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Una carrera torrencial

Una carrera torrencial

Por Daniel Elgueta Villarroel

El sábado 25 de junio de 2023 a las 7 de la mañana, en el ambiente se respiraba la brisa marina, que combinada con el frío del invierno y la humedad de la lluvia intensa que había caído la noche anterior, creaban el escenario perfecto para vivir una gran aventura. Estaba por participar en una de las carreras más importantes del trail running en la selva valdiviana, al sur de Chile: la Torrencial Valdivia Trail.

Amaneció nublado, el terreno de este sector costero de Pilolcura estaba lleno de barro, y la sensación térmica era de un grado. Las corredoras y los corredores nos vimos obligados a realizar un calentamiento previo, con el objetivo de preparar al cuerpo para lo que se venía.

Contemplé el Océano Pacífico, su belleza indescriptible y el sonido de su oleaje sería una de las motivaciones para llegar pronto a la meta.

Cinco minutos antes de comenzar, y con los nervios a flor de piel, escuché que el animador de la carrera solicitaba que nos acercáramos hacia el lugar de partida. Mis zapatillas ya estaban embarradas.

Alrededor de 240 personas nos instalamos en el corral, deseosas de vivir esa experiencia de 25 kilómetros.

Mientras caían las primeras gotas de lluvia, la cuenta regresiva fue coreada por todos los corredores; en ese instante mi corazón comenzó a latir aceleradamente.

Largamos. Luego de avanzar algunos metros nos encontramos con las primeras casas de los habitantes del sector, alrededor de 35 familias que habían dado autorización para que parte de la ruta pase por sus terrenos. El recorrido iniciaba con una cuesta pedregosa de unos 5 kilómetros que estaba rodeada de árboles y arbustos nativos. Pude observarlos en detalle, pues muchos de los que no acostumbramos a trotar de forma permanente en el cerro, subimos esa parte caminando.

Ni siquiera así fue una tarea fácil, todo lo contrario, de a ratos se volvía muy complicado, y de entrada quedó claro que este tipo de desafíos requiere no tan sólo fuerza física, sino también mental. Las técnicas para distraer los pensamientos son fundamentales. Miré a los demás y encontré a muchos deportistas en la misma condición; avanzábamos como si estuviésemos en una procesión, ambiente que hizo propicio el brote de camaradería, de la nada alguien dijo un chiste y el peso pareció alivianarse.

Después de un poco más de dos kilómetros, noté cómo el cuerpo reaccionaba: el sudor bajaba de la frente hacia las cejas; además, las piernas ya estaban sufriendo el rigor del camino; y al fin empecé a sentir las manos que tenía dormidas por el frío intenso. Ya estábamos a una buena altura, se podía apreciar mejor el paisaje verdoso, y ver a lo lejos la belleza del mar.

El camino no estaba fácil, en la cuesta nos amontonamos, había mucha piedra, las piernas realizaban un mayor esfuerzo; entonces decidí subir por las orillas, que era un terreno más plano aunque un poco más resbaladizo.

La decisión fue totalmente personal, había quienes se impulsaban con las piedras para avanzar, pero no todas estaban firmes, y en un contexto donde todavía había camino que subir, muchos me siguieron.

El tiempo corría, y yo también trataba de hacerlo, pero era un reto tremendo mantenerse con un trote sostenido en una cuesta que era cada vez más pronunciada. Mi pecho estaba agitado, el barro impedía que me moviera con facilidad, mis zapatillas tampoco tenían el suficiente agarre para hacerle frente a lo resbaloso del camino.

Nuestro alrededor estaba lleno de árboles nativos, una hermosura; sin embargo en este proceso de subir el cerro, la mirada muchas veces apuntaba hacia el suelo para verificar dónde dar el siguiente paso.

El primer objetivo de la mañana era llegar al punto de abastecimiento que se encontraba ubicado en el sector de Pililin, a 633 metros sobre el nivel del mar, y el punto más alto de la ruta. Pero antes de aquello, la naturaleza nos entregó un respiro, pues al continuar por el sendero, rodeado de piedras y una vegetación exuberante, me encontré con un descenso muy técnico, lleno de roquerío, ramas, y fango, que a pesar de su dificultad, disfruté al máximo, porque me permitió aumentar la velocidad de la zancada. El viento refrescante que me rozó fue un premio al esfuerzo realizado.

Cuando se terminó ese pequeño descenso descubrí un riachuelo correntoso. En su cauce había piedras grandes que sirvieron como puente para cruzarlo.

Con los pies mojados y las piernas cubiertas de barro, la trayectoria continuaba con interminables cuestas, acompañada de una frondosa selva. Tal como dice el maratonista valdiviano Rubén Gajardo, a diferencia de una carrera que se realiza en la calle, “el tiempo en el cerro no lo puedes controlar”, entonces, lo mejor que podía hacer, era disfrutar cada situación que presentaba la naturaleza.

El bosque y el barro ya formaban parte de mi hábitat; la fuerza de voluntad y la paciencia fueron claves para seguir hacia adelante, y las sensaciones corporales mi mejor reloj para medir la velocidad. Con ese impulso, llegué al primer lugar de abastecimiento donde abundaba la comida e hidratación para renovar energías. Confié que en esa pausa también podría analizar la estrategia que utilizaría en el resto del trayecto.

-¿Cómo estás? -me preguntó una amiga que encontré allí. – Raja -respondí.
Es un término chileno que en palabras simples significa estar muy cansado. Comí unos trozos de membrillo, un puñado de maní y tomé un vaso de Coca Cola. Cuando sentí que me encontraba en condiciones de continuar, respiré profundo y comencé la siguiente etapa.

Ahora el suelo era una piscina de barro; el sonido del chapoteo se volvió cortina musical. El terreno estaba lleno de árboles caídos, obstáculos naturales que hicieron más interesante este tramo.

La intensidad se acentuó con una bajada que empecé a correr con mucho entusiasmo; eran 4 kilómetros aproximada- mente. Mi corazón latía más fuerte, en aquella inclinación nega- tiva la velocidad de carrera aumentó, a tal punto que no había

espacio para la desconcentración. Las piernas iban apretadas, la mirada puesta en el suelo para no tropezar, los brazos abiertos para tener más equilibrio, y una sonrisa de emoción por la adrenalina que estaba viviendo.

La hermosura del sendero nos regalaba una mixtura de árboles que nos cubrieron del sol que cerca de la 11 de la mañana comenzó a aparecer.

Había una corredora que estaba delante mío y era muy rápida para descender. Atrás me seguían más participantes que buscaban adelantarme, pero como el lugar era muy estrecho, la única alternativa de superar a alguien era cediéndole el paso.

El objetivo en esta parte vertiginosa del camino era llegar a Villa Quitaqui, un sector donde había una planicie de contornos con diferentes tipos de verde, tanto en el pasto como en las hojas de los árboles. Logré divisar también una serie de cerros, que estaban por sobre el bosque, creando una maravillosa vista para el corredor; además, había un pequeño puente de madera sólidamente construido, por donde pasan automóviles que trasladan a las personas que por ahí viven. Pensé qué increíble que en medio de un lugar paradisíaco vivieran familias que optan por construir su historia alejados de la ciudad.

Había avanzado 11 kilómetros, era casi media mañana, el calor aumentaba como si estuviésemos en primavera. Me empecé a acercar a un desvío donde un banderillero indicaba que debía doblar hacia la derecha. Continué ese sendero de pasto, había vacas que observaban detenidamente mientras masticaban su alimento y no supe si esa mirada era de curiosidad o de compasión: quizá sabían lo que nos esperaba unos metros más allá.

Encontré un sendero con inclinación positiva, un sector estrecho rodeado de arbustos. El barro era interminable, la fatiga se acentuaba, y cada vez me costaba más levantar las piernas para subir algún peldaño de piedra.

Cuando aparecieron los primeros signos de deshidratación, fue necesario negociar con la mente, ponerse metas pequeñas, ir avanzando paso a paso y sin desesperación. Eso me ayudó en gran parte a sortear los momentos difíciles del circuito. Sin embargo, hay un factor súper importante, que es la solidaridad del resto de los competidores. Una palabra de aliento, un sorbo de agua, o algún fruto seco nunca se niega, y vaya que se agradece.

Quedaban algunos metros por subir, y las ganas de llegar pronto al próximo punto de hidratación se hacían desesperantes. Para este tipo de deporte, además de la preparación física, es fundamental fortalecer el espíritu. La próxima ruta que se avecinaba era el parque Oncol, y me imaginaba agua en el desierto, porque significaba en primera instancia que ya quedaba poco, que había superado las partes más complicadas. O al menos eso yo creía.

Cuando ingresé al parque, tenía la sensación de que las piernas me pesaban mucho más de lo común. Sin embargo, avanzar no era tan dificultoso, porque gran parte del trayecto era plano. En este ambiente, la fauna se escucha, no siempre se ve, es así como mientras corría por esta maravilla natural el silbido del Chucao fue una compañía perfecta.

Continué por la ruta, y prontamente encontré lo que tanto estaba buscando: el segundo punto de abastecimiento.

Cuando regresé a la carrera me sentía mejor. En ruta, me encontré con corredores que participaban de distancias más largas: 60 y 100 kilómetros. Muchos habían partido durante la noche o la madrugada anterior. Pensé que si ellos eran capaces de llegar a la recta final, qué más podía quedarme a mí que corría mucho menos.

Esa reflexión me sirvió para avanzar dos kilómetros, pero mientras corría con una velocidad entusiasta, un dolor progresivo se fue apoderando de mi muslo derecho, que prontamente se transformó en un calambre intenso. Me detuve a elongar para que el músculo retomara su posición. Dos personas que estaban visitando el parque se acercaron para ofrecerme socorro y ánimo, pues mi cara de frustración lo decía todo. Los corredores que venían detrás de mí pasaban no sin antes darme una palabra de ánimo. Logré contabilizar por lo menos nueve personas que se adelantaron en esos casi 10 minutos que estuve detenido.

Quedaban pocos kilómetros para llegar a la meta y no me iba a rendir a esas alturas. Volví a la marcha.

El parque Oncol tiene 2509 hectáreas de una belleza incomparable, se encuentra a 28 kilómetros de Valdivia y está ubicado entre el Océano Pacífico y el Santuario de la Naturaleza Carlos Anwandter. Correr en sus inmediaciones fue un verdadero lujo.

En medio del bosque, con el cuerpo cansado y a pocos kilómetros de llegar a la meta, me pregunté: ¿por qué vuelvo voluntariamente a esta carrera que se organiza en medio de la selva y en pleno invierno? Quizás por la buena onda que hay en el ambiente, por las ganas de vivir algo distinto; por “el deseo de volver a ser niño y meterte al barro o mojarte sin culpa”, fue la respuesta que me dio uno de los organizadores de esta carrera, César Scotti.

Sea cual sea el motivo, la cuestión es que 1700 corredores de diferentes partes del país y el continente se congregaron a participar en una las 8 distancias disponibles de esta carrera, que van desde los 6 hasta los 100 kilómetros, distribuidas en tres días, de acuerdo a lo señalado por la Corporación Deportiva Nimbus Outdoor, que está a cargo de esta actividad.

El día permanecía estable, hacía rato que ya no sentía frío, no había gente alrededor mío; es muy habitual en las carreras de trail que algún tramo lo recorras solo.

Al llegar a la entrada de Oncol comenzó la trayectoria final hacia la playa de Pilolcura. Fue emocionante, pero también de mucha ansiedad; se acercaba el momento de descender y las piernas debían tener la fuerza y coordinación necesaria para resistir el último reto de la jornada.

Avancé algunos metros y encontré una pradera muy amplia y verde, con arbustos dispersos y montañas alrededor. La ruta era amigable. A lo lejos divisé un grupo de corderos: me estaba acercando a la zona poblada de Pilolcura. En aquel sitio viven varias familias que con cercos hechos con alambre y palos dividen sus territorios, pero durante la carrera estaban abiertos para que la prueba de Torrencial pudiera realizarse sin ningún inconveniente.

Poco a poco la inmensidad de la pradera se fue desvaneciendo. Ingresé en un sendero estrecho con árboles en ambos lados del camino. Era necesario cerrar un poco los brazos para avanzar, pues había un permanente roce con ramas, hojas y una que otra espina. Después vino otro sendero de bosque frondoso con unos árboles muy antiguos de gran altura que son una fuente inagotable de oxígeno.

Aún no se sentía el sonido del mar, pero ya me lo imaginaba.

Para las carreras de trail se requiere de un equipo especial que permita enfrentar de mejor forma la diversidad de terrenos por donde transitas; es decir, zapatillas con un buen agarre, una mochila donde se pueda llevar hidratación personal, alimentos, una manta térmica en caso de que haya bajas temperaturas, un silbato de auxilio por si te pierdes. Afortunadamente, no tuve que usar ningún implemento para urgencias, pero muchas veces estuve cerca de hacerlo, pues mis zapatillas no contaban con el agarre suficiente.

Ahora el terreno era un cerro zigzagueante en descenso, lo que no me permitía ir despacio. La presión en ese momento era grande, el desafío estaba en no caer, y vaya que era difícil lograrlo. Más aún considerando que continuaba transitando por senderos con poco espacio y muy resbalosos.

Luego de cruzar un portón de alambre y avanzar algunos metros, desde las alturas logré divisar el mar de Pilolcura: la alegría fue inexplicable. Tenía claro que aún quedaban unos 4 kilómetros. Pero ya estaba ahí, superando mis límites y terminando una distancia mayor a las que había hecho antes. Llevaba más de tres horas y media de competencia. Me sentía un vencedor.

Al continuar el descenso ya se veían las casas. El océano pacífico en su esplendor se lucía en el paisaje. Y se divisaban automóviles estacionados.

Eran cerca de las 13, quedaban los últimos 600 metros de carrera. Se hicieron eternos. El camino era plano, la primera parte de pavimento, los últimos metros eran de un barro fresco, más una gran poza que esquivé por la orilla. A lo lejos escuché el grito de aliento de un amigo que me inspiró a correr más rápido y quemar los últimos cartuchos de energía que me quedaban. El locutor anunció mi llegada nombrando mi número de dorsal, y crucé el arco de meta después de 4 horas exactas de carrera.

No podía estar más feliz por lograr el objetivo, sin embargo, el cuerpo terminó exhausto después del esfuerzo. Pero a esas alturas nada importó. En la carpa que estaba habilitada para que los corredores puedan descansar disfruté de una sopaipilla hecha por las personas oriundas de Pilolcura y de una cerveza artesanal valdiviana: el broche de oro de una jornada inolvidable.

Ensayo histórico: El valor del orgullo valdiviano

Ensayo histórico: El valor del orgullo valdiviano

Por Marcelo Patroni Prado

En los años ‘90, en plena lucha por recuperar el estatus de región que se perdió en 1974 durante el segundo año de la dictadura de Pinochet, el ex rector de la Universidad Austral de Chile, Carlos Amtmann, publicó un artículo en el que definió como “orgullo valdiviano” el sentimiento aglutinador que permitía a los hombres y mujeres de esta zona mantener con vida la demanda por lograr la anhelada nueva región.

Ese orgullo valdiviano se forjó en los más de 500 años de historia que han transcurrido desde la fundación de la ciudad, e incluso desde antes, gracias a la herencia de los huilliche que habitaban este territorio antes de la llegada de los españoles.

Valdivia fue siempre un territorio de especial importancia para los asentamientos humanos, el intercambio de mercaderías, la navegación y la defensa, características que han permitido a la ciudad jugar un rol fundamental en el desarrollo del sur del país.

Esa impronta fue la que hizo que, desde el primer minuto, todas las fuerzas valdivianas rechazaran, con convicción y valentía, la decisión de la dictadura militar de incorporar a la provincia de Valdivia, contra natura, en la antigua región de Los Lagos.

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Los orígenes de la ciudad se remontan a la existencia del Ainil, la actual Valdivia, donde por cientos de años se han instalado asentamientos humanos que desde sus orígenes han utilizado la cuenca del río Ainilebo para establecer sistemas de producción de alimento, transporte y defensa.

Estas características fueron consideradas en 1552 por el conquistador Pedro de Valdivia para fundar en ese mismo lugar la ciudad de Santa María la Blanca de Valdivia.

El historiador y antropólogo chileno José Bengoa, citado en el “Estudio para el Fortalecimiento de la Identidad Regional (2010)”, plantea que los asentamientos humanos en la región de Los Ríos se han localizado históricamente -desde hace alrededor de 9 mil años, según registros arqueológico- en torno a los cursos y cuerpos de agua de los sectores de Chan Chan, Tringlo y Marifilo.

Juan de Cárdenas, escribano de Pedro de Valdivia, narra el descubrimiento de Valdivia por la expedición del capitán Juan Bautista Pastene en un documento del 22 de septiembre de 1544: “Venimos navegando costa a costa hasta un río grande llamado Ainilebo -Valdivia- y a la boca de él está un gran pueblo que se llama Ainil y está a la altura de treinta y nueve grados y dos tercios. Aquí pusimos nombre a este río, el río y puerto de Valdivia. Desde el mar de Alderete toma posesión de la tierra por el rey y Gobernador Pedro de Valdivia… y de la isla que cerca de allí vimos, que se llamaba Guiguacabin -Mancera-, a la boca de un río grande llamado Collecu -Tornagaleones- donde tiene su casa y guaca, que es su adoratorio, el cacique y gran señor llamado Leochengo y del dicho cacique e indios de aquella provincia”.

