aquí.
-Pero este no es lugar para una niña.

Este pequeño diálogo, es parte de una cápsula audiovisual de teatro de papel y títeres llamada “La Carpinte- rita de Ribera” otra obra creada por Teatro Periplos. Está inspirada en Carolina, que se crió con la magia de soñar a conver- tirse en carpintera de sus propios barcos.

-Al salir de 4° medio me costó mucho encontrar trabajo y mi familia me invitó a que vaya a trabajar con ellos en el astillero. De a poco me empezaron a enseñar y en un principio era solo pintar, preparar la masilla, cosas menores. Estuve cuatro años ganándome la vida y me pagaban mi sueldo. Me entregaban su conocimiento. No se guardaron nada: aprendí a cortar; usar máquinas y herramientas -dice ahora, a sus 41 años, en un café de Valdivia, ciudad donde trabaja como secretaria de un servicio público. Añora volver al Astillero.

De overol azul y un gorro de lana negro, con la cabeza gacha, Emilio Villanueva cepilla sin cesar una cuaderna, una de las costillas de la embarcación en la
que trabaja.

El Astillero está en un predio de 36 hectáreas. Hay ocho casas para los distintos grupos familiares de los Villanueva. Funciona de acuerdo a la demanda que tenga y a las personas disponibles para enfrentar una nueva fabricación. Las embarcaciones pueden llegar a tener una vida útil de 15 años, antes de necesitar reparación. La más grande que han confeccionado fue de 17 metros y se demoraron un año en construirla con dos personas trabajando de manera paralela en otros proyectos. Para las más pequeñas, de entre 6 a 9 metros metros de eslora, pueden demorarse un mes aproxima- damente, entre dos personas. Dependiendo de las dimensiones, se establecen sus tarifas que van desde $1.200.000 a $35.000.000 aproximadamente.

Desde que Emilio aprendió hace más de 50 años este oficio junto a sus hermanos Ernesto y Benito, no ha descansado y trabaja de manera más solitaria. En menos de 25 días tiene lista una embarcación de ocho metros.

-Este es un buen oficio, porque nunca nos ha fallado la pega, todo el año redondo; pero es un trabajo de harto detalle para que quede una embarcación de calidad. Igual los pescadores nos van diciendo qué es lo que quieren y así nosotros también vamos aprendiendo -dice mirando el río, donde se divisan los cisnes de cuello negro que llegan a la ribera a alimentarse.

Han tenido muchos y muchas ayudantes, incluso de otros países, pero nadie se queda de manera permanente. Es una preocupación latente en los Villanueva, porque van envejeciendo y de la generación posterior a los hermanos, no hay quién siga el legado desde ya.

Conscientes de la dificultad de conseguir maderas nobles que sirvan para su sustento de vida, ante la tala indiscriminada del bosque nativo, actualmente compran algunas maderas introducidas como el ciprés australiano y hasta el eucaliptus, que sirven para las partes específicas del barco, ya que no todas tienen la firmeza o la flexibilidad que se necesita.

-Existe un abuso muy grande de sacar árboles y no preocuparse por su siembra. Nosotros tenemos algunos cipreses que esperamos nos sirvan en unos años para poder ir ocupándolos para las embarcaciones; pero siempre sembrando nuevos -dice Benito.

La sabiduría que traspasa la naturaleza de los árboles y el río ha convertido a esta familia en la mayor portadora de una tradición incomparable. Ahora Benito avanza por el extenso muelle hecho por sus manos y la de sus hermanos con maderas de coigüe. Es un hombre delgado, de gran vitalidad. Su caminar pausado refleja la tranquilidad de su genio. Avanza sólo a contemplar la tarde.

Es el primer día despejado de agosto, el brillo del sol dibuja en el río el reflejo de los botes estacionados cual pintura en acuarela.

Mujeres de cara al mar

Mujeres de cara al mar

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Roberto Cadagán Delgado

-¡Una mujer! ¿Qué haces aquí? ¡Acaso no te han dicho que las mujeres en los botes son de mala suerte, son yeta!

Las palabras del viejo pescador mirando fijamente a Edith sonaron fuerte aquella tarde, quince años atrás. Ella respiró hondo y decidió guardar silencio. Sabía que necesitaba trabajar y no iba a dejar que estúpidas y anticuadas creencias se interpusieran en su camino.

La familia de Edith Rehl siempre ha estado ligada al mar. Nacida y criada en la localidad de Niebla, a 17 kilómetros de Valdivia, capital de la Región de Los Ríos, es nieta, hija, hermana y esposa de pescadores artesanales.

Por sus venas corre sangre, pero también agua de mar, salada, espesa, profunda. Entendía que los gritos de aquel viejo no iban a ir más allá de una rabieta momentánea como para marcar terreno. Y sabía de aquella creencia ancestral de origen desconocido que se ha traspasado entre generaciones de pescadores.