El párrafo anterior, extraído del libro Historia de Valdivia, del sacerdote e historiador Gabriel Guarda Geywitz, demuestra que Valdivia, incluso antes de ser fundada, ha tenido una relevancia estratégica para el desarrollo territorial y humano, lo que se constata desde los primeros emplazamientos de poblaciones mapuche-huilliche en la zona conocida como el Pikunwijimapu, que se extendía desde el sur del río Toltén hasta el norte del río Bueno. Además, desde ese momento, ya existía una suerte de nobleza y dignidad entre los habitantes de la zona.

En el mismo texto, Guarda cita al historiador valdiviano Vicente Carvallo y Goyeneche, quien da cuenta de las acciones de Pedro de Valdivia al fundar la ciudad: “Levantó un fortín para su defensa; señaló sitios para las casas del ayuntamiento, parroquia, hospital y convento de los regulares. Se deja entender así de los vestigios que todavía permanecen y de algunas memorias de capellanías y otras obras vías que se conservan en el Archivo Episcopal de la ciudad de La Imperial”.

En 1571, Valdivia tenía una población de 230 españoles, la segunda ciudad más importante del reino después de Santiago que tenía 350, muy distante de los 170 de La Imperial, 150 de La Concepción y Los Confines, 130 de Osorno, 120 de Villarrica y 80 de La Serena.

Sin embargo, la naturaleza no tardó en destruir lo que los españoles habían creado: en 1575, un terremoto echó por tierra las ciudades de Villarrica, Imperial, Valdivia, Osorno y Castro, siendo Valdivia epicentro de la tragedia.

Mariño de Lobera, militar y cronista español que participó en la Conquista de Chile, fue testigo presencial del hecho y dejó un relato en su obra Crónica del Reino de Chile: “Sucedió, pues, en 16 de diciembre, viernes de las cuatro témporas de Santa Lucía, día de apisisión (SIC) de luna, hora y media antes de la noche, que todos descuidados de tal desastre, comenzó a temblar la tierra con gran rumor y estruendo, yendo siempre el terremoto en aumento, sin cesar de hacer daño, derribando tejados, techumbres y paredes con tanto espanto de la gente que estaban atónitos y fuera de sí de ver un caso tan extraordinario”.

Lentamente, la ciudad fue reconstruida y hasta fines del siglo XVI Valdivia goza de cierta prosperidad que la destaca del resto de las ciudades del reino de Chile, producto de la actividad económica derivada de la explotación de las minas de oro y de las ventajas de transporte que permitía la red fluvial.

La tranquilidad de la zona comienza a romperse luego de la victoria mapuche en 1598, hecho que los cronistas españoles llamaron el Desastre de Curalaba. Desde la perspectiva del pueblo mapuche, ésta es una de las acciones bélicas más recordadas y reconocidas por su heroísmo y simbolismo hasta el día de hoy, pues consistió en la total aniquilación de una columna comandada por el gobernador de Chile, Martín Oñez de Loyola, a manos de las tropas mapuche dirigidas por los toqui Pelantrarü, Huaiquimilla y Anganamön.

Este hecho derivó en el avance de los guerreros nativos hacia el sur del país, dando paso a la Destrucción de las Siete Ciudades, período en que uno a uno fueron cayendo los poblados fundados por las fuerzas españolas. Valdivia fue destruida el 24 de noviembre de 1599.

En esas circunstancias, el sur del reino de Chile estaba expuesto al ataque de corsarios y armadas enemigas. Y así llegamos a 1643, cuando la ciudad, prácticamente abandonada, cayó en manos de una expedición holandesa al mando del almirante Enrique Brouwer. El 7 de agosto muere el almirante Brower y es sucedido por Elías Herkmans, ex gobernador de Parahíba, quien llega al puerto de Corral el 24 de agosto. Dos días después arriban a Valdivia, siendo recibidos por las tribus de la zona con gran curiosidad, ya que prácticamente por 40 años no habían divisado invasores europeos.

La ocupación no prosperó debido a que las poblaciones mapuche, que en un primer momento vieron con buenos ojos la llegada de estos holandeses “enemigos” de la corona española, al final optaron por no apoyar el acuerdo que les proponían: aportar alimentos y guerreros para marchar al norte y expulsar a los conquistadores españoles.

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Al advertir que sus dominios en América fácilmente podían ser atacadosporelsur,lacoronaespañolainicióen1645laconstrucción de baterías y fuertes en la bahía de Corral, siguiendo las órdenes del virrey del Perú y marqués de Mancera, Pedro Toledo y Leyva.

Valdivia reconstruida se hizo inexpugnable y se con- virtió en el Gibraltar Americano. Si una embarcación extraña se acercaba, podía ser atacada por los cañones tornagaleones esparcidos por toda la bahía.

La primera mitad del siglo XVIII fue particularmente compleja para la plaza de Valdivia, producto de diversas calamidades que la azotaron. Una hambruna, un terremoto, tres incendios y la peste hicieron estragos en la ciudad, sumado a la inestabilidad que siempre generaba el estado permanente de guerra contra el pueblo mapuche.

En 1818, con el triunfo del Ejército Libertador se logra la independencia de Chile de la corona española y se comienza a trabajar en la construcción de la nueva república. Sin embargo, en 1820, todavía la zona de Valdivia se mantenía bajo el control hispano.

Es en ese contexto, cuando se registra la Toma de Valdivia, gracias a la astucia del marino escocés Lord Thomas Cochrane, quien mandatado por el gobierno chileno bajo el mando del director Supremo, Bernardo O’Higgins, logró tomar posesión de la bahía de Corral al izar la bandera española en la goleta Moctezuma y tomar prisionero al perito del puerto, quien abordó la embarcación con todos los mapas de los fuertes. Esta acción permitió la dominación por tierra de las diferentes defensas y el castillo de Corral, lo que marca la incorporación del territorio de Valdivia a la república de Chile y la huida de las huestes españolas hacia la isla de Chiloé.

Sin embargo, no es hasta el 30 de agosto de 1826, tras la promulgación de las llamadas “Leyes Federales”, cuando nace la provincia de Valdivia, siendo una de las ocho que conformaban el territorio nacional junto a Coquimbo, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Maule, Concepción y Chiloé.

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En el libro “Los industriales alemanes en Valdivia”, publicado por la Universidad Católica de Chile en 1999, Patricio Bernedo expone los difíciles momentos que atravesó la región de Valdivia desde la expulsión de los españoles hasta la llegada de los primeros colonos alemanes, período que se caracterizó por “una continua decadencia económica y social. Por una parte, las guerras de la independencia prácticamente aniquilaron sus principales capacidades productivas, ya que Valdivia fue utilizada como centro de aprovisionamiento por parte de las tropas realistas”.

Valdivia, tras la instalación de la República, no se encontraba en un muy buen pie, situación que era similar en territorios ubicados hacia el sur. Ello llevó al gobierno de la época, encabezado por Manuel Bulnes, a diseñar un ambicioso programa de poblamiento del sur del país, que se conoció como Colonización alemana.

El encargado del gobierno para llevar adelante esa tarea, Vicente Pérez Rosales, en su obra Recuerdos del Pasado, da cuenta de los pormenores de dicha empresa. El llamado Agente de Colonización de Valdivia es muy claro al señalar las precarias condiciones en las que se encontraba la zona antes de la llegada de los alemanes.

“Llegamos a Valdivia. ¡Santo Dios! Si el fundador de aquel pueblo, por arte diabólico o encanto, me hubiese acompañado en este viaje, de seguro que habría vuelto para atrás lanzando excomuniones contra la incuria de sus descuidadísimos bizchoznos”, escribe Pérez Rosales.

En este contexto histórico, en 1850 Valdivia recibe los primeros inmigrantes alemanes, que arribaron al puerto de Corral en el bergantín Hermann, con lo que comienza un floreciente periodo de desarrollo económico, cultural e intelectual, empujado por el influjo germano que hizo de Valdivia y sus alrededores un territorio fértil para la llegada de científicos como Rodulfo Phillipi y de grandes personalidades como Karl Andwandter, reforzando el sentimiento de orgullo en los valdivianos.

El desarrollo industrial de la cervecería, las curtiembres, los astilleros, las destilerías de alcohol, las compañías de navegación y las asociaciones de valores generaron un enorme impacto en la economía local, gracias al aumento en la demanda de diversos insumos como lúpulo, cebada, cuero y acero, y a la generación de cientos de fuentes laborales que tuvieron su período de gloria entre 1850 y el inicio de la Primera Guerra Mundial.

El texto de Patricio Bernedo nos permite conocer lo que ocurría en Valdivia con la colonización alemana: “Diez años hacía que habíamos visitado por última vez Valdivia, i desde esa época es notabilísimo el progreso alcanzado por la ciudad. En parte, puede decirse, que se ha transformado. El desarrollo de las industrias y el movimiento comercial han seguido el mismo progresivo impulso. Refléjase fielmente ese movimiento en el servicio fluvial del transporte de pasajeros i mercaderías”.

Con los años, continúa la floreciente actividad económica en la zona. En 1906 nace la primera industria siderúrgica de Chile, Los Altos Hornos de Corral, cuando se constituye -ante un notario de Francia- la Societé Hauts Fourmeaux Forges et Acieries du Chili. Las obras culminan en febrero de 1910, tras arduos trabajos de instalación que terminaron con el montaje de dos hornos de fundición de 24 metros de altura.

Para la década del ‘50 del siglo pasado, Valdivia se ha transformado en una de las ciudades más importantes del país, proceso de crecimiento que se coronó con la creación en 1954 de la Universidad Austral de Chile (Uach), como respuesta a los intentos de la Universidad de Chile de instalar una sede en la ciudad. La Uach sin duda es parte del patrimonio valdiviano y una obra que enorgullece a los nacidos en estas tierras.

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En 1960 Valdivia y sus comunas vecinas vivían una época de apogeo, que se terminó cuando la naturaleza golpeó con fuerza el sur de Chile. Todo se vino abajo a las 15:11 horas del domingo 22 de mayo de 1960 debido a un cataclismo 9,5 grados -el más potente registrado instrumentalmente en la historia de la humanidad- que azotó la tierra desde Talca hasta Chiloé, dejando un manto de destrucción y muerte. Fueron 10 minutos eternos de agonía, en un hecho que hasta el día de hoy está vivo en la memoria de los habitantes del sur del país.

Luego vino un maremoto que cubrió con una ola de 8 metros el puerto de Corral y todas las localidades costeras desde la península de Arauco hasta la península de Taitao. El agua destruyó todo lo que había quedado en pie después del terremoto. Se calcula que murieron más de 1.600 personas, hubo 3 mil heridos y 2 millones quedaron sin hogar en el sur del país, según datos del Servicio Geológico de Estados Unidos. Las réplicas mantuvieron en vilo a la población hasta que una nueva mala noticia se esparció como una plaga por las zamarreadas casas valdivianas: el derrumbe de los cerros había provocado tres tacos que impedían el desagüe del lago Riñihue, amenazando a todos los poblados ubicados aguas abajo del río San Pedro.

Una titánica tarea, encabezada por el ingeniero Raúl Sáez y secundada por cientos de obreros, permitió superar la situación. Pala a pala fueron sacando el barro hasta que lograron que el agua fluyera río abajo, salvando así decenas de poblados que estaban en riesgo de desaparecer por la fuerza del torrente estancado, entre ellos, Valdivia.

Los días posteriores al terremoto fueron dramáticos y los valdivianos tuvieron que trabajar durante décadas para reconstruir la ciudad, la infraestructura vial, los sistemas productivos, las escuelas y hospitales, para retomar la vida en una nueva realidad, proceso doloroso que dejó una huella indeleble a todo el quehacer valdiviano.

Tal como antes lo hicieron los huilliche al enfrentar a los españoles desde su llegada a mediados del siglo XVI; tal como lo hicieron los conquistadores españoles al reconstruir la ciudad y defenderse tanto de los mapuche como de holandeses desde 1552 hasta principios del siglo XIX; tal como lo hicieron las huestes criollas en 1820 al enfrentar al ejército realista; tal como lo hicieron los colonos alemanes al instalarse en un territorio nuevo y desconocido hace más de 150 años, y tal como lo hicieron en 1960 los valdivianos para levantarse después del terremoto, en 1974 los habitantes de esta zona se mantuvieron firmes y unidos en su orgullo para defender su derecho a ser una región autónoma, avalada por 500 años de historia.

Este recorrido por la historia de Valdivia y su gente le da sentido a la expresión del ex rector Amtmann, de orgullo valdiviano, es decir, ese sentimiento de identidad con el territorio, con la tradición, con el modo de ser, que forma parte de la impronta que ha caracterizado a los habitantes de esta zona a lo largo del tiempo, producto de catástrofes, incendios, hambrunas, terremotos y malas decisiones políticas.

Fue ese mismo sello el que llevó a decenas de valdivianos y valdivianas a luchar por 33 años para recuperar el estatus de región que se perdió en 1974, tras una decisión impuesta a la fuerza por la dictadura militar, que dejó a los habitantes de esta tierra con el orgullo herido y a la provincia de Valdivia incluida a la fuerza, como vagón de cola, en la antigua región de Los Lagos.

El 2 de octubre de 2007 se instala la región de Los Ríos, encabezada por el entonces intendente Iván Flores. Con ello, comienza la vida de un nuevo territorio, cuya historia aún la estamos escribiendo.

Rucaklen, la escuela rural que resiste

Rucaklen, la escuela rural que resiste

Por Carla Lorena Iglesias Fernández

Es temprano y llueve en la comuna de Lanco. Los autos se menean con el viento por la carretera que une Lanco y Panguipulli. A la altura del kilómetro 14, por la ruta T-125, se ve el letrero verde: Puquiñe. Es la ruta directa al único camino, mitad asfalto, mitad ripio y tierra, que permite llegar a la escuela Rucaklen.

Desde la entrada de Puquiñe hasta la escuela son ocho kilómetros. La tierra se ha convertido en barro y se puede ver maquinaria -detenida por la lluvia- que después de muchos años asfaltará el camino completo.

Para una comunidad como la del Lof Külche Mapu de Lumaco que, en parte, se ha hecho fuerte y forjado su identidad por las características aisladas de su territorio, el asfaltado se acepta como cediendo a algo inevitable. El pavimento trae nostalgias de costumbres que tendrán que abandonar: las caminatas de los padres con sus hijos a la escuela, la tranquilidad por los autos que no exceden la velocidad, los animales cruzando por el camino, el sonido de la carreta a caballo. La comunidad teme, además, que la gente al ver estos adelantos se vuelque en la búsqueda de un progreso económico sin sentido, un auto, un auto mejor, un auto mejor que el del vecino, dejando de lado “lo otro”.

Lo “otro” es profundo, es por lo que el cuerpo docente de Rucaklen y la comunidad de Lumaco aún no bajan sus brazos: un proyecto educativo que les permita fortalecer su cosmovisión mapuche en todo el territorio.

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Segundo Huanquil guarda en su memoria la historia de los inicios de la escuela, instalada en los años ‘50 en uno de los fundos que ocupa aún territorio mapuche, el Fundo Nuevo. Sus tíos estudiaron allí y fueron testigos de su traslado. Integrantes de la comunidad que madereaban en el fundo armaron las tablas y luego las trasladaron a Lof Külche Mapu y empezaron la construcción donde actualmente está la cancha de la escuela. El 5 de septiembre de 1979 finalizó su reconstrucción y fue bautizada como “Rucaklen”. Antes de ello, como quien busca encajar, tuvo diversos nombres: Escuela Fiscal, Escuela Las Vertientes del Futuro Nuevo, Escuela fiscal N°199 y N°122. Segundo recuerda que a sus ocho años se empinó entre sus compañeros para ver a los soldados que llegaron a la escuela para el acto de inauguración. Los militares iban con sus uniformes verdes y el brillo de sus instrumentos despertaba la curiosidad de los alumnos. Ahora no sabe si tanto lustre a los zapatos que ha dedicado su madre fue suficiente para la solemnidad de esos hombres que, en fila perfecta, con inmensos instrumentos entre sus manos, se pararon rígidos y comenzaron la melodía marcial: “Cesó el tronar de cañones, las trincheras están silentes y por los caminos del norte, vuelven los batallones, vuelven los escuadrones, a Chile y a sus viejos amores”.

Finalizaban los años ‘70 en Chile y eran tiempos difíciles para los mapuche, aún se hablaba de araucanos y españoles en los textos escolares y la dictadura usaba sus métodos de hostigamiento, silenciamiento, muerte y tortura. Métodos que hicieron mella en el pueblo mapuche y que en gran medida fueron la causa de la pérdida de la práctica del mapuzungun. “Sólo con el hecho de que nombraran mi apellido, me avergonzaba”, dice Segundo.

Segundo Huanquil trabaja desde hace siete años como auxiliar de la escuela Rucaklen. Amable y sonriente, de estatura media, se desplaza con energía y humildad, saludando a los niños y niñas que conoce desde siempre. En la década del ‘70, cuando estudió aquí mismo, el establecimiento era sólo una sala. Sus dos hijos mayores también son exalumnos, pero ya están en el liceo y aún le queda por criar al menor de dos años, que espera, en un futuro no tan lejano, ande correteando con otros niños por Rucaklen.

“La escuela ha recibido a muchísimos integrantes de la comunidad, la mayoría han sido alumnos, y los que no, apoderados o se apegan a la escuela desde la comunidad, a través del Guillatún, el Wetripantu y el Ayllarrehuen”, dice Segundo, y se para a recibir una camioneta que ha llegado con materiales donados para la construcción de una esperada bodega. Una bodega que nunca logró recursos públicos, y que servirá para habilitar uno de los baños que cumplía esa función. El director, profesores y algunos apoderados le siguen, sumándose a la cuadrilla.

Para Segundo Huanquil es imposible separar su trabajo en la escuela de su lugar en la comunidad. Aunque de pequeño temía decir su apellido, la fuerza de los loncos lo impulsó a abrazar su identidad. Desde los 18 años ha sido dirigente y ha peleado activamente por la recuperación de las tierras que ocupan las forestales, ubicadas en lugares de sitios ceremoniales y donde nacen las aguas que alimentan el territorio. Desde el 2011, organizados a través de trawunes, tomas de camino y controles territoriales, el Lof Külche Mapu, no cede ante la ocupación de sus terrenos y las plantaciones de monocultivo.

-Hoy mis hijos van al liceo y se sienten orgullosos. Adonde van dicen su nombre y su apellido completos -se enorgullece.

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No importa que lo digan y señalen organismos de relevancia y renombre como la Unesco. No importa que existan más de 900 lenguas en el mundo en peligro de extinción y que el mapuzungun sea una de ellas, una lengua en situación de resistencia. El sentimiento de luchar contra la corriente es inevitable.

En Chile sólo el 10 por ciento de los mapuche habla el mapuzugun y apenas otro 10 por ciento lo entiende, mientras que el resto no tiene ninguna noción del idioma. De las 70 familias que componen el Lof Külche Mapu, sólo 15 personas hablan mapuzungun y la mayor parte de ellas superan los 50 años. Rucaklen, en la actualidad, cuenta con dos hablantes, su director, Oscar Millalef, quien además es kimeltuchefe (profesor) y werken de la comunidad (mensajero entre lonkos), y el kimeltuchefe, Álvaro Huentecura.

Finalizaba el año 2019 y Álvaro caminaba por las calles de Nueva Imperial en la Región de La Araucanía. Miraba con detención las casas, las chimeneas y el puente ferroviario que admiró tantas veces con sus hermanos, y aunque sabía que no era una despedida definitiva, hizo un balance de su vida, con la ilusión del nuevo desafío al que se dirigía. Preparó sus maletas y las cerró pensando en las personas que conoció en Lumaco en el último Ayllallerwen de la escuela. Se visualizó ya en la sala de clases escribiendo en la pizarra y preguntando a los niños si repetía la explicación. Como hablante joven de mapuzungun, imaginó algunos diálogos que podría sostener con los lonkos y pensó cómo le afectaría el cambio de una escuela urbana a una sumergida en la naturaleza y desconectada de la ciudad.

Pocas horas después empezó a hacer realidad su sueño.

No debe pasar de los 30 años. Alto y muy serio, no se sale ni un milímetro del papel de docente y aunque nunca se imaginó que a poco llegar a Rucaklen una pandemia cambiaría las formas de enseñar, cree que la experiencia ha valido la pena. Se han retomado las clases presenciales y Huentecura escribe en el pizarrón y se sienta con los alumnos a leer y a trabajar en sus avances y dificultades.

Sus padres eran hablantes de mapuzungun, pero como a la mayoría de los niños y niñas mapuche de su generación, no le transmitieron la lengua a ninguno de sus hijos.

-El saber mapuzungun en algún minuto fue sancionado en las escuelas, en el mundo social, en la ciudad, en los diferentes espacios donde la gente mapuche interactuaba.

Como niño, Álvaro nunca lo sospechó; como joven fue buscando su identidad, descubriendo un valor en su lengua materna, llenando un vacío; y como adulto tomó cartas en el asunto: se inició en el aprendizaje de su lengua a los 18 años y decidió que su tarea también sería enseñarla.

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Oscar Millalef, en su rol de profesor, se inclina en los bancos de sus pichiqueches, en un curso que integra tres grados: cuarto, quinto y sexto básico. La pizarra y los objetivos se triplican, y el trabajo se concentra en las multiplicaciones de uno y dos dígitos y en las ecuaciones de primer grado. Los niños y niñas preguntan, contestan, salen a la pizarra. Oscar les insiste en que le expliquen el proceso, a ver ¿cómo llegaron a ese resultado? Recorre cada banco revisando los ejercicios y piensa en mapuzungun metodologías que algún día espera aplicar para matemáticas en esta clase.

Ese es el deseo del profesor y director Millalef: superar el currículum único, en el que todavía no tienen cabida los saberes culturales mapuche.

-Queremos un curriculum donde se encuentren situados los alumnos, con contenidos del mundo Aymará, Mapuche, Kawésqar y todos los pueblos originarios del país, aplicados no sólo al contexto rural, sino también al urbano.

Millalef mira a sus alumnos en la clase y vuelve a ser niño también en esa misma escuela. Tiene 10 años y es 18 de septiembre. Infaltable el izamiento de la bandera chilena y el cielo azulado del himno nacional. Oscar está feliz y nervioso porque tiene que bailar cueca, es el mejor cuequero de su cur- so y le gusta. Después de muchos años conocerá el purrún, el baile de su pueblo. Sus colegas lo molestarán: “De campeón de cueca a werken de la comunidad”. Y entre broma y broma, esa verdad que no fue un sufrimiento en sus días escolares le deja un sabor amargo, pero también una luz de esperanza reflejada en ese escolar desvinculado de su cosmovisión hasta el hombre mapuche que hoy con sus 35 años es uno de los hablantes más jóvenes de su comunidad, director de la escuela, kimeltuchefe y werken.

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Es noviembre de 2019, el sol no deja de brillar y la escuela y la comunidad del Lof Külche Mapu se hacen una. Un gran toldo se extiende en uno de los extremos del terreno de la comunidad y bajo él mesones y bancas están ya listas para compartir el desayuno con los visitantes: catutos, sopaipillas, mate, queso, mermelada.

Los niños y niñas que integran las delegaciones escolares de escuelas de Malalhue y Antilhue están ansiosos. Los de Rucaklen como anfitriones, también. Se quiebra el hielo entre los visitantes y los locales. Inician un partido de palín.

Se abre la feria y diversos stands alrededor de la comunidad exponen sus oficios ancestrales: tejido en ñocha, tallado en madera, cerámica en greda, tejido a telar, juegos mapuche, comida tradicional y construcción de rucas. Los kimeltuchefes hacen demostraciones de sus oficios y después dejan que los pichiqueches intenten. Unos pisan mote, otros amasan la greda o prueban con el tejido en el witral. Se siente la alegría y la libertad en el lof. Es que ha llegado la tercera versión del Ayllarewen: una instancia de hace 150 años que el equipo de la escuela y la comunidad han rescatado en su propia versión, para fortalecer la revitalización de saberes y oficios de la cultura mapuche. En el Ayllarewen se reunían nueve lof o comunidades del territorio, que durante igual número de días reflexionaban y dialogaban sobre diversos temas, como las normas de convivencia entre las familias y las normas de respeto hacia la naturaleza, dedicando también dos o tres días a enseñar los oficios mapuche, convocando para ello a los kimeltuchefes o maestros sabios en una materia.

Sayen Balladares Compayante tiene 9 años, va en cuarto grado, sus largas trenzas negras resaltan entre los pompones verdes y su trarilonco de plata. Mira a la cámara que registra la actividad de la escuela y sin timidez alguna dice: “Cuando los profesores hacen estas actividades nos permiten conocer lo que hacían nuestros antepasados mapuche. Yo me quedé ayudando a la maestra del taller de greda, ojalá en todas las escuelas se hiciera para que conocieran lo que somos los mapuche”.

El encuentro intergeneracional se repite desde el 2016 y no por casualidad. Es una estrategia. La escuela ha bajado su matrícula y los profesores temen que su destino sea desaparecer. La comunidad y sobre todo un grupo de jóvenes ven en esta instancia la oportunidad de concretar el proyecto intercultural -más allá de las posibilidades que entrega el programa Intercultural Bilingüe del Ministerio de Educación- y atraer a las familias con un proyecto vivo, que las identifique y las integre.

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Susana Compayante trabaja en la escuela, suele llegar temprano a Rucaklen. Junto a ella también sus hijas Rocío y Karla, quienes son parte del alumnado. En su recorrido por la escuela al terminar la mañana se escucha: “¡Tía Susana! no quie- ro almorzar, no me gusta la ensalada ¡Tía Susana! mañana no podré venir! ¡Tía Susana! ¿Hoy ensayamos el purrún? ¡Tía Susana!, ¿podemos poner la tele en el almuerzo?”. Eso, sólo por parte de los alumnos. Los profesores y apoderados también tienen sus propias demandas.

Después de estudiar seis años en Rucaklen, a los once años Susana ingresó a estudiar al internado de Malalhue. En su primer día de clases tenía el corazón apretado y las manos transpiradas. Esa jornada fue en extremo larga y rodeada de niñas que no conocía. No quería entrar al dormitorio, diez camarotes en una pieza. Pero su amiga María Luisa, quien era más grande y también venía de Lumaco, la motivó y la acompañó. Se metió a la cama, pero sus piernas quedaron atrapadas. Las sabanitas cortas y huevos duros entre medio de la cama fueron algunos métodos de recibimiento que en su experiencia de niña Susana no comprendió, se entristeció, pero no se dejó intimidar. Al cabo del tiempo hizo amigas y descubrió que sus padres eran amigos de los padres de sus compañeras. Comenzaron a compartir en los Wetripantu y dependiendo de la localidad en la que se hicieran, Susana atendía a sus compañeras, o sus compañeras atendían a Susana. Las diferencias quedaron saldadas, nada que una larga noche al lado del fogón y bajo las estrellas no pudieran resolver.

Susana cursó un año de Pedagogía General Básica en la Universidad Católica de Temuco, es líder en su lof desde la juventud y una de las hijas de Manuel Compayante Aburto, dirigente y fundador de la comunidad jurídica de Lumaco y actual lonko del lof Külche Mapu. Todas razones por las que los dirigentes la invitaron a integrar el proyecto educativo de Rucaklen.

Sentada en la sala multiuso, prepara el libreto para el próximo acto de la escuela. Va escribiendo los saludos, donde el nombre de cada lonco queda consignado. Un agradecimiento para el equipo docente, y el infaltable saludo a los apoderados: “sin ustedes el proyecto de la escuela no tiene sentido”. Se levanta para servirse un café y continuar con la tarea. Está dudosa de poner lo que sigue en libreto. Lo ha dicho tantas veces en reuniones de profesores, pero lo escribe igual, ella siente que la escuchan y esta es una oportunidad: “Tenemos que ser mapuche en estos días y no en el pasado, sin cerrarnos al evangélico, al católico, o al que aún no ha fortalecido su identidad mapuche. Tenemos que ser conscientes de la responsabilidad inmensa de transmitir los saberes de nuestros antepasados, de motivar y no de imponer a las nuevas generaciones el aprender la lengua mapuche”.

Susana termina el libreto, pero no queda conforme. Se para por otro café y reflexiona en voz baja: “Cómo les digo que lo que tenemos que hacer es resistir y navegar contra la corriente, algo que sabemos hacer mejor que nadie desde hace centenares de años”.

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Francisca le va sacando notas a su bajo, ensaya con Los Prisioneros: “estás llorando y no haces nada…aaaaa, por comprender a nadie excepto a tiiiii..iiii…”. Es julio de 2023 y no queda nada para que parta de gira a Osorno como integrante de la Banda Latinoamericana del Liceo Camilo Henríquez de Lanco. “Sólo vamos algunos, los que no faltamos nunca”, dice. Está en primero medio. Le quedan sólo 5 minutos para que el furgón pase por ella, y salga de Lumaco a Puquiñe y luego en dirección al liceo. Se sube y se abraza con sus dos amigas ex compañeras de la Escuela Rucaklen. Es un momento importante, ya no están en el mismo curso, pero compartieron de primero a sexto en Rucaklen y luego en la escuela evangélica Maranata, los estudios de séptimo a octavo. Han recorrido juntas mucho camino.

“Francisca Wuenuray Compayante Olivera”, dice Francisca cuando le preguntan su nombre. “Wuenuray significa Flor del Cielo. Wuenu es cielo y Ray viene de Rayen que significa flor”, explica. Su sonrisa le hace honor a su nombre, a flor de piel. Recién termina la jornada de la mañana y Francisca almuerza con sus compañeros de curso, hoy se queda porque tiene ensayo. “En Rucaklen descubrí mi pasión por la música”. Tiene un sinfín de recuerdos buenos de la “escuelita”, como le dice a Rucaklen, pero nada como poder sacarle melodías al bajo. Se sabe algunas mapuche, pero ensaya con la música latinoamericana que toca en la banda.

Los sábados Francisca asiste al taller de mapuzungun que el profesor Guillermo Jaque dicta en Puquiñe. Desde pequeña intentó aprender su lengua. “Me metí al taller porque más que un hobby es una necesidad el querer aprenderlo”. Cuando camina hacia la sede de Puquiñe, Francisca Wenuray se imagina entendiendo lo que el lonko va a decir en el próximo guillatún, y si ahora se siente gente de la tierra cree que cuando aprenda podrá comprender y sentir muchísimo mejor lo que eso significa.

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Sayen Balladadres Compayante se inició en el audiovisual a través de talleres que el Campamento de Cine Pichikeche de Lanco, realizó en Rucaklen. Desde que descubrió que con un celular se pueden hacer animaciones, no ha dejado de hacer intentos y aprender del lenguaje cinematográfico. Está ahora preparando todo para su viaje a Valparaíso, allí compartirá con otros cineastas jóvenes que fueron seleccionados para el Festival Ojo de Pescado.

En su pieza, con un resfrío que le ha afectado hasta la voz, Sayen mira en su celular videos de animé. Va en tercero medio del Liceo Camilo Henríquez. Sus largas trenzas negras han sido reemplazadas por pelo corto y teñido amarillo. Es cineasta joven y su último cortometraje ha sido seleccionado para el festival internacional de Cine Ojos de Pescado. El corto “¿Alkütufuimi pu aliwen ñi zugu?» muestra la historia de una niña mapuche que lucha contra la tristeza de la muerte de su madre y la aceptación de su cultura. 15 años tiene Sayen, cinco años desde que egresó de Rucaklen.

Si bien sus acciones inmediatas están puestas en Valparaíso y en su cortometraje, sus planes son de largo aliento: “Estoy haciendo cosas para dejar marca en el liceo.” No para de dibujar y representar el mundo a su manera. Para la especialidad de construcciones metálicas está haciendo una reja con forma de telaraña para proteger las ventanas de su colegio. Recuperándose en su cama, piensa en cómo será la experiencia en Valparaíso, cuando muchos jóvenes como ella vean a través de su corto parte de su mundo, un mundo que representa con fantasía y realidad a la vez, con contradicciones, con espíritus que enseñan y con plantas que crecen en la cabeza, representando las emociones.

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Es julio de 2023 y la bandera mapuche flamea en el frente de la escuela Rucaklen, la lluvia no cesa, por tercer día consecutivo. El patio está embarrado, pero los niños y niñas corren y dan vueltas sin importar que salpique. Desde su entrada, de dos puertas anchas, se observa la cancha de fútbol y, al lado izquierdo, la Iglesia Católica. Por el camino de tierra pasa uno que otro auto y un poquito más allá el terreno se hace cada vez más irregular, huellas empinadas, pequeños valles y rincones entre cerros. Se escucha cómo corre el agua en los esteros provenientes del río Leufucade y el sonido del vaivén de las hojas de añosos árboles nativos, como la luma. Algunos troncos imponentes descansan en los terrenos y el viento susurra en mapuzungun: “Lumaco”, que se traduce como: “Agua de las lumas”.

El helicóptero que anticipó la muerte

El helicóptero que anticipó la muerte

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Juan Yilorm Martínez

Hasta esta mañana del 12 de septiembre de 1973, nunca nada había bajado desde el aire con tal fuerza que pudiera sacudir los ganchos de los árboles. Algo tan fuerte como el ruido de las turbinas de la nave y esas aspas rotando, capaces de podar de cuajo las ramas de los imponentes hualles. No hubo antes una situación como ésa que los habitantes del lugar recordaran haber visto, tan provocadora de espanto. Los cañones de las ametralladoras apuntan hacia tierra, los tripulantes desafían la altura con las puertas abiertas del helicóptero militar. Las aves y los animales domésticos corren asustados, de un lado a otro hasta chocar con los límites del gallinero y el corral. Sólo dos niñas inquietas e inocentes miran la escena sin temor.

Los trabajadores de la Sección Quebrada Honda no tienen exacta claridad de lo que sucede en Chile desde el día anterior. Las noticias sobre los alcances del derrocamiento de Salvador Allende aún no llegan a la región.

Para llegar a Quebrada Honda se deben caminar varios kilómetros desde Puerto Fuy, cruzando el puente sobre el río del mismo nombre que desciende rápido y caudaloso, dejando atrás el Lago Pirehueico. El aserradero y la sección El Depósito, conforman un enclave del Complejo Forestal y Maderero de Panguipulli (COFOMAP).

Rudemir Saavedra es jefe en esa sección. Ida Sepúlveda Miranda, su esposa, se ocupa de la crianza de tres hijos pequeños, lleva en su vientre al cuarto.

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En los inicios de los años 70, en aquel rincón de la montaña de espeso bosque nativo se impulsaba el desafío del “buen trabajo”, con el cual se buscaba aumentar la producción del COFOMAP, empresa gestionada por sus trabajadores desde su creación en octubre de 1971.

Desde entonces, la realidad para los trabajadores no era la misma que la vivida durante años previos, sin respeto, ni derechos, ni futuro.

El historiador Robinson Silva Hidalgo, docente de la Universidad Austral de Chile, desde una posición analítica observa que, en el caso de los bosques del sur se venía dando una situación similar a la de las salitreras nortinas, en cuanto a las formas de explotación hacia los trabajadores.

-Era zonas de paternalismo industrial donde se vivía sólo para trabajar. Todas tus fuerzas, toda tu energía estaban disponibles para trabajar. El patrón cumplía contigo pagándole un salario en fichas o vales, poniendo una pulpería a disposición, no permitía el ahorro de los trabajadores -dice.