Sentada sobre una tabla del bote supo que esas palabras lanzadas a la mala le resbalarían, tal como las gotas de agua que corrían por su cara mientras comenzaba a manejar sus elementos de pesca.

Siguió callada, pero pronto se sumó a las labores y nadie volvió a decir nada. Sus compañeros de pesca se concentraron en sus asuntos. Total, si ella se había metido en este trabajo, ella sabría cómo enfrentarse a él.

Con el tiempo comprenderían que en el bote y en medio de la inmensidad del mar, todos y todas son iguales.

La pesca artesanal es parte del patrimonio cultural inmaterial de las comunidades costeras de la Región de Los Ríos y del país en general.

Según la Unesco, “el patrimonio cultural no se limita a monumentos y colecciones de objetos, sino que comprende también tradiciones o expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, artes del espectáculo, usos sociales, rituales, actos festivos, conocimientos y prácticas relativos a la naturaleza y el universo, y saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional”.

Este quehacer que se transmite de generación en generación, es recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad.

En esta zona, los pescadores salen todos los días al Pacífico con herramientas básicas como líneas de mar y anzuelos, nada de redes de grandes dimensiones ni de maquinarias que fomenten la depredación de los recursos naturales. Se adentran en pequeños barcos y botes en zonas costeras a no más de 10 millas de distancia, dentro de lo que se llama mar territorial.

Según la investigación “La visualización femenina en la pesca artesanal: transformaciones culturales en el sur de Chile” publicada en Polis Revista Latinoamericana, firmada por in- vestigadores de la Universidad de Los Lagos, “la división de la- bores experimentada históricamente desde la pesca artesanal, tiene su base en un sistema de división sexual del trabajo que sitúa a hombres en el espacio productivo y a mujeres en el reproductivo. La concepción de la mujer como “actor secunda- rio” debe ser revisada, debido a su importante inserción en el mercado de trabajo de proceso y actividades asociadas”.

El Registro Pesquero Artesanal que lleva el Servicio Nacional de Pesca dice que hoy, en Chile, hay 93.598 pescadores. De ese total, el 24 por ciento (22.844) son mujeres.

En la Región de Los Ríos la situación es aún más marcada: 179 mujeres pescadoras artesanales en contraposición con los 2.051 hombres. La brecha de género se produce en todas las categorías de las labores que se realizan en el mar.

Además del pescador y la pescadora artesanal en este trabajo se encuentran el buzo o mariscadora, en el caso que su actividad sea la extracción de mariscos; y también el recolector de orilla, alguero o buzo apnea, que es quien realiza las actividades de extracción, recolección o secado de recursos del mar.

Es un día martes, 5 de la mañana, la temperatura marca 3 grados, amenaza de lluvia en el invierno valdiviano.

Edith Rehl prepara las cosas que llevará en una nueva jornada de pesca. Va esta vez tras la sierra, pez que tradicionalmente ha sido producto de explotación local, pero que en los últimos días ha estado más esquivo que nunca.

La sierra abunda en las frías aguas de la Región de Los Ríos. Por décadas los pescadores la quieren dada su abundante carne y la alta demanda que genera en el mercado local. De forma alargada, de color gris y tonos oscuros azul marino, con dientes muy filosos y grandes ojos, habita en la costa chilena y puede llegar hasta los dos metros de largo.

La sierra ocupa un lugar en la cultura local. Hubo períodos en que era muy abundante y barata. Se vendía a bajos precios en la feria fluvial de Valdivia y por lo mismo, era comprada habitualmente por los sectores de más bajos recursos de la sociedad local.

De allí que antiguamente se acuñara el mote algo despectivo para referirse a los pobres como “comesierras”. A diferencia de quienes tenían más dinero que preferían el congrio, la corvina y el salmón.

Edith debe medir un metro sesenta centímetros. Tiene el cabello negro, y la piel clara, muy clara para una persona que ha estado permanentemente expuesta a las inclemencias del tiempo sureño en la mar. Usa lentes, desde pequeña, cuando se dio cuenta de que no podía ver las letras del pizarrón en la escuela.

En la cocina de su casa se mueve rápido. Prepara unos panes con mantequilla, pone a cocer unos huevos y alista su termo con el infaltable café. El vapor que sale de la tetera inunda el espacio, mira por la ventana y ve que será otra jornada muy fría. Es el mes de julio, es habitual que en esta época del año los días presenten bajas temperaturas.

No importa. Cuando se trata de salir a la pega, hay que salir nomás, piensa.

Se acomoda sus pantalones térmicos, su chomba y la chaqueta para el agua. Le hace el quite a las botas, las encuentra incómodas, prefiere sus botines, se le ajustan a sus pies, repelen el agua y los mantiene calentitos.