A partir de los años 30 los empresarios comenzaron a adueñarse del territorio mapuche-huilliche en el sur. Instalaron pequeños aserraderos y empezaron a llevar gente. “No trabajaban con los mapuches de la zona, lo que hacían era traer gente ‘enganchada’ igual que en las salitreras. Los sometían al mismo régimen de paternalismo que impedía a la gente poder sindicalizarse, manteniéndolas además muy empobrecidas”, agrega el historiador.

En ese clima laboral, luchando por el sustento diario, vivían Humberto Sepúlveda y Eledina Miranda en el fundo Paimún, uno de los 15 predios con los cuales se estructuraba el COFOMAP. Allí había nacido su hija Ida, en el año 1949. Su abuelo materno, Eduardo Miranda, daba trabajo a familiares, con un pequeño aserradero móvil.

En la escuela Los Colonos, distante del hogar, Ida inició su educación primaria. Más tarde, mucho más lejos, llegó a la escuela de monjas de Liquiñe, donde transcurrió el resto de su enseñanza primaria. Allí conoció a Yolanda Ávila, con quien comenzó una bella amistad infantil. El destino las volvería a encontrar años después, en un hecho dramático.

Los desplazamientos de los trabajadores en esos anchos territorios eran permanentes en la búsqueda de un trabajo mejor remunerado. Los movimientos de los mayores generaban una permanente inestabilidad en los grupos familiares.

-Donde llegábamos había que mejorar la rancha que se nos entregaba. Los patrones daban la pulpería y llevaban lo que se les antojaba. Escuchaba a los mayores que nunca sacaban plata, siempre tope a tope el sueldo y lo que había que pagar en la pulpería. Haber tenido un abuelo comunista incubó mi descontento social desde muy joven. Veía tantas injusticias, no entendía por qué mis padres tenían que estar bajo el yugo del patrón -repasa Ida ahora.

Así recuerda las condiciones materiales en las que vivió el campesinado en Chile durante décadas, sin más objetivo que proteger a la familia con el sustento y vestuario básico. Lo “subjetivo” no era lo primordial; lejos o desconocido estaba el valor de la organización.

Otro desplazamiento familiar la llevó a un nuevo destino en 1965: el Fundo Enco. Dos años más tarde, Ida con 17 años contrajo matrimonio con Rudemir Saavedra, quien tenía 23.

Rudemir venía de Montes Azules, en La Unión, y militaba en el Partido Comunista.

-Nos conocimos en Enco. Rudemir pensaba que la Reforma Agraria podría permitir la expropiación de predios mal o poco explotados. “Si sale Allende será nuestra oportunidad para cambiar nuestro futuro”, me decía optimista.

De Enco partieron al fundo Pilmaiquén para llegar posteriormente a Pirehueico.

Saavedra, como llama Ida a Rudemir, dio un giro en su militancia política al ingresar a las filas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Llegó a ser dirigente sindical, para más tarde ser elegido por sus compañeros como jefe de Sección en Quebrada Honda.

Su tarea tenía que ver con los trabajadores del aserradero, con los que laboraban en la montaña, con el despacho de madera, con la distribución de elementos de seguridad. Múltiples responsabilidades para un joven de 29 años.

En aquellos años, los trabajadores alcanzaban un nivel superior de conciencia y organización. El primer paso era sindicalizarse, luego adherir a las ideas de transformación social que comenzaron a irradiarse en los campos gracias a la presencia de cuadros políticos que subieron a la cordillera para aportar a la formación integral de la gente.

El profesor Robinson Silva lo confirma: “Lo que pasó con el Complejo fue un momento de independencia, de autonomía de los trabajadores respecto a ese régimen de opresión en que vivían. No hay que olvidarlo nunca, fue algo inaudito, nunca visto; pasar de un pago por fichas a tener representantes en el Directorio de la empresa en un breve tiempo”.

Pero la experiencia no pudo durar: transcurrido dos meses de la fracasada insurrección militar conocida como el Tanquetazo del 29 de junio de 1973 -que incluyó fuerzas blindadas apuntando hacia La Moneda-, llegaría el alba del martes 11 de septiembre. Ese día cambiaría la historia de Chile y radicalmente la de los trabajadores del Complejo Forestal y Maderero de Panguipulli.

Unas horas después, un helicóptero sobrevolaría la zona.

***

Lo que más faltó esa mañana del 12 de septiembre fueron noticias. Rudemir, recorrió Neltume en busca de novedades. -Derrocaron al Gobierno, al Presidente lo mataron, bombardearon La Moneda -le dijo Ida.

Recuerda que le contó lo que había escuchado por Radio Cooperativa y Radio Moscú,: que habían tomado el Poder, que había una tremenda matanza en Santiago.

-Los pacos nos jugaron mal, estamos perdidos -le dijo él.

Ese día Rudemir regresó muy tarde al hogar, cerca de las 4 de la mañana, con visible semblante de preocupación y derrota después de ir hasta el retén de Carabineros de Neltume para pedir explicaciones.

-Fueron ingenuos al ir para defender el Complejo y al Presidente. Desde el retén les dispararon de adentro hacia afuera. Los compañeros no eran guerrilleros -dice Ida esta mañana de agosto mientras rememora esos tiempos.

A la una de la tarde de aquel 12 de septiembre apareció entre los árboles el helicóptero. La casa de Ida y su marido fue rodeada por militares y carabineros. Lo buscaban a Rudemir.

-No hizo más que salir y recibió un fuerte culatazo que le hizo saltar su sombrero. Temí que le iban a disparar en presencia de las pequeñitas. Destrozaron una pequeña oficina del aserradero. A golpes lo subieron al helicóptero del que había bajado Correa, jefe de la Sección El Depósito. Lo llevaron al fundo Pilmaiquén, para que entregase a los compañeros.

Testigos aseguran que no dió nombres, provocando la ira de sus captores.

-Aquí no hay nadie del MIR, todos los que están aquí son trabajadores. El único mirista que está aquí soy yo -dijo ensangrentado.

Ida dice que su prima, Cremilda Mellado Miranda, escuchó que a su marido lo llevaban amarrado y mal herido. Trató de socorrerlo acercándose a él. La retiraron a empujones. Un anciano de Pilmaiquén, después le contó lo mal que lo vio. Su padre, en Enco, presenció la misma escena: el mismo interrogatorio, la misma golpiza, culatazos en la espalda, en la cintura, en la cabeza.

María Obando era una niña en el año ‘73, su padre era fogonero en el aserradero del fundo Pilmaiquén. Ahora refrenda lo ocurrido con el helicóptero a su paso por el predio. “Ahí llegaron a puro apalear, agarraban a chicos y grandes. A Rudemir lo andaban trayendo solo, rodeado de milicos. Mal herido lo vimos por última vez. Le habían sacado uñitas de las manos”, asegura.

Nelson Teodoro, adolescente en ese período, relata lo duro que fue el maltrato a la gente desde el 12 de septiembre.

-Muchos detenidos eran colgados con la cabeza hacia abajo desde los helicópteros para hundirlos cada cierto tiempo en las heladas aguas del Lago Pirehueico o el río Fuy.

Nelson hace referencia al conocido submarino de que hablan los manuales de tortura.

La estadística asegura que la actual región de Los Ríos tuvo la cuarta incidencia en casos de ejecución política y desaparición de personas después de la Metropolitana, Valparaíso y Bío-Bío, teniendo su explicación en los tres casos masivos de ejecución y desaparición de trabajadores ocurridos durante octubre del ‘73’: Chihuío, Liquiñe y Neltume.

Ida permaneció refugiada algunos días en su casa, hasta después del 18, apoyada por sus vecinos más cercanos. El jefe de una patrulla militar la alertó que seguir allí colocaba en riesgo su vida. “Váyase, es peligroso que siga aquí”, frase que aún plantea una interrogante: ¿Un efectivo militar con rasgos de humanidad envuelto en la barbarie desatada en esos campos?

Había que dejar Quebrada Honda. Era el primer paso de un desplazamiento forzado. Ida se retiró del lugar con lo puesto, junto a sus pequeños: Eledina de 5, Fabiola de 3, Sady de un año. Un camión forestal la acercó al fundo Enco, geográficamente muy distante, donde estaban sus padres. Ahí llegó para recibir consuelo, y dejar a los hijos más pequeños, y partió con la mayor a buscar noticias de su compañero. Veinticuatro horas de viaje la llevaron a Valdivia.

En los regimientos, comisarías y la prisión de Isla Teja la negativa de entregar información era concertada. Nadie, en ningún cuartel policial se salía del libreto: “No lo conocemos, no está aquí”.

Luego de una infructuosa búsqueda por recintos militares y policiales, también fue necesario dirigirse a La Unión, 70 kilómetros al sur de Valdivia. Debía contactar a los padres de su compañero para informarles de su detención y posterior desaparición.

La noche del día 4 de octubre, en casa de sus suegros, a través de una emisora local escucharon que Rudemir Saavedra Bahamondez había sido fusilado junto a otros ocho compañeros del Complejo y dos dirigentes del MIR que vivían en Valdivia: Fernando Krauss y René Barrientos.

Por la zona había pasado la Caravana de la Muerte con Arellano Stark a la cabeza.

Gregorio Liendo, marido de su amiga de infancia, Yolanda Ávila, había muerto el día anterior en el paredón de la Unidad de Comandos, a la entrada sur de la ciudad. Yolanda, al igual que Ida, también estaba embarazada.

El regreso a Valdivia fue veloz. El mismo 5 de octubre en compañía de su suegra, buscó los restos del esposo para velarlo en algún lugar, lo que resultó imposible, ya que los militares lo habían enterrado en una improvisada sepultura en el patio 12, a la entrada del Cementerio Municipal junto a sus compañeros de martirio.

Desde ese día nunca más se separó del cementerio.

-Después de 10 años cuando pretendían llevar los restos a una fosa común lo trasladamos a la tumba de mi abuelo. Años más tarde realizamos una nueva exhumación para trasladarlo al sitio que tuve que comprar, para su descanso definitivo.

Ejecutados, desaparecidos, presos, expulsados de sus viviendas, sumaban centenares los últimos meses del año ‘73.

Valdivia sería el nuevo escenario de la vida de Ida. Se estableció como allegada en los modestos hogares de dos tías que vivían en una población obrera cercana a calle Holzapfel.

La familia sufrió el rigor dictatorial. Su padre fue dete- nido, luego expulsado del Complejo. Con esfuerzo, junto a su mujer, logró levantar una rancha en las afueras de Panguipulli, lo mismo que otros centenares de víctimas del silencioso desplazamiento forzado.

***

En 1984, nació en clandestinidad la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos de Valdivia, organizada con mucha va- lentía por Elisa del Carmen Hernández y Manuel Barrientos, familiares de los miristas asesinados ese año: Raúl Barrientos Matamala, Rogelio Tapia de la Puente y Juan José Boncompte Andreu. Jovencita se integró Margot Inostroza, buscando justicia para su hermano asesinado. Actualmente es la tesorera de la Agrupación. Ida se acercó al organismo a inicios de 1990.

La organización funcionó durante 18 años sin una sede. En 2004, gracias al ministro don Luis Bates, logró un lugar. En 2008 la Casa de la Memoria se trasladó al inmueble de Pérez Rosales 764, donde sigue funcionando. Un inmueble que carga una penosa historia ya que fue un centro clandestino de detención y tortura de la dictadura.

En 15 años, la Casa de la Memoria y los Derechos Humanos, se convirtió en un lugar de actividad permanente. Lanzamientos de libros; encuentros culturales y políticos en el frontis o en el patio del inmueble; seminarios y jornadas de información; lugar de visita de estudiantes que llegan con profe- sores a conocer la historia; punto de reunión de organizaciones sociales que la solicitan; y sede de encuentros nacionales de las agrupaciones de familiares, son las instancias más recurrentes.

En su interior se han inspirado muchos proyectos, los más importantes dieron lugar a los Sitios de Memoria de Neltume, de Chihuío, el emplazado en el Cementerio de Valdivia, Llancahue y Maiquillahue.

***

El caso Neltume es conocido nacional e internacionalmente gracias al juez Juan Guzmán, quien con minucioso trabajo pudo llegar a la verdad de estos crímenes de lesa humanidad. Aquello motivó a las viudas de Rudemir Saavedra y José Gregorio Liendo a emprender en 1998 una querella judicial.

Después de 24 años de lento recorrido entre los laberintos judiciales con varios de los culpables fallecidos, un tercer fallo fechado el 16 de junio de 2023 aumentó las sentencias de algunos asesinos y elevó a la condición de culpable a uno de los más cercanos colaboradores militares de Pinochet: Santiago Arturo Ariel de Jesús Sinclair Oyaneder, condenando a 18 años de prisión por su responsabilidad directa en los ilícitos.

-Esto es tardío, llega cuando las esperanzas estaban perdidas, pero trae algo de tranquilidad esclareciendo la verdad y dejando establecida la presencia de la Caravana de la Muerte en Valdivia, con los crímenes ocurridos entre el 3 y 31 de octubre de 1973 -reflexiona Ida.

Después de 50 años de abandonar el lugar, en julio de 2023 Ida volvió a Quebrada Honda. El paso del tiempo se refleja en su andar lento, en el brillo de sus canas. Ya nada es igual. Los accesos están custodiados, rodeados de lujosos hoteles y residencias. No hay huellas de lo que fue su hogar. Menos del aserradero que allí existió.

Los ruidos del silencio, profundos en el bosque, apagan esta vez el violento recuerdo de esa aeronave que surcó los cielos llevándose a Rudemir.

El agua limpia

El agua limpia

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Carolina Jaramilllo Jélvez

En enero del 2014 María Poveda toma el bus en Valdivia para llegar a Mariquina. Son las 10 de la mañana, el día está despejado y no hay prisa. María no está convencida, pero su vecina Raquel Barría insistió en la aventura de conocer el Sanatorio Santa Elisa.

-Llegamos a mediodía, me pidieron algunos datos y luego con otras señoras fuimos a recorrer la huerta. Después nos llevaron a almorzar a un gran salón –dice ahora María.

A sus 82 años, no recuerda detalles de la casa, pero sí el momento del baño reponedor.

-Me puse traje de baño y me llevaron a una pieza donde había una tina con agua muy perfumada. Me metí a regañadientes porque noté que el agua estaba blanca y tuve asco, pero después sentí que mi cuerpo no se podía mover. Por fin, estaba relajada –recuerda con nostalgia María.

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El Valle de Marikuga, territorio de 10 linajes, habitado en su origen por Williches y Lafquenches, es hoy conocido como San José de la Mariquina. Fue fundado el 7 de diciembre de 1850 por el presidente Manuel Bulnes.

Décadas más tarde retornaron misiones de Franciscanos, Jesuitas y Capuchinos con el objetivo de “enseñar la fe” y mejorar la vida del pueblo. Entre ellos, el capuchino monseñor Guido Beck proveniente de Ramberga, Alemania.

Beck era un hombre ilustrado con estudios de teología y conocimientos de la “Terapia Kneipp”. Convenció de la idea de un “Sanatorio” a Gustavo Exss, alcalde y empresario de la época.

El plan fue perfecto: Beck puso a disposición parte de los terrenos de la diócesis, el alcalde adquirió la propiedad faltante y la donó a la congregación; en suma, una manzana completa para la construcción de un centro de terapia holística.

El Capuchino pensó en un espacio para dar hospedaje a los monjes de la orden y sacerdotes extranjeros que retornaban cansados luego de misionar por largos periodos en la Araucanía y la costa de Mariquina, zonas con población mapuche.

En cambio, el edil deseaba abrir las puertas a la comunidad porque en esos años no había hospital en Mariquina y la gente tenía que viajar largas horas para llegar a Valdivia.

El 27 de noviembre de 1935 comenzó su funcionamiento el Sanatorio Santa Elisa. Recibió su nombre en honor a Elisa Mendoza, esposa del alcalde Exss. En su etapa inicial, se efectuaron terapias a misioneros, sacerdotes y religiosas. Más tarde, abrió sus puertas a la comunidad. Los sueños de Beck y Exss, fusionados.

El concepto de instalar medicina alternativa en la comuna fue otro cuento. De hecho, nadie se enteró quién era Sebastián Kneipp hasta varias décadas después. Mientras tanto, fueron las monjas quienes se encargaron de transmitir que el uso del agua fresca podía curar diversas enfermedades.

Con el paso del tiempo, en el año 2015 el método Kneipp fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO por ser una técnica transmitida de generación en generación y por su importante aporte al desarrollo de la sociedad.

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Durante las primeras décadas la casona estuvo a cargo de sor Edigna y las hermanas de la Santa Cruz provenientes de Alemania y Suiza. Pronto la alta demanda por la terapia Kneipp, que combina el uso del agua, nutrición, fitoterapia y la espiritualidad, traspasó los límites de Mariquina.

Visitantes de diversos puntos del país e incluso del extranjero viajaban al “Sanatorium” para internarse por un periodo mínimo de 15 días bajo el cuidado de dieciocho hermanas bávaras y un equipo de diecisiete jóvenes señoritas. Fue un espacio marcado por el género femenino.

Los aquejados deseaban curar los puños del tiempo, la melancolía o el cansancio; otros, tratar dolencias al hígado, estómago o simplemente disfrutar de experiencias sensoriales y alimentos orgánicos que allí, con tanto cariño, entregaban.

En aquellos años, los pacientes o curiosos debían viajar largas horas en tren, auto o bus, para finalmente atravesar el río Cruces en bote. Posteriormente, en los años 1930, con la construcción del puente de una vía, la conectividad facilitó el acceso a Mariquina.

Santa Elisa fue un punto de encuentro para la sanación y en épocas festivas como navidad y año nuevo, un lugar para las celebraciones donde las risas y brindis, contrastaba con el misticismo de los villancicos que anunciaban el nacimiento de Jesús. El momento más esperado era el ritual de la comida.

Las monjas se vestían de gala y preparaban menúes especiales aprovechando los ingredientes de la huerta y especias, Mostraban su talento que ratificaba el porqué del popular dicho “manos de monja”.

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Para María Poveda encontrar el sanatorio es fácil. Es una casona alemana ubicada en un sector céntrico de Mariquina, al borde del río Cruces. Su estructura es de madera noble, tiene numerosas ventanas y puertas que conectan el silencio de los pasillos.

Las paredes interiores son de color blanco, sus pisos de madera tienen el brillo de la limpieza, y cuenta con grandes ventanales de cuadrículas. Las sesenta habitaciones están repartidas entre la planta baja y el segundo piso, algunas individuales y otras familiares, con baño privado o compartido y un modesto mobiliario integrado por un ropero, escritorio y asiento. Para que más.

El jardín evoca todavía las manos de las monjas: delicado, aromático y encantador. Ideal para un paseo matutino para encontrar respuestas o simplemente disfrutar del aire. La tierra removida conserva vestigios de una huerta y árboles frutales sobreviven sin secreto de confesión.

-Aquella tarde fuimos a la huerta. Había chalota, cilantro, manzanilla, menta, zanahoria y otras plantas que no recuerdo su nombre. Pedí a una de las señoritas que me regalara una patilla y terminé con una bolsa llena de esquejes -dice María.

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Es otoño del año 1979.
Lucy Rodríguez Leveque despierta. El rayo del amanecer cruza su ventana y anuncia la nueva jornada. Pronto, empieza a sentir las caminatas de las religiosas, quienes en marcha solemne se dirigen a la primera actividad: rezar.

En forma paralela, las señoritas comienzan con las actividades de la casona. El crepitar de la leña convoca a hornear el pan y preparar la típica repostería alemana.

El ajetreo sigue con la recolección de huevos, leche, verduras y frutas para los jugos matutinos. Otro grupo de personas se encarga de verificar los signos vitales y la presión arterial de los pensionistas, y definir qué tipo de alimentación es la más adecuada para ese día.

-El desayuno era servido en la habitación, siendo uno de los momentos más esperados; el aroma del pan recién horneado, el café con leche fresca, el dulce y delicado olor de la mermelada, impregnaba de felicidad a los visitantes -recuerda Lucy.

Ella trabajó 30 años “puertas adentro” en el Sanatorio. Llegó cuando tenía apenas 17 años en 1976.

-La vida era intensa, pero no por ello menos amena o entretenida. Ingresaba a trabajar a las siete de la mañana y cuando llegaba la noche y los huéspedes terminaban sus terapias, me retiraba a descansar.

Uno de los tratamientos más solicitados era el “Guz”, que consistía en chorros de agua fría y caliente con distinta presión en el cuerpo. También los baños en las tinas eran muy cotizados. En éstas se esparcían romero, eucalipto, lavanda, y otras hierbas medicinales para aliviar contracturas, dolores musculares y mejorar la circulación de la sangre.

-La terapia se realizaba durante 20 minutos, el sonido de una alarma avisaba que se debía salir de la bañera, sin embargo, antes de poner los pies en el suelo, debían rociar sus extremidades inferiores con agua fría hasta la altura de las rodillas en tres oportunidades –repasa Lucy.

El típico orden, limpieza y visión de las religiosas, mantuvo al sanatorio como un lugar organizado y un espacio de aprendizaje donde los empleados podían aprender recetas alemanas, cultivar la tierra y uso de hierbas medicinales y de otros métodos en los que el agua era sagrada.

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Consuelo Vásquez trabaja en la Seremi de Educación en Valdivia. Es oriunda de Mariquina y prefiere viajar todos los días los 48 kilómetros que separan ambas ciudades antes que cambiar su pueblo.

Vive en la calle Godofredo Mera a media cuadra del Sanatorio. Cuando era niña siempre tuvo curiosidad de entrar a esa “casa Alemana” de majestuosos jardines. “Era un lugar misterioso”.

La típica curiosidad infantil, la llevó más de una vez a desviar sus ojos cuando la puerta estaba abierta. Las monjas con sus atuendos hasta los tobillos y cofia blanca eran como personajes de cuentos.

-Tenía unos 5 años la primera vez que entré, acompañé a mi abuela a ver unos familiares. Era como un mundo mágico, lleno de plantas, todo ordenado, todas vestidas de blanco. Las cosas eran muy bonitas y había un olor a hierbas, inolvidable a pesar de los años -dice Consuelo ahora a sus 55 años.

En el Sanatorio no permitían el ingreso a los niños y niñas, pero Consuelo tuvo suerte porque su abuela y su mamá gozaban de una amistad con las monjas.

A los 7 años comenzó a ir los domingos a la misa de las 9.30 en la capilla del Sanatorio. Con su hermana Fabiola se instalaban en la planta de arriba. La panorámica permitía ver a todos los vecinos arrepentidos.

-Éramos las únicas cabras chicas que andábamos en la misa, bien ordenaditas, fuimos por muchos años porque éramos obedientes y no metimos boche -recuerda Consuelo.

Las misas de Semana Santa y Navidad fueron los eventos más codiciados por ella, no sólo por la mística, las voces angelicales sino porque al finalizar la misa las monjas regalaban galletas de miel.

-Los domingos la monjita de la cocina vestía de negro impoluto, se sentaba en la primera banca a mano izquierda, después llegaban las dos monjitas del hospital que eran sor Amadea y Agustina, vestían de gris porque eran de la congregación de la Santa Cruz.

Consuelo nunca olvidará a Sor Emilia. Delgada, de estatura baja y voz rigurosa. Cuando había que hacer traslados médicos en los años ‘70 se subía a la ambulancia y manejaba. Dicen que hacía volar la ambulancia hacia Valdivia. Una conductora al estilo fórmula uno.

También era conocida por su perro. Un bóxer café que la acompañaba en sus caminatas y que, por cierto, era el único de aquella raza en el pueblo.

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La construcción de un hospital era una necesidad en Mariquina. Cuando se instaló el Sanatorio destinó parte de su infraestructura para entregar atención primaria a los habitantes de la comuna y ofrecer tratamientos curativos. El proceso fue lento.

En un extremo se ubicaba el Sanatorio, en el otro, un centro médico. Y en ambos espacios las monjas cumplían sus roles. En general, ellas eran todas profesionales; había asistentes sociales, matronas, arsenaleras, entre otras, quienes compartían sus conocimientos en el sanatorio y, en otras oportunidades, aplicaban la medicina occidental.

-La alta demanda de ambos servicios, terapias naturales y atención occidental, hizo que el sanatorio se expandiera en 1937, construyéndose la primera ala de madera. En el segundo piso se instalan las primeras salas de hospital o pensionado como le llamaban, y abajo los que se habilitan box de consulta médica para atender al público –señala Fabiola Vásquez, ex matrona de Santa Elisa.

Fabiola Vásquez es hermana de Consuelo, tiene 54 años. Ingresó a trabajar al Sanatorio Santa Elisa en 1990, recién egresada de la universidad, ejerciendo allí la especialidad de matrona por 19 años.

-Ha sido la mejor experiencia, no sólo porque pude desarrollarme como matrona, sino por la mística y la presencia de las monjitas, quienes se entregaban de lleno a servir al prójimo En ese tiempo la directora del hospital era Sor Amadea, y Sor Agustina, quien era enfermera, estaba a cargo de toda la parte técnica clínica, con ella entrabamos a pabellón y nos asistía durante los procedimientos médicos -indica Fabiola.

La fusión de la medicina tradicional y alternativa trajo bienestar y prestigio al Sanatorio. La retórica religiosa en la intervención médica otorgó la credibilidad para que cientos de familias arribaran cada año a curar sus dolencias espirituales o físicas.
Recién en el año 1967 se inauguró la construcción de la primera parte del hospital en dependencias de Santa Elisa, recubierta de un delicado mosaico que aún conserva.

-En el segundo piso se instalaron los servicios de medicina, esterilización. Abajo estaban los servicios de medicina para hombres y pediatría. Más tarde, en el año 1987, se construyó el último anexo del hospital. Ahí se situó la sección de maternidad donde se hacían las cesáreas, se atendía a la gente de Mariquina, y pacientes de Valdivia que venían a tener sus hijos de forma particular –señala Fabiola.

Santa Elisa logró ser uno de los pocos recintos médicos a nivel nacional que dependía de la administración del Obispado de Villarrica y no del Estado.

En el año 2015 la entidad religiosa comunicó a la autoridad regional en salud su intención de no continuar con el recinto asistencial tras 49 años de servicio. Luego de diversas negociaciones, lograron un acuerdo y en enero de 2016 fue traspasado al Servicio de Salud Valdivia, convirtiéndose en el Hospital Mariquina.

El espíritu de las religiosas continúa en el otro extremo, con el Sanatorio y el Establecimiento privado de Larga Estadía para Adultos Mayores (ELEAM).

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Actualmente la ciudad de Mariquina tiene una población cercana a los 19 mil habitantes. Su actividad económica gira en torno a tres vertientes: la industria forestal, el comercio y la prestación de servicios.

Es un territorio que aún conserva dinámicas típicas de pueblo: todas y todos se conocen, los recados familiares se transmiten por radio, las grandes compras se realizan en la capital, Valdivia; y Santa Elisa continúa tatuada en la memoria como patrimonio y orgullo de los sanjosinos.

Ya no hay misioneros ni religiosas, sólo el párroco del pueblo. La forzada transformación del Sanatorio tras la pandemia obligó a los administradores a tomar decisiones: despedir trabajadoras, replantear el modelo y buscar alternativas de financiamiento.

Hoy Santa Elisa es un Establecimiento privado de Larga Estadía para Adultos Mayores, destinado a entregar servicios residenciales y de cuidados a personas mayores, pero además con la opción de seguir ofreciendo sus tradicionales terapias a la comunidad.

-Nosotros partimos cuando el sanatorio Santa Elisa era un centro de descanso y relajación, luego se hicieron las modificaciones por distintas razones, como el estallido social y la pandemia -explica Leticia Nirian, actual directora del recinto.

El modelo mixto de atención condujo inevitablemente a una adaptación de los espacios y del personal. El primer piso se destinó para los adultos mayores del ELEAM para lo cual se debió instalar barras de desplazamiento para facilitar la movilidad, adaptar y contratar profesionales especialistas, entre otras exigencias de la autoridad sanitaria.

-No hay un fin en nuestra historia, es una evolución. Ofrecer un servicio de larga estadía va en la línea de prestar un servicio de bienestar a la sociedad. Muchos aún no saben de esta adaptación, ya que el recinto funciona de forma mixta –declara Leticia.

El segundo piso mantiene la mística de sus orígenes. Habitaciones para alojamiento, espacios para la hidroterapia y la complicidad de los visitantes, quienes mantienen la “fe” o “confianza” en el agua como fuente reparadora de sus dolencias.

Las veinticuatro personas mayores que viven de forma permanente en el recinto también reciben los tradicionales tratamientos: hidroterapias, fisioterapias, alimentación saludable y la conversación sumisa de quienes ya recobraron su bienestar.

Es un espacio donde el tiempo parece haberse detenido.

Testigos de un pasado rural

Testigos de un pasado rural

por | Nov 7, 2023 | Uncategorized

Por Verónica Ruíz Paredes

A lo lejos se divisa cómo alguien arrea enérgico un piño de vacas. Con una especie de fusta chicotea sus ancas. ¡Choooo…! Con voz fuerte y muy resuelto avanza para sacarlas de su territorio. Se acercan. No es un pastor: es una pastora, alta, delgada y de cabellos claros. Es Mariana Silva Floody, la vecina de Olmué. “¡Estas vacas tal por cual que van a pisotear mi jardín!”, dice con el ánimo descompuesto, mientras camina hacia Circunvalación Sur, avenida que atraviesa el Barrio El Bosque en Valdivia.

Con 26 años, El Bosque es un barrio residencial joven y con actividad comercial limitada: un supermercado, una farmacia, una lavandería, una veterinaria, un mini-market y algunos emprendimientos familiares que nacieron o se dieron a conocer durante la pandemia. El bullicio de una escuela básica, tráfico de automóviles y de enormes camiones “metro-ruma”, conforman una de las bandas sonoras.

Pese al ruido y los trajines urbanos, el paisaje conserva mucha naturaleza. Las casas y avenidas están rodeadas de hualves. Extensos humedales con aves cantoras (banda sonora de fondo) y generosa vegetación. Un entorno donde las vacas caminan libres por las calles y jardines, provocando una especie de amor–odio entre los vecinos que ven en esta escena cotidiana una dicotomía: “la magia del sur” y el riesgo de accidentes.

En el pasado, estos parajes fueron parte del Fundo Huachocopihue, que hacia fines del siglo XIX ocupaba el límite sur de la ciudad. La familia Haverbeck, dueña del fundo, donó el primer edificio del mobiliario de la Universidad Austral de Chile (UACh) en la época fundacional de esta institución (1955), actualmente edificio 2000 en General Lagos 286.

El ingeniero forestal Raúl Troncoso recuerda que la Universidad Austral de Chile compró el Fundo Huachocopihue en la década del ‘80. Él trabajó como administrador entre 1989 y 1996 y de acuerdo con un plano de 1978 que conserva, el fundo de propiedad de José Feliú M. y otras, abarcaba una superficie de 334,7 hectáreas.

Eran pampas despejadas para el cultivo de cereales (trigo, avena y raps), crianza y engorda de ganado bovino. Arboledas en todos los bordes de las pampas, hacia los humedales y también a la orilla de los caminos. Había sectores de lomaje altos, donde hoy están las construcciones, y otros bajos y pantanosos; hualves que se conservan hasta nuestros días. La calle central de El Bosque (Avenida Circunvalación Sur), era un camino principal demarcado por árboles, los mismos centenarios castaños y encinos que hoy se ven en la avenida y bajo cuya sombra se echan las vacas.

En 1997, la UACh formó una sociedad con la constructora SOCOVESA llamada Inmobiliaria Misiones S.A. (INMISA); así está descrito en la memoria 2007 de esta compañía. “INMISA ha desarrollado diversos proyectos, entre ellos, la construcción de más de 1.200 viviendas en Valdivia y el proyecto habitacional ubicado en el antiguo fundo Huachocopihue”, señala el documento.

Desde que se colocaron las “primeras piedras”, la urbanización ha ido rápido. Algunos mega proyectos de adelanto se han desarrollado sin cautelar la calidad de vida de los residentes de El Bosque, como la instalación de la planta de tratamiento de aguas de Valdivia en un sector residencial, donde a la fecha los olores en verano son intolerables en un radio considerable del sector.

En tanto que otro punto funciona como un gran pulmón verde: una porción de selva valdiviana que SOCOVESA decidió conservar como área protegida. Conocido como Parque Urbano El Bosque, es una reserva de 9 hectáreas de bosque nativo y humedales, dedicada a educación y conservación, bajo la administración del Comité Ecológico Lemu Lahuen (Bosque Sanador). En la Memoria de la empresa esta iniciativa es citada como el mejor ejemplo de una política orientada a “hacer barrios con respeto al entorno”.

“Yo compré en verde en 1997. Cuando llegamos, 1999 – 2000, ya estaba José Feliú”, recuerda Mariana Silva refiriéndose al militar jubilado que llegó a colonizar su sector: pasaje Olmué (Paraje de olmos) de Villa Arboleda. Las primeras casas se construyeron cerca de donde hoy está el supermercado El Trébol: Pindaco (Agua de picaflor), Trilahue (Lugar de garzas) y Rahue (Lugar de greda) y se fue extendiendo hasta Raquimávida (Monte de bandurrias). Esa fue la Etapa 1 de la urbanización. En ese tiempo, el “súper” era una pampa donde los niños de los primeros propietarios jugaban a elevar volantines.

Gerda Sánchez, de 80 años, profesora jubilada, tiene recuerdos de infancia en esos sectores como si fueran de ayer. “Ese era el fundo de la Marylita Haverbeck”, señala, recordando a la integrante más conocida de la familia dueña de la naviera Haverbeck y Skalweit. “Mi hermana Nury y mi primo Erwin iban a jugar a Bueras, frente a donde hoy está la casa del General de Carabineros. Se tiraban como tarzán en unas lianas que colgaban de los árboles. Andaba un hombre a caballo, era como un capataz que los sacaba y eso me asustaba, así que no me llevaban porque yo era muy llorona”.

En aventuras parecidas andaba por aquellos años quien luego sería el patriarca de los periodistas y comunicadores valdivianos, Juan Yilorm. Él iba a las “pinatras” (también conocidas como digüeñes), hongos que generosamente daban los hualles del fundo. Había que tener harta fuerza y puntería para darles con un palo, porque estaban muy arriba. “Si aparecía el campero, había que esfumarse rápidamente, o nos podía caer con chicotazos para impedir las incursiones en esa propiedad”, dice.

Para Juan, los límites del fundo iban desde donde hoy está el Hospital Base hacia abajo: calle Bueras (Iglesia Las Merced), por el otro General Lagos, donde se ubican los pasajes Canelo, Di Baggio por atrás, llegando a Miraflores. “Esa punta del Fundo Huachocopihue”, aclara. Un sector donde había pi- nos junto a la calle y a continuación cercos como los de predios grandes, con alambres de púas que debían saltar para entrar. Con la distancia del tiempo llega a la conclusión que la gana- dería debió ser una de las principales actividades del fundo.

“Había buen pasto para la alimentación de las vacas overo colorado y overo negro… Era eso lo que cuidaban”.