-Una se acostumbra a todo con tal de hacer el trabajo. No hay frío cuando se está trabajando.

Al salir, el aire helado golpea la cara de esta mujer de 48 años. No vacila en su camino al bote. La espera su marido Roberto, con quien trabaja desde que sus hijos crecieron y a él le resultaba cada vez más difícil encontrar alguien que le dé una mano para lanzar las líneas al mar. Recuerda la vez que Roberto le preguntó si quería acompañarlo a pescar al sur de Chile, allá por las Islas Huichas en la Región de Aysén. De eso ya han pasado más de 15 años.

-Al comienzo le tenía terror al mar. Fue un cambio rotundo. Tuve que dejar el miedo de lado. De a poco cuando una está arriba del bote va perdiendo los temores -dice.

Al regresar del sur, fue ella la que convenció a su marido sobre la necesidad de comprar un botecito para trabajar.

Desde entonces pescan en las aguas frente a Niebla y Corral, aunque también llegan frente a Mehuín por el norte.

Luego de un par de horas desde que salieron de la caleta, el bote ya está en el lugar donde la experiencia les indica que debe picar la sierra. Lanzan las líneas y sólo queda esperar, esperar y esperar.

Después de una larga jornada, Edith y su marido Roberto emprenderán la vuelta rumbo al embarcadero donde entregarán a los compradores el fruto de su esfuerzo.

Durante la época invernal en la Región de Los Ríos, ante los días lluviosos y con mucho viento, la Gobernación Marítima prohibe a los pescadores y pescadoras que salgan a la mar, por un tema de seguridad.

Esas jornadas en que Edith Rehl se ve obligada a permanecer en el refugio de su hogar, se le hacen largas. Reconoce que no se “halla” en casa, prefiere estar al aire libre; y entonces va a trabajar a la caleta de Niebla fileteando pescado.

Así se hace unos pesos limpiando “paños” de reineta, otro pescado apetecido por los consumidores dada su carne blanca y escasas espinas que se encuentra en la Región de Bío Bío al sur y es altamente demandada por artesanales e industriales.

Cuando no está en el bote todo es raro para Edith. En la mar ahora se siente a sus anchas. La libertad que le da el estar en medio del azul interminable del agua no lo paga nadie. Cuando la pesca está buena las horas pasan rápido; cuando no, los minutos se ponen pesados, piensa en su familia y en regresar a tierra lo más pronto posible.

-Pero me encanta. No importa la lluvia, porque uno sabe que llegando a la casa se cambiará de ropa. Lo peor es el frío. Golpea fuerte y no hay nada qué hacer, salvo tomar café y aguantar.

Esta labor ancestral en la zona es dura. En verano las jornadas suelen comenzar a las 4 de la mañana; en invierno a las 5 ó 6 ya deben estar en el bote rumbo a los caladeros. Eso hace que en temporadas malas sea una labor poco atractiva.

Es ahí cuando la fuerza de la mujer se impone.

Cuando el marido de Marsuri Águila le dijo que lo acompañara a trabajar en la pesca artesanal, ella lo pensó un instante.

Si bien toda su vida había vivido cerca del mar, no estaba acostumbrada a buscar el sustento lejos de casa y mucho menos haciendo un trabajo de hombres. Pero había que apoyar a la familia.

-Al principio íbamos aquí cerca, un poco más allá de Co- rral, a la vuelta del morro nomás. Me fui acostumbrando y me gustó la pega.

De esos comienzos ya pasaron 25 años. Hoy, a sus 54, y con una hija y un nieto, reconoce que ha sido una de las decisiones más importantes de su vida. Dio el paso de ser dueña de casa a pescadora artesanal.

Como buena mujer sureña, Marsuri tiene un carácter fuerte que la hace enfrentar con coraje los trabajos que emprende. Arriba del bote tira la línea de mano, recoge el nylon, saca los pescados y vuelve otra vez a tirar la línea. Y lo va llenando de sierras, salmones y corvinas.

Esta mañana de junio de 2023 frente a Niebla, el pequeño pedazo de madera va surcando las aguas y Marsuri es una más del equipo de pescadores. Las diferencias quedan atrás cuando de buscar el sustento se trata. Si bien ella no es una mujer grande físicamente hablando, se las arregla.

-Hemos ido a trabajar desde Mehuín por el norte, hasta Punta Galera por el sur. Las mañanas están heladas. Por eso hay que llevar su buena ropa, gorro de lana, guantes y todo lo necesario. Es difícil a veces, por el frío o porque es duro cuando está mala la cosa. Una se aburre. Allí ponemos la radio y pasamos las horas con unas buenas rancheras.

Si la jornada está difícil, Marsuri se tiende un rato en la cama ubicada en la cabina del bote. Piensa en que la pesca mejorará y logrará capturar las sierras necesarias para vender en la orilla. Ya no se marea como al comienzo.