El nacimiento del Barrio El Bosque coincide con la llegada del siglo XXI; las casas, calles y avenidas van reemplazando a los árboles. Aun así, quedan algunos bastiones como el de Circunvalación Sur esquina Quillahue (lugar donde se ayuda) donde cada año llega gente de otros barrios a la cosecha de castañas. Con improvisadas lanzas recrean en abril la recolección de antaño.

Un poco más allá, en Avenida Circunvalación Sur esquina Tromen (totora), se sabe que un roble (Nothofagus obliqua), de 350 años, es el ejemplar más antiguo que se ha encontrado en ciudades de Chile gracias al Laboratorio de Biodiversidad y Ecología del Dosel de la Universidad Austral de Chile y sus estudios de árboles patrimoniales de Valdivia. Su tronco tiene una cicatriz de hace 100 años, un indicio de cuando el bosque fue desmontado para abrir campos de cultivo.

Las más agradecidas del follaje centenario son las vacas. En las áreas verdes que hay frente al supermercado, cerca de la escuela o llegando a los semáforos de Pedro Montt no es raro verlas “achanchadas” reposando o protegiéndose de la lluvia en invierno. Aunque para alimentarse prefieren las hojas tiernas de renovales y arbustos y el pasto corto y sin malezas de los antejardines de las casas que aún no se han enrejado; ese pasto es para ellas un “manjarsh”.

“Sabes que eso me tiene super chata. Cagan todo mi jardín, dejan hoyos, comen, es terrible. Echan a perder todo lo que a mí me cuesta”. Cada día Mariana sale caminando a las siete cero cero a tomar la micro que pasa por El Trébol. Día por medio ve animales y ha llegado a contar hasta 19 vacas, pero eso no es todo. “Caballos hoy día creo que eran unos 10; no alcancé a contar todos. Lo que a mí me molesta muchísimo es que los dueños de esos animales no se hagan cargo. Ellos los dejan acá para que vengan a comer y pa’ que se metan a los jardines de los vecinos”. Reclamar por las vacas se ha convertido en una de sus rutinas. “Haré unos cuatro llamados a la semana al 133 de Carabineros”, asegura. En Carabineros conocen de las vacas y caballos que circulan por las calles. Cuando reciben reclamos acuden al lugar a constatar la presencia de los animales, buscan a los dueños y cuando los encuentran los notifican para que se presenten al tribunal. Advierten que otras instituciones, como Municipalidad y Servicio Agrícola y Ganadero (SAG), también tienen competencia y que si bien ellos se ocupan de estos reclamos, su prioridad en el día a día, es “velar por la seguridad de la población”.

“Los dueños de los animales no gastan nada”, dice Francisco Galle, ganadero de Los Lagos. “Ahorran costos de concentrado, no guardan forraje para el invierno y usan lo que está disponible en el área urbana”. Explica que el pasto corto de los jardines es el más rico, con más proteínas y que más gusta a las vacas. Basta con verlas para apreciar que están ro- bustas y en buenas condiciones, que tranquilamente alcanzan 400 kilos o más, “o sea: están aptas para el consumo”.

Francisco está desconcertado por el trato desigual. “Si me pillan una vaca en la calle, pasa un inspector municipal o un carabinero y parte al tiro. El campo de nosotros está partido por una carretera medio a medio. Cuando nosotros tenemos que cruzar animales de un lugar a otro tenemos que colocar señalética y un montón de cuestiones. Tanto así que unos años atrás decidimos hacer un paso bajo nivel para pasar animales sin que anden en la calle”, se queja el ganadero.

Bernardita Oyarzo, vecina de calle Dalcahue (lugar de dalcas), saca provecho de la “visita” de las vacas. “Como dicen en mi tierra, salen al potrero largo a alimentarse”, asegura. Pero su “potrero” no sufre las consecuencias de las vacas porque, como muchos vecinos en El Bosque, colocó portón de fierro para una defensa a otro nivel: reducir las posibilidades de robo a su casa que es otra amenaza que existe en este sector de la ciudad. Como buena chilota, el arraigo de Bernardita Oyarzo con la tierra corre por sus venas y las bostas de los animales le vienen de perilla. “Como yo hago huerta, me pongo guantes, busco una pala y recojo los excrementos aquí, afuera de mi portón y hago abono con tierra: el mejor”. Ha plantado de todo. Orgullosa cuenta que este año tuvo seis zapallos. “Hoy día me comí el último. En este tiempo (julio) tengo acelga, cebollino, ciboulette, tomates, porotos verdes. También cultivo cilantro, perejil y pepinos. Este año hice dos melgas de papas. Me habrán dado unos 15 kilos”.

Todo lo que cultiva lo mejora con desechos orgánicos, refiriéndose a los desechos vegetales que quedan después de cocinar. “Reduces tu basura, le das nutrientes a tu tierra y no estás comiendo pesticidas ni ningún químico”, dice con la convicción de la experiencia. “Yo necesito saber dónde estoy parada”, afirma Bernardita, quien llegó desde Dalcahue, Chiloé, en 2017, a fijar su residencia en calle Dalcahue, Barrio El Bosque de Valdivia. Pronto conoció a Victoria, una de sus vecinas, que le contó que era de la comunidad indígena que estaba justo frente a su casa y le pidió conocer el lugar.

En Avenida Simpson, antes de bajar al Bosque Sur asoma una bandera mapuche. Entrando por Dalcahue, un letrero en frente de un pequeño bosque anuncia la presencia de la Comunidad Mapuche Lafquenche Juan Carrillo Guala. Al virar por Tenau (Puñado de olas) se llega a La Rinconada, lugar donde reside y resiste esta comunidad.

“Esto es La Riconada no es parte de El Bosque”, aclara el lonko Hugo Carrillo Guala. Tiene 67 años, piel clara y bastante tersa para su edad. Un trapelonko cuelga de su cuello. “Mari mari lamgnen”, saluda. “¿Sabe por qué se llama Rinconada? Porque esto es lo que queda, un rincón que hemos defendido como comunidad por cientos de años. Hemos demandado a Socovesa y a la Universidad Austral y hemos ganado, porque tenemos un documento de 1913 de que somos dueños, y quizás de cuánto tiempo antes los Guala estaban aquí”.

Rosa, una de las ñañas de la comunidad, aclara que el apellido era Huala con hache, pero alguien lo inscribió con G y así quedó.

Sus recuerdos de infancia dirigen el alcance de la propiedad de la familia hacia el sector de atrás del supermercado El Trébol, donde actualmente está el Parque Urbano El Bosque. Aseguran que allí estaba la quinta que ellos ocupaban hasta donde actualmente viven.

Pampa y variada vegetación eran parte del paisaje que les permitía la subsistencia. “Mis hermanos salían a cazar; cazaban liebres y coipos y pescaban jarpas”, recuerda. “Y camarones de tierra”, agrega Rosa, explicando que los sacaban con las manos.

El de los Carrillo Guala es hoy en día un terreno que conserva más vegetación que la que subsiste en El Bosque y los barrios colindantes. Allí, en torno al loft y la sede, han hecho senderos y pasarelas de madera que se internan entre arrayanes, olivillos, notros y ligues, por mencionar algunas especies nativas que aún se pueden observar. En ese lugar cada 24 de junio celebran con otras comunidades indígenas el We Tripantu o Año Nuevo Mapuche.

Siempre por Avenida Simpson, bajando hacia el Bosque Sur, la impresión de estar en medio del campo es más plausible, o audible. Al llegar a la esquina con Circunvalación Nueva Región, se escucha una mayor población de patos y bandurrias en el otrora Fundo Liewald. En un bosque raleado, casi desnudo, se conserva una casona vieja en un terreno de una hectárea aproximadamente. Valeska Catalán Carrasco, su cuidadora, no sabe con exactitud cuál es la superficie del terreno que custodia, pero sí sabe algo de su historia.

De la extensión del fundo dice que por un lado comenzaba en Las Mulatas -el CECOF-, hacia el condominio Miraflores. “Todo para acá. Del Trébol, para acá; de Los Fundadores para acá”, indicando como referencia la porción del ex fundo que conserva la casona.

“Esta parte la compró Valdicor donde mi papá era administrativo y lo dejaron aquí para cuidar. Después Valdicor vendió a una Inmobiliaria de Santiago que planea construir torres de departamentos de aquí a 3 ó 4 años más”, comenta.

A la fecha (2023) sólo existe un complejo de 2 torres de departamentos de 4 pisos en avenida Simpson esquina Carelmapu. Ese terreno era pura pampa y pastizales con los que se alimentaba a los animales, además de muchos manzanos que fueron cortados para construir las casas del Bosque Sur. Sobre la casona vieja, Valeska dice que “a todos les llama la atención. Los colectiveros y los taxis hacen muchas preguntas”. Aunque reconoce que no sabe cuántos años tiene la construcción, sí sabe que fue trasladada. Originalmente estaba en otra parte del fundo y allí vivía el dueño. Entre las curiosidades revela que la casona tiene 2 sótanos y un tercer piso y el sótano tiene divisiones como calabozo. El tercer piso no sabe qué tiene ni cómo es, porque nunca han subido, porque de sólo pensar en la cantidad de telarañas que debió tejer el tiempo, le da escalofríos.

Alrededor de la casa quedan algunos árboles. Arrayanes, cipreses y enormes camelias (arbusto de bellas flores semejantes a las rosas) y entre los pastizales, algo anegados, se asoma una vaca. “Un ternerito”, aclara Valeska. Advierte que sólo tiene ese animal, pero mucha gente cree que ellos son los dueños de las vacas que libremente vagan y se alimentan por las calles de la ciudad.

Comenzando julio de 2023 “llegaron los Carabineros y la Policía de Investigaciones (PDI), hasta llegó una mujer a cobrarnos los daños que una vaca le ocasionó a su automóvil. Pero esas vacas no son de aquí”, asegura. Pero en el portón del sitio se observan muchos animales, como aguardando para entrar.

El Mayor de Carabineros César Cortés, Comisario (1a Comisaría) de Valdivia, asegura que las vacas libres tienen más de un dueño y que provienen de lugares cercanos al Barrio El Bosque.

Lo cierto es que las vacas están tan familiarizadas con el barrio que en este sector comen, descansan, abonan la tierra, ocasionalmente pernoctan y dan a luz.

Un frío y lluvioso fin de semana de agosto de 2022, entre zarza parrillas y aromos australianos, un enclenque overo negro llegó a este mundo en los jardines de la Escuela El Bosque, tras el cerco que protege la propiedad.

-Pensé que estaba muerto. Era chiquitito y no se movía y la vaca por otro lado estaba comiendo pasto -cuenta Mariana. Al otro día fue de nuevo a verlos y el ternerito estaba parado y mamando. Días después ya no estaban.

El parto de la vaca fue tema en el whatsapp de la Comunidad de El Bosque, grupo que en la foto de perfil tiene a estos animales echados contemplando el tráfico urbano. La convivencia con las vacas provoca sentimientos encontrados en los vecinos del barrio. Por un lado, una grata sensación de cercanía con el campo. Y por otro, la preocupación de que en cualquier momento se crucen en las avenidas, y en segundos de distracción ocurra un accidente. O irrumpan en los jardines y destruyan prados y plantas que fueron cuidadas con esmero.

Mariana, la pastora, la partera y la interlocutora oficial del barrio con el 133 de Carabineros, nació y creció en el campo, ama a los animales y por lo mismo le resulta difícil comprender que los larguen a la calle, despreocupándose de lo que les pase y de lo que puedan ocasionar.

Mientras ella actúa cada vez que ve vacas, surgen diferentes voces en radios, diarios y redes sociales, casi todas en tono de crítica y malestar, frente a un fenómeno que se ha ido extendiendo hacia otros sectores de la ciudad, donde crece pasto nuevo con regularidad. Entre tantas, asoman algunas voces académicas, más reflexivas, que plantean que los tiempos están cambiando y estamos a las puertas de un inevitable retorno a la ruralidad. Las vacas serán también testigos de ese cambio.

Una historia de Pablo Neruda y Yáñez Zavala

Una historia de Pablo Neruda y Yáñez Zavala

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Pablo Santiesteban Soto

Corina toca la puerta de la casa Hernán en uno de los pasajes de la población Yáñez Zavala de Valdivia. En dos semanas nadie lo había visto en las actividades de la comunidad católica de Santos Juan y Pedro, a la que ambos pertenecen.

Ya se va a dar por vencida, cuando siente ruido dentro. Una huesuda mano de Hernán abre la puerta, mientras que la otra sostiene sobre la boca un pañuelo manchado con sangre.

Está delgado y pálido como una hoja de papel, camina con dificultad en una casa donde el frío se cuela por todos los rincones y en la que una perra y dos gatos, mascotas de Hernán, hacen sus necesidades por cualquier lado.

En el dormitorio hay un camastro con las mínimas sábanas para abrigarse y con basura de toda clase sobre la colcha, incluido vómitos.

El rostro de Corina se desencaja y con un hilillo de voz, como tratando de no quebrarse por el impacto de su hallazgo, dice:

-Hernán, hay que llevarte al hospital.

En un par de minutos Corina busca una chaqueta de polar grueso, le pone un gorro, le calza unos bototos, pide un taxi y se lleva a su amigo al Hospital Regional de Valdivia.

Llegan a la urgencia, hacen los trámites de ingreso en la guardia. Tras esperar ocho horas una enfermera le anuncia que Hernán debe quedar hospitalizado y le piden su número telefónico.

Corina le avisa a la medio hermana de Hernán, hija del primer matrimonio de su padre, quien le da las gracias.

-Tal vez ella lo asista -piensa para sí misma.

En una ida al hospital, la doctora llama a Corina y la lleva aparte. Le explica que el diagnóstico es lapidario: Hernán padece un cáncer gástrico.

La doctora de la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital de Valdivia le dice que necesita cuidado inmediato y le presentan a la asistente social del centro de salud.

-Ya hablé con su familiar más directo- y dijo que no puede hacerse cargo. ¿Podría ser usted? -le pregunta la asistente social del hospital con un tono suplicante.

A Corina se le encoje el corazón, sus ojos negros y achinados se humedecen mientras mira fijamente a la doctora. No pasaron cinco segundos y responde:

-¡Sí!

***

La pequeña Corina Ríos Calbueque se levantaba temprano para ir caminando hacia el Liceo Comercial en el Valdivia de los años ochenta.

La actividad dentro del campamento Chorrillos comenzaba de madrugada, incluso cuando aún no había luz natural, sin importar la lluvia y el frío del invierno valdiviano.

Morena, menuda, algo rellenita, largo pelo negro, liso y brillante, con coquetas mejillas coloradas. Ojos pequeños, negros y curiosos. Así salía Corina desde su casa a afrontar su adolescencia.

Como si fuese una pequeña ranita iba saltando los charcos de agua y barro de la calle de tierra de esta población callampa a la que llegó cuando tenía 3 años.

Más adelante se topaba con sus vecinas que, como ella, iban vestidas con un jumper colegial azul marino y una cotona de finas líneas celestes con blanco. El frío se hacía sentir entre sus piernas desnudas.

Sus padres, originarios del puerto de Corral, habían decidido cambiarse a la ciudad grande, pero Valdivia no fue generosa como esperaban y debieron contentarse con la casita hecha de palos y un zinc que no siempre evitaba las goteras en los días de lluvia, en el campamento Chorrillos.

Fue en febrero de 1973 que un grupo de familias, organizadas por el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), dieron forma al campamento que bautizaron como Vietnam Heroico, pero que después del Golpe de Estado del 11 de septiembre, debieron rebautizar. El campamento llevó el nombre de una famosa batalla de la Guerra del Pacífico: Chorrillos.

Según un trabajo de la antropóloga Bernarda Aucapán las tomas urbanas surgieron en Valdivia durante los años posteriores al gran terremoto del 22 de mayo de 1960. La falta de soluciones habitacionales y el hacinamiento hizo que algunos vecinos de sectores populares de la ciudad como Las Ánimas, Menzel y Barrios Bajos -influenciados por el MIR, según Aucapán- buscaran una solución a la demanda de un techo para vivir.

A fines de los años setenta el flujo de gente creció y se ubicó a otra población casi al lado de Chorrillos, el campamento El Roble. Los niveles de pobreza eran más que notorios: sin agua potable, sin electricidad, letrinas en mal estado, pozos negros, etc.

Corina Ríos recuerda que su familia sacaba agua de un pozo y había una llave por pasaje que las familias tenían que compartir.

Ni hablar de la luz. Con los temporales el servicio se cortaba y por las noches la familia tenía que alumbrarse con velas. Así, entre carencias, Corina fue forjando el carácter.

***

Hernán Contreras también vivió en la población Chorrillos. Era hijo de un segundo matrimonio que tuvo su padre y llegó ya mayor al campamento junto a su madre y una hermana.

Hernán era delgado, de estatura media, de rostro demacrado y huesudo. Trabajaba haciendo cualquier labor para subsistir. Era un hombre reservado, todo lo iba guardando para sí mismo.

Su primera gran pérdida fue la muerte de su padre, un hecho que significó que la familia de la primera pareja de su progenitor le quitara a su madre la casa que habitaban en el barrio Collico.

A Hernán, a su madre y a su hermana que sufría discapacidad cognitiva y de movilidad, no les quedó otra cosa más que irse de la casa patriarcal y, casi como unos desterrados sociales, ir a parar al campamento Chorrillos.

En 1986, el gobierno de Pinochet comenzó las gestiones para erradicar a los pobladores de Chorrillos y El Roble. La idea era trasladar a esas familias a otro sector, en terrenos que el Servicio de Vivienda y Urbanismo (Serviu) adquirió a la familia valdiviana Krahmer.

Ese mismo año surgió la población Eduardo Yáñez Zavala, nombre que recuerda a un militar de destacada participación como jinete del deporte ecuestre entre 1930 y 1940 y que obtuvo cinco veces el Gran Premio de Equitación de Madison Square Garden en Nueva York, Estados Unidos.

La figura de este hombre poco y nada tenía que ver con la historia de Valdivia, pero nadie lo cuestionó.

Hernán y su familia llegaron a vivir a Yáñez Zavala tras la erradicación.

Con el tiempo la madre falleció y Hernán trató de cui- dar a su hermana como pudo, pero no logró darle un buen vivir y la llevó al hogar de unas monjas, ubicado en la comuna de Lanco. Con el tiempo esa hermana también murió y Hernán se quedó solo.

La única vía que tuvo para socializar era asistir a las misas de la parroquia Santos Juan y Pedro, trabajar en una que otra faena y dedicarse a la lectura de cualquier tema. Se hizo un devorador de libros dentro de su casa y eso le daba materias para conversar y caerle bien a la gente. Su libro favorito era la Biblia y siempre estaba en su dormitorio.

Su presencia domingo a domingo en las misas hizo que el cura de la parroquia lo invitara al grupo de liturgia donde leía algún texto o era guía de la celebración religiosa.

En una de esas misas conoció a una morena bajita y de sonrisa amable. De unos 30 años. Era madre de una niña

que se preparaba para la primera comunión. Se cayeron bien y coincidían en sus reflexiones sobre la vida y su fe, aunque Hernán era 21 años mayor que Corina.

***

Hernán llevaba un día sin comer cuando Corina lo encontró encerrado en su casa. No soportaba ni siquiera tomar agua. Todo lo vomitaba.

Corina en ese momento vió también el recibo de la luz de la casa de su amigo y una carta de la empresa eléctrica. Debía más de 200 mil pesos y le avisaban que en tres días cortarían el servicio.

En treinta y seis horas, Corina reunió el dinero a través de sus grupos de whatsapp de la comunidad religiosa de la población y de sus ex compañeros del liceo y así evitó que le corten la luz.

Hernán estuvo dos meses hospitalizado, “como en engorda”, según recuerda Corina. En ese tiempo descubrió que él ya sabía lo que le estaba pasando. Meses antes se había hecho exámenes y le habían diagnosticado cáncer.

No le había contado nada a nadie. Se encerró en su casa y decidió atravesar sus dolores tal como vivía, en soledad y sin pedir ayuda.

***

En 1991 Corina, ya con 19 años, estaba embarazada de su primera hija en medio de los últimos preparativos para dejar el campamento Chorrillos y trasladarse a la nueva población Pablo Neruda.

Antes del retorno a la democracia las autoridades querían bautizar el sector como Yáñez Zavala 2, pero la gente de Chorrillos no quería ese nombre. Los de Yáñez Zavala rechazaban a los del campamento y los catalogaban de delincuentes y traficantes de drogas. Hubo protestas y rivalidades entre ambos grupos.

En una votación a mano alzada los pobladores tomaron la decisión de bautizarla población Pablo Neruda. En el barrio dicen que esa votación fue un primer acto democrático dentro del periodo de Augusto Pinochet.

La población Pablo Neruda fue inaugurada oficialmente el 28 de octubre de 1991 y ese día Corina Ríos llegó con su bebé a la casa que le asignaron a su madre.

Por primera vez Corina sintió la tranquilidad de estar bajo un techo firme, en una casa con todas las condiciones básicas.

***

La junta de médicos no quería operar a Hernán, pero el “sí” de Corina lo cambió todo. Los doctores decidieron brindarle quimioterapia.

La asistente social del hospital llamó primero a la medio hermana de Hernán, pero esta señora -de unos 80 años, según Corina- no se halló en condiciones de cuidarlo.

Hernán fue hospitalizado en una de las salas con otros cinco pacientes. Su principal preocupación era “Charlie”, su perrita. Un día de visitas se lo dijo a Corina.

-¡Coriiiiiii!- gritó desde el fondo de la pieza con suero en su brazo y una bigotera en la nariz.

-¿Quéeeee?- le respondió ella desde el umbral de la puerta de la sala de hospitalizados cuando se iba.

-¡Cuida a mi perra de tu perro porque todavía está virgen! -¡No te preocupes, mi perro es respetuoso!

***

Había que escapar de la pobreza, ese era el objetivo de la mayoría de las familias del campamento Chorrillos.

“Dejamos todo lo vivido allá. Siempre que paso por el sector corre una lágrima, ahora es otra población. Trato de ubicar el pocito donde hasta los caballos iban a tomar agua, íbamos a lavar ropa o a buscar agua con balde tanto en invierno como en verano”, recuerda hoy Corina Ríos.

“Había mucha unidad en el campamento. Cuando nos cambiaron a la población cada uno se fue a su metro cuadrado, algunos se pusieron de acuerdo con sus antiguos vecinos para quedar en las casas pareadas. En el Serviu se hizo un listado y mi mamá se fue con la vecina del lado”, agrega.

Con el tiempo Corina se fue a vivir por dos años a Santiago con su pareja. Volvió a la población Pablo Neruda de Valdivia y con el paso de los años se separó de su esposo.

***

Hernán estuvo hospitalizado dos meses y después tuvo que ir a control a la ciudad de Temuco. La idea era operarlo y como su esófago estaba dañado había que hacer un implante de tal manera que vuelva a tragar alimentos sólidos.

Corina se llevó a Hernán a su casa para cuidarlo con el permiso de sus hijos que aceptaron su llegada. Ellos ayudaron a su madre a cuidarlo e hizo buenos lazos con Nicolás, el hijo del medio de Corina.

Le dieron una pieza en el tercer piso de la casa, después lo bajaron al segundo y avanzados los meses, estando ya muy débil, lo ubicaron en el primer piso. Corina lo hizo dormir en su propia pieza, con ella. ¿Y el pudor? Nada de eso. Quería tenerlo cerca en caso de asistirlo.

-¡Yo duermo a pata suelta y necesitaba tenerlo cerca para escucharlo o para que quede más cerca del baño -dijo.

Llegó el tiempo de operar a Hernán en Temuco y viajaron juntos a la capital de la Región de la Araucanía.

-¿Corina qué pasará cuando me mejore? ¿Dónde voy a vivir? -preguntó un día.

-No te preocupes por eso Hernán, si te mejoras te quedas con nosotros a vivir en la casa.

-¿En serio me puedo quedar con ustedes? -Claro, tú eres de la familia.

***

Hernán soportó tres sesiones de quimioterapia. No fue necesaria la cuarta. El 3 de diciembre de 2022 fue la operación en Temuco. Corina esperó en una sala y tras más de una hora salió el doctor con una cara algo abatida.

-¿Qué pasó doctor? ¿Cómo estuvo la operación? -preguntó con ansiedad.

-Lo abrimos y lo cerramos. Hernán tiene complicado el esófago por dentro.

-¿Cuál es su expectativa de vida? -preguntó ingenua- mente Corina.

-Ya no hay expectativa de vida -respondió secamente el médico.

En ese instante, Corina entendió que Hernán iba a morir. Cerró sus ojos. ¿Cómo se lo iba a explicar?

No se atrevió a decirle la verdad.

-Te sacaron un pedazo de tu cáncer, pero vas a estar mejor. De esta vamos a salir -mintió cuando lo vio en la sala de recuperación.

***

Hernán pasó sus últimas fiestas de fin de año de 2022 con la familia de Corina. Compartió, se río, conversó y hasta bailó.

-¿Qué canción te gusta, Hernán, para que la bailemos? -le preguntó una sonriente Corina.

-Penumbras, de Sandro -respondió y la buscaron por internet.

Corina lo tomó de las manos y lo levantó de su asiento, él le puso una mano en su cadera y bailaron la canción mirándose a los ojos en silencio.

“La noche se perdió en tu pelo
La luna se aferró a tu piel
Y el mar se sintió celoso
Y quiso en tus ojos, estar él también”.

Ambos sonreían, giraban lentamente guiados por la varonil voz del Gitano sumidos en la atmósfera de la canción.

“Ternuras que sin prisa apuras
Caricias que brinda el amor
Caprichos muy despacio dichos
Entre la penumbra de un suave interior”.

Fue un momento mágico que Corina guardó en su corazón y durante el cual Hernán olvidó el sombrío panorama guiado por el suave danzar de su menuda amiga.

“Te quiero, y ya nada te importa
La vida lo ha dictado así
Si quieres, yo te doy el mundo
Pero no me pidas, que no te ame así”.

***

El 9 de febrero de 2023 un débil Hernán llamó a su amiga y la enfrentó.

-Cori, quiero que me digas la verdad. Yo de aquí no salgo. Tengo un cáncer terminal.

Corina se puso a llorar. No sabía qué palabras usar.

-Hernancito, no te quise decir -reconoció por fin-. No quería deprimirte para que no perdieras las esperanzas.

-Pero no te preocupes. Algo cachaba. Yo voy a estar en un lugar mejor -le respondió.

Ese verano las enfermeras de la Unidad de Cuidados Paliativos pasaban una vez por semana a la casa para ayudarlo con sus dolores. Le inyectaban tramadol, después morfina y le enseñaron a su cuidadora a inyectarle el analgésico con una jeringa en su estómago.

En ese mes cumplió uno de sus sueños: conocer el mar. Se fueron hasta Curiñanco y disfrutó del paisaje costero, de la inmensidad del mar y se relajó con el sonido de las olas.

***

Llegó el mes de abril y Hernán empeoró. Ya no podía comer y vomitaba todo.

-Pucha que te hago trabajar Cori. Sólo soy una molestia para tu vida. Un cacho -dijo.

-Hernán no digas eso. Para nosotros tú eres como si el mismo Cristo estuviera en nuestra casa. Tú no te preocupes de nada. Lo importante es que estés bien -dijo Corina.

Hernán guardó silencio. Por primera vez ella lo vio llorar luego de su respuesta.

El 10 de abril no pudo dormir y no podía hablar. Se comunicaba por señas con Corina. Pidió que llamaran a su medio hermana por teléfono.

Después pidió que llamaran a Nicolás, el hijo de Corina. Madre e hijo tomaron sus manos. Con una débil voz le dijo al joven.

-¡Nicolás, eres… un buen… muchacho. Gracias…. cuida a… tu mamita. Tienes una… linda madre… No la… dejes… sola -dijo con mucho esfuerzo.

Después miró con ternura a Corina y dijo despacio:

-Gracias… por… todo -al rato sus ojos quedaron abiertos, pero sin vida.

Corina lloró, pero detuvo su sollozo al ver las lágrimas de su hijo. Eran las 21 horas del 10 de abril de 2023. Hernán Contreras tenía 72 años.

***

La familia Ríos Calbueque en pleno despidió a Hernán. Lo vistieron, hicieron los trámites funerarios y llevaron su urna al comedor parroquial para el velorio. Todos sus amigos del barrio acudieron a despedirlo. La misa fue en la parroquia Santos Juan y Pedro.

En la despedida, Corina Ríos no tenía pena, su senti- miento fue de rabia con la familia de Hernán.

“Ahí todos tuvieron tiempo para llegar. Hernán estaba viviendo en completo abandono teniendo familia carnal. Su familia fue su comunidad de Santos Juan y Pedro, de la población”, dijo Corina.

Le tocó hablar y se descargó. Los asistentes terminaron aplaudiéndola.

Un día Corina tomó la Biblia que Hernán siempre leía y la abrió en una página que había dejado marcada antes de morir. Leyó:

“Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero, y me dieron alojamiento; necesité ropa, y me vistieron; estuve enfermo, y me atendieron”. Más abajo tenía subrayado: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aún por el más pequeño, lo hicieron por mí”.

Corina cerró la Biblia, secó una lágrima y volvió a sonreír mientras se quedó mirando la pieza donde vio por última vez a Hernán.

Las tumbas de la memoria

Las tumbas de la memoria

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Claudia Latorre Zepeda

Los floristas acomodan claveles, rosas, crisantemos, algunas margaritas. Los clientes se acercan con abrigos largos, tratan de evadir el frío y las posibles lluvias, compran ramos coloridos. Otros llegan con flores que, imagino, tal vez cortaron de los jardines de sus campos.

El cementerio es siempre lúgubre. La palabra deriva del griego antiguo y significa lugar para dormir. Y, como dice un artículo publicado en el portal de noticias BBC, “excepto para aquellas personas sensibles a las películas de terror, los cementerios -desde la isla veneciana de San Michele hasta la colección de tumbas de mafiosos italianos que da hacia Manhattan en el cementerio Calvary, de Queens- son realmente lugares de descanso rodeados de una sensación de ensueño y de escape al otro mundo frente las ruidosas ciudades a las que sirven”.

Esta mañana de domingo cruzo las puertas del cementerio General Municipal 1 de Valdivia, avanzo por el pasillo central. Dicen que fue Napoleón el que mandó a construir en París el primer cementerio, en 1804. Antes de eso los cuerpos se enterraban en los patios de las iglesias. Leí en una nota del diario El Español que “cuando el crecimiento de las ciudades industriales europeas se disparó, estos terrenos comenzaron a llenarse. Esto contaminó fuentes de agua y dio pie a epidemias de cólera”, me recordó a las pestes y las famosas Catacumbas de París, lugar donde transité e indagué por estrechos pasillos húmedos donde las paredes eran macabramente decoradas por calaveras, llenas de acontecimientos históricos que nunca deberíamos olvidar.

En Valdivia, jamás vi este cementerio con ojos nostálgicos.

Me recuerdo de niña, caminando no por este mismo lugar, sino por otro parecido, ubicado más al norte, en Atacama. Pero acá divagaba por los pasillos mientras los adultos hacían cruces sobre las fotos de sus muertos y tiraban flores marchitas para poner otras frescas, y que al mismo tiempo cargaban baldes con agua para lavar las tumbas; iba a los saltos entre las tumbas, a veces una vela encendida me llamaba la atención, un sonido de campanas que no podía identificar si era real, una corriente de brisa helada capaz de ponerme los pelos de punta. No me asustaba. Es más: fascinaba con algunas esculturas, con el diseño de esos mausoleos de la muerte, con nombres que me parecían venidos de otros tiempos, con aquellas historias grabadas sobre el granito que me invitaban a viajes impensados. ¿Será ese el comienzo de este gusto que tengo por la literatura de terror?, me pregunto mientras camino y mezclo este espacio con el trabajo pendiente que tengo en la organización de la quinta edición del Festival Internacional de cine, las artes y el miedo de Atacama.

Lo cierto es que, como decía aquella nota de la BBC, “obra del trabajo de habilidosos diseñadores, arquitectos, escultores y jardineros, los cementerios citadinos pueden resultar descorazonadoramente hermosos”.

Este es el cementerio más grande de Valdivia. Sacudo las ideas como quien se quita el barro de los zapatos y sigo avanzando. Sin rumbo, no vengo a visitar a nadie. Lo que me abruma en este momento tiene que ver con otra cosa: ¿cómo es posible que en esta ciudad, este lugar no sea considerado como un sitio privilegiado para la memoria colectiva? ¿Por qué no es parte del patrimonio cultural?

A mi alrededor veo maceteros con flores secas, otros colmados con flores plásticas ya quemadas por el sol y el frío en recintos que parecen haber quedado en el olvido. Las paredes y el piso del lugar, de piedra y cemento, hacen que todo se perciba gris. Leo mensajes adheridos a las lápidas: algunos dan las gracias a quien yace allí por lo que fue en vida, otros lamentan la pérdida, juran que lo recordarán por siempre, o lamentan la partida repentina, y están los que declaran su amor siempre incondicional más allá de todo.

No pierdo el tiempo y como cuando era niña, por las fotos que veo en las lápidas, me animo a hacer deducciones acerca de los motivos de la muerte: a veces sospecho que fallecieron por razones naturales porque lucen de edad avanzada, en otras creo que atravesaron una enfermedad o pienso que pudo ser alguna causa trágica imprevista.

Venir al cementerio cada domingo. Un ritual que es o era parte de nuestra cultura. Casi un deber, una obligación. Pero ¿cuánta atención se presta al recorrer este territorio de cemento regado con pétalos de infinitas tonalidades?

En muchas ciudades del mundo se ofrecen recorridos guiados para poder apreciar todo lo que esconden estos lugares. Para la Red Chilena de Gestión y Valorización de Cementerios Patrimoniales, éstos son “el testimonio visible de las diferentes formas de sentir y representar la muerte que tiene una sociedad a lo largo del tiempo; expresadas en esculturas, monumentos y una variada iconografía, junto con configurar un imaginario urbano sustentado en leyendas, mitos y rituales asociados a estos espacios”.

En Santiago, la capital de nuestro país, el 27 y 28 de mayo de 2023, en la celebración del día del Patrimonio Cultural, se invitaba a realizar visitas a distintos cementerios de la ciudad. La propuesta era conocer las manifestaciones arquitectónicas y culturales o volver a la obra de escritoras que estaban allí enterradas.

Con el crecimiento demográfico en todo el mundo ha pasado que hay cementerios que quedan atrapados dentro de las ciudades, porque lo urbano se expande bordeando estos campos santos y en muchos lugares a veces resulta imposible que no existan edificios con vista al cementerio. Cementerios incluso que se alzan en zonas muy turísticas. Y cuando llegan a su límite, no tienen forma de expandirse y obligan a crear otros nuevos.

Según un estudio realizado en 2020, respecto a la capacidad de los cementerios públicos en Chile a cargo del arquitecto Tomás Dominguez Balmaceda, de las cien ciudades sobre la que se concentra la investigación, en la mitad de ellas los cementerios estudiados están saturados o lo estarán en los próximos años.

En Valdivia el Cementerio General 1 ya está a tope y quedó rodeado de urbanizaciones. El Cementerio General 2, arriesga la investigación de Dominguez Balmaceda, tendrá espacio por cinco años más. En 2021, el administrador municipal de los cementerios valdivianos, Ignacio Bartolotti, declaró que para resolver esta situación se había adquirido un lote de 10 mil metros cuadrados para ampliar el recinto.

También sucede el olvido de los cementerios antiguos, y las ciudades se expanden y se va construyendo sobre lo que podrían haber sido posibles territorios patrimoniales. Se han encontrado restos arqueológicos en sitios jamás pensados, incluso en la actualidad se descubren cerámicas u otros ele- mentos donde se planifican carreteras, estacionamientos o centros comerciales. En 2017, durante las obras de la línea 6 del Metro de Santiago, un equipo de arqueólogos descubrió 60 tumbas y 96 vasijas, además de ajuares funerarios y collares: sospechan que allí estaba el cementerio aborigen más grande de Chile central. En Valdivia, hace poco, hallazgos ar- queológicos encontrados durante el trabajo de las obras en la plaza ubicada frente a la Ilustre Municipalidad, obligaron al secretario técnico de Monumentos Nacionales, Erwin Brevis, a paralizar todo.

Pero hablar de límites o de creación de campos santos nuevos es muy distinto a hablar de experiencias en las que se intentó trasladar cementerios de un lugar a otro. José Pérez Valenzuela, escritor e historiador local, rememora la historia del Cementerio Viejo, que estaba ubicado a un costado del Parque Harnecker. “Éste desapareció en 1974, y al trasladarlo hacia el lugar donde está actualmente, hizo que hubieran cuerpos no reclamados, entonces instalaron una estructura con placas de esas sepulturas, y se conoce como el Patio de Antiguos Valdivianos. Aún existe, está a la entrada del Cementerio General 1”.

La lluvia descansa un rato en Valdivia, pero el frío se encarga de recordarme que estamos en el sur de Chile.

“El cementerio viejo funcionó hasta 1911 aproximadamente, cuando se prohibieron las sepultaciones ya que no tenía más capacidad, además la Junta de Beneficencia de Valdivia, entidad administradora de cementerios, dispuso la creación e instalación de un nuevo cementerio, que se inauguró en febrero de 1918. Por otro lado, el Cementerio Viejo perdió su calidad de Campo Santo en 1973 y los restos no reclamados fueron trasladados a ese patio del Cementerio General. En 1974 el Cementerio Viejo había desaparecido”, agrega el investigador. Sigo dando vueltas. Algunas personas se arrodillan frente a las tumbas, rezan, otras las limpian frenéticamente, están los que parecen tener una conversación que es casi un murmullo. Hay quienes solo miran hondo, cada tanto se secan una lágrima. También sé que hay visitantes que olvidan que están en este lugar y viajan por las imágenes del pasado cada vez que visitan a esos seres queridos.

De pronto siento como el frío cala los huesos y la lluvia agrieta recuerdos, ahora me encuentro con niños y niñas ignorando el descanso eterno. Juegan y disfrutan de ese paseo que se da la mano con lo cotidiano. ¿Habré sido alguna vez como ellos?

Me sitúo en medio del silencio y el lugar me invita a seguir recorriendo, a encontrarme con sepulturas populares, se trata de capillitas donde la fe ajena a la iglesia convoca a innumerables creyentes, y se fabrican historias con diversas versiones. Estas construcciones sencillas están cargadas de objetos: velas, prendas, notas de agradecimientos, anillos, flores, juguetes, rosarios, collares. Leo notas que dejan allí: “Gracias Serafin, tu devota – 1979”, “Gratitud por los favores concedidos”.

Pérez Valenzuela dice que “es parte de nuestra cultura que existan las devociones populares en los cementerios” y sin dudar nombra las dos animitas que considera más importantes en Valdivia: Bertita y Serafín. Dice que “Serafín Rodriguez fue un obrero agrícola que supuestamente cometió un crimen, fue acusado y fusilado en Valdivia en 1906. Se cree que el asesino habría sido su hermano, pero él quiso protegerlo y se declaró culpable. De la noche a la mañana se convirtió en un santo popular”. De Bertita se sabe que tenía 4 años en 1923, cuando un hombre la mató y la arrojó luego a una zanja.

Las devociones populares tangibilizan lo invisible de un cuerpo y dan sentido de pertenencia. Cuando el alma muere en circunstancias trágicas se construyen estas “capillitas” que sirven para conectar al “santo popular” con los deudos que se acercan a pedir milagros primero y dar las gracias después.

También descansan en las tumbas de este cementerio personajes que hicieron grandes aportes en la Región de Los Ríos. “Aquí yacen varios Intendentes, Alcaldes y Regidores que con su esfuerzo y desde sus cargos (que en su época eran honoríficos), aportaron al desarrollo y crecimiento de la ciudad. Por ejemplo, al Intendente Ramirez de Arellano le tocó gestionar los recursos para la reconstrucción de Valdivia, después del Gran Incendio de 1909, que casi destruye la totalidad de la ciudad. Por otro lado, los primeros alcaldes Bennett, Ramirez, Castelblanco, Pentz, llevaron a cabo la ejecución de los trabajos de reconstrucción junto a empresarios como José Betti, Felix Corte y otros. Sólo por mencionar algunos”, dice Pérez Valenzuela.

Ahora mientras me pierdo en el cementerio sin atender hacia dónde voy y por momentos creo que doy vueltas en círculos, me detengo ante la sepultura del reconocido periodista Fernando Antonio Santivañez, Premio Nacional de Literatura de 1952. Su nombre y su apellido llaman la atención, en una cursiva enorme, abajo, más pequeña, una fecha: 1886-1973. El comienzo y el final de una vida. Su lápida dice: “Aquí yace un obrero de las letras”. Su tumba se encuentra en el Patio 1B, Sepultura 7. Obtuve su ubicación al conversar con el Administrador de los Cementerios Municipales de Valdivia, Ignacio Bartolotri, quien además se compartió información sobre los deterioros que tienen estos lugares y lo difícil de su mantención, “Siempre estamos preocupados de la limpieza, el césped, y que sean lugares agradables de visitar, pero este trabajo es en conjunto con las familias y claramente son espacios patrimoniales de potencial turístico. Pero a veces hay otras prioridades lo que dificulta que podamos potenciar como quisiéramos estos espacios, sin embargo las voluntades están”.

Sé que en algún lugar, en uno de estos pasillos, también está la tumba de Ricardo Anwandter, pintor acueralista valdiviano, sobre quien actualmente se hizo un documental que describe su vida llena de anécdotas y aportes a la ciudad de Valdivia. Aunque la busco, no la encuentro. En otros cementerios que he visitado, que reconocen el valor de estos sitios, entregan planos para llegar a visitar las tumbas de personalidades destacadas.

Los cementerios en Chile fueron fiscales hasta 1982, y luego su administración fue traspasada a las municipalidades. “Las agrupaciones culturales presentes en la ciudad, junto con la Municipalidad y la Intendencia deberían crear, establecer, promocionar y ejecutar una serie de rutas patrimoniales que se conviertan en uno de los ejes para la puesta en valor del patrimonio presente en el Cementerio General de Valdivia”, dice José Pérez Valenzuela.

Respiro el aire de esta mañana, contemplo cómo el color del cielo se funde en el de los mausoleos y quizá ese tono pálido contrasta con lo demás: toda la historia y la potencia de este lugar parece invisibilizarse en la ceremonia de venir a despedir a nuestros muertos.

El investigador valdiviano agrega: “las autoridades no ven los Campos Santos como un lugar patrimonial y/o educativo, cuesta convencerlos de invertir en mejoras sustanciales para habilitar espacios novedosos, son muy pocas las municipalidades que invierten en los cementerios como Patrimonio. En el caso de Valdivia hace unos años se inició un proceso de digitalización de documentos fundantes, lo que permitirá mantenerlos por muchos años más. Las últimas administraciones han podido gestionar recursos para mejorar la infraestructura del Cementerio General”.

Actualmente en Valdivia existe el Cementerio General 1 y 2 de administración pública y otros de gestión privada como el Cementerio Parque Los Laureles, Cementerio Alemán, todos en el radio urbano. En la zona rural está el Cementerio de Niebla, Curiñanco, Punucapa, Huellelhue y Chincuin.

Aunque quise comunicarme con el área encargada de patrimonio de la Ilustre Municipalidad de Valdivia, no tuve respuestas. Las noticias que aparecen en relación a tareas de mantenimiento del cementerio sólo se publican en el marco del 1 y 2 de noviembre, para el Día de los Muertos, cuando se hacen trabajos de limpieza para recibir a las miles de personas que pasan por allí esas jornadas.

Llevo horas aquí. Con el paso del tiempo más me cuesta encontrar respuestas para comprender por qué los cementerios son olvidados como patrimonios y/o lugares educativos.

De nuevo conecto con mi sensación de niña: no me atormenta el silencio de los muertos, no le tengo miedo a los fantasmas, no me siento agobiada ante la oscuridad de estar bajo tierra. Puedo separar la realidad de la ficción que ofrecen las artes cuando los cementerios son sus territorios. Levanto la capucha de mi chaqueta porque la lluvia se siente con más fuerza, me alejo pensando en volver otro día, en escribir sobre esto, en hacer memoria, en cuidar nuestros lugares históricos, en transmitir su valor.

Pagar arriendo o comer

Pagar arriendo o comer

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Felipe Nesbet Montecinos

No es fácil llegar al campamento de la población José Miguel Carrera. O tal vez mi referencia estaba errada. Sabía que quedaba al otro lado del río Calle-Calle, en el sector de Las Ánimas, a la derecha de la avenida Pedro Aguirre Cerda, que cruza ese gran barrio valdiviano. En esa misma área existió otro campamento, instalado en terrenos pertenecientes a la empresa Valdicor, que fueron desalojados en medio de la pandemia, en una acción que generó una polémica pública.

Es un día de una lluvia suave, camino por la calle Bombero Classing hasta que se acaba el pavimento y comienza el ripio. Las pozas de agua van dibujando el camino. Se escucha el ladrido de los perros, ese sonido es parte del paisaje de la pobreza en Chile, que Los Prisioneros reflejaron magistralmente en la canción “El Baile de Los que Sobran”, con esos aullidos al inicio del tema. Mientras voy avanzando las casas van deteriorándose una tras otra. Primero se ven algunas bien estructuradas, para dar paso a construcciones más ligeras: una pintada de rojo, las que la siguen presentan las latas desnudas. Toco en la puerta de una de ellas, donde se ve luz. Veo un desorden afuera con un sinnúmero de materiales en desuso, un carro del supermercado y algunas botellas. Golpeo varias veces. A la cuarta sale una niña, le digo que llame a algún adulto. Aparece un hombre de una treintena de años con pantalón corto deportivo; presumo que es su padre. Pienso que la lluvia lo instará a abrirme la puerta. Le explico que trabajo en un proyecto periodístico para conocer la realidad de los campamentos.

-Prefiero no participar, gracias.

Los campamentos no son un fenómeno solamente valdiviano, ni siquiera chileno, sino latinoamericano. Son fruto de la migración urbana-rural que se dio en las primeras décadas del siglo pasado, sumado al crecimiento demográfico y la incapacidad del mercado y del Estado de disponer de viviendas regulares. Como lo dijo el arquitecto inglés John Turner en los años ‘70, era la forma en que los pobres construían ciudad. De hecho, muchos de esos asentamientos marginales dieron paso a poblaciones que ya son tradicionales.

En Chile, a los campamentos se les quiso dar un cariz heroico; incluso algunos autores le han querido atribuir al término un carácter paramilitar y combativo. Son conocidos los casos de los campamentos La Bandera y La Victoria en Santiago, mientras en Valdivia tuvimos el Vietnam Heroico (que la dictadura militar cambió por Chorrillos, en alusión a una batalla de la Guerra del Pacífico) y más tarde el Fuerzas Unidas.

Quizá por eso los vecinos del otro lado del campamento José Miguel Carrera, adoptaron el nombre Arturo Prat, el mayor héroe naval chileno. Son apenas cuatro familias que se quieren diferenciar del otro barrio, dicen que hace un tiempo hubo una pelea entre dos pobladores, cada uno representante de uno de los dos sectores, y eso dividió las aguas. El alcohol es el factor principal de los conflictos. Cuentan los vecinos que en varias reuniones, los del otro lado, llegaban con tragos en el cuerpo, por lo que andaban alegando tonteras. La gente de la José Miguel Carrera, donde hay unas 12 casas, son (salvo una ecuatoriana que tiene dos niños chicos) personas solas o parejas sin hijos; en cambio de este lado todos tienen niños, lo que los obliga a dejar las fiestas de lado.

En el Arturo Prat hay una pasarela de madera que atraviesa un pequeño canal. Estas pasarelas se ven en todos los campamentos de Valdivia. La estructura divide las casas del humedal colindante al río Calle-Calle. El humedal llama a los ratones. Una vecina indica con su mano el tamaño que tienen. Más que ratones eran guarenes. Por eso, instalaron unas latas para que los roedores no pasen.

En el verano los matorrales y la pampa son un terreno fértil para los incendios. Angélica Escobar, la presidenta del Comité Habitacional, recuerda que hace dos años hubo un siniestro, pero el rápido actuar de Bomberos impidió una tragedia de proporciones.

Angélica llegó hace seis años al campamento, por una necesidad económica relacionada con la sostenida alza de los arriendos en Valdivia, lo que se hacía más complicado en su caso, que siempre ha trabajado de forma independiente, vendiendo alimentos, maquillaje, perfumes. Es el dilema entre pagar arriendo o comer.

-El Servicio de Vivienda y Urbanismo (Serviu) nos dio una opción de arriendo, pero por cierto tiempo y nos daban 250 mil pesos. Una cabaña se pilla por ese precio. Con tres hijos cómo me voy a ir a una cabaña. Encontré casas en 500 mil, pero tengo pagar 250 mil y ¿con qué comes? -dice.

Por otro lado, el Estado le entrega 30 millones para comprar una casa.

-¿Y dónde compró casa con ese precio? ¿En La Norte Grande, que no es un buen lugar para criar a los niños?

Angélica y su familia tomaron la decisión de asentarse donde termina la población Arturo Prat. Se instalaron en su mediagua aún sin terminar.

-Mi casa era conocida como la casa que no tenía ventanas, porque hice el cuadrado no más de pura lata. Al principio la dividí con manteles de cumpleaños. Tampoco tenía agua, había que ir a buscar en bidones.

El primer invierno siempre es el más duro. Dado que su casa no tenía cielo raso, escuchaba toda la furia de la lluvia valdiviana, golpeando el techo. Recuerda que se tapaba los oídos, llorando: “no quiero esta casa”.

Ahí ha tenido que sobrellevar el asma crónica que sufren sus hijos y las alergias, que se han agudizado por la cercanía de los árboles. Con la humedad propia de un humedal, los resfríos son constantes. Y si se resfría uno se resfría toda la familia.

Por supuesto, ha sufrido la discriminación social por vivir en campamentos:

-La gente piensa que todos los que vivimos aquí somos aprovechadores, ladrones y sinvergüenzas. No es así, hay gente buena y gente mala como en todos lados. La gente dice: ‘tienen todo gratis’. A mí no me gusta todo gratis -asegura.

Cuando se habla de un sector mal catalogado en Valdivia, se habla de la población Norte Grande, donde Angélica Escobar no quiere criar a sus hijos. Las noticias hablan de grandes operativos ejecutados en el sector este verano de 2023, con helicópteros y más de cien detectives. Además de detenidos por tráfico de drogas. Sin olvidar el asesinato por encargo de la joven Helena Bustos, en un crimen que conmocionó a la región.

Ubicada en el sector Noreste de Las Ánimas, al otro lado de la avenida Pedro Aguirre Cerda, la Norte Grande fue parte de una política pública de la primera década del 2000, que buscaba solucionar los problemas habitacionales en Valdivia. “Acá no ha funcionado la intersectorial, porque las distintas entidades públicas (municipio, gobierno regional) no han actuado coordinados. Y cuando pasa esto los narcos se toman los territorios”, comenta Felipe Rojas, encargado regional del programa Asentamientos Precarios del Servicio de Viviendas y Urbanización (Serviu).

Allá también se instaló un campamento, que también tiene una pasarela, que se extiende por unos veinte metros. En la pasarela me encuentro con Gustavo, un tipo delgado de 37 años y tez cetrina, hablamos de la vida en los campamentos y me invita a conocer su casa, donde vive con Moreen, su esposa y su hija Catalina, de un año. El nombre de ella deriva de su abuela brasileña del sur, donde prima una población de origen europeo. De hecho, por sus ojos verdes y el cabello claro, muchos se sorprenden al saber que vive en un campamento.

Gustavo y Moreen son de Santiago. Llegaron desde Viña del Mar atraídos por la calidad de vida que ostenta Valdivia, reconocida a nivel nacional como la mejor ciudad para vivir, de acuerdo al estudio Barómetro Ciudad Chile.

-Vinimos con el auto cargado con todas nuestras cosas. Siempre pidiéndole al de arriba. Nos dijeron que Techo tenía una casita para nosotros -recuerda Gustavo, haciendo alusión a la ong más importante que trabaja con los campamentos en el país.

Y pese a que se instalaron en un sector donde la delincuencia está muy presente, para Gustavo no es tanta:

-En comparación al lugar de dónde venimos, aquí es una taza de leche. Salgo sin problemas, a veces se me han quedado las llaves de mi auto y nada. En Santiago, en las poblaciones después de las 7 es un infierno. Están los enfrentamientos entre los grupos y ahora está de moda que si ‘te pegai la aniña’ con el vecino