Hay que ser valiente para salir al mar. El océano puede ser veleidoso y cambiar su aparente tranquilidad por unas olas amenazantes en cuestión de minutos. Es ahí cuando Marsuri saca fuerzas para seguir adelante.

-Ahora, si sale mucho viento no queda otra, hay que regresar nomás. La seguridad está primero. Uno tampoco se puede estar arriesgando. ¿El futuro? Yo diría que el futuro lo veo con esperanza. Me quedan fuerzas para trabajar. Hay que hacerlo nomás. Una vive de esto. No me veo en otra cosa.

Miriam Carrasco es una mujer de carácter. Ha sido así desde antes que asumiera el rol de dirigente en la Federación de Pescadores Artesanales de Mehuín de la comuna de Mariquina y en la Corporación Nacional de Mujeres de la Pesca y Actividades Conexas.

Necesitó tener esa personalidad para salir adelante como joven trabajadora en la caleta de Mehuín (75 kilómetros al norte de Valdivia), franqueada por el mar y el río Lingue. Debió encontrar esa fortaleza para sacar adelante a su familia. Y la precisó después para defender a las mujeres pescadoras.

En aquellas primeras reuniones a las que asistió como dirigente, qué importaba que al otro lado de la mesa estuvieran los representantes del Gobierno, la Seremi de Economía, la Subsecretaría de Pesca y el Servicio Nacional de Pesca, muchos de ellos varones, mirándola de ese modo.

-Teníamos que luchar por nuestros derechos y a eso iba.

Y ella contaba con el respaldo de todas sus compañeras que no solo trabajan en el mar, sino que se dedican a otras actividades como encarnadoras, charqueadoras, ahumadoras, buzos.

-Somos tan importantes como los hombres en esta actividad.

La Ley de Equidad de Género en el Sector Pesquero y Acuícola promueve la eliminación de todo tipo de discriminación y la igualdad de derechos y de oportunidades entre hombres y mujeres dentro del sector. Cuando se promulgó en el año 2021 le dio confianza a Miriam.

-Se terminó esa tontera de que una es yeta en los botes. ¡No más, poh! Todos tenemos derecho a trabajar y a subsistir. Ahora podemos postular a proyectos y que la torta se reparta 50 y 50.

Miriam se toma en serio su labor y quien la conoce de principio puede parecerle algo seria. Mide un metro setenta, lleva el cabello corto y claro. Algunas líneas de expresión en su rostro se vuelven difusas a través de un cuidado maquillaje.

Cuando trabaja viste lo más cómoda posible. Lo importante es el oficio y no el qué dirán.

-Se supone que el trabajo de la pesca se hace en conjunto con el marido que es pescador. La mujer le da un valor agregado a la pesca del día. Puede ser secando pescado, haciendo conservas, ahumando… muchas cosas.

Por las noches Miriam piensa en las gestiones que deberá hacer al día siguiente. Enfrenta las críticas y comentarios a su gestión. Sabe que al ser “rostro” de las organizaciones sociales se expone al escrutinio público, pero de nuevo: no importa.

En la tranquilidad de su hogar y rodeada de quienes la quieren seguirá adelante.

-Todos somos capaces y tenemos el derecho de salir adelante. Las mujeres somos muy importantes en la pesca artesanal y al final hay que decir que no estamos aquí para derrotar a los hombres, sino para apoyarlos y trabajar en conjunto.

Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura, sabía de esa fuerza de las mujeres pescadoras y escribió para ellas esta canción:

Niñita de pescadores
que con viento y olas puedes,
duerme pintada de conchas,
garabateada de redes.
Duerme encima de la duna
que te alza y que te crece,
oyendo la mar-nodriza
que a más loca mejor mece.
La red me llena la falda
y no me deja tenerte,
porque si rompo los nudos
será que rompo tu suerte…
Duérmete mejor que lo hacen
las que en la cuna se mecen,
la boca llena de sal
y el sueño lleno de peces.
Dos peces en las rodillas,
uno plateado en la frente
y en el pecho, bate y bate,
otro pez incandescente.

Edith Rehl ya en la tranquilidad y con el calor de su hogar abrazándola, reflexiona.

-Una hace el trabajo igual que los hombres. No hay diferencias. Al principio se tiene miedo, pero después se acostumbra. Eso sí, le tengo respeto al mar, mucho respeto.

Reconoce que no le gustaría que sus hijos se sumen a este trabajo. En algunas ocasiones, su hija e incluso su nieta, la han acompañado al mar. Ve en sus ojos el entusiasmo y el amor ante la pesca artesanal. Lo mismo refleja su mirada, pero no les desea a ellas esta vida para el futuro.

-Es una pega muy sacrificada, muy inestable. No, no quiero que hagan esto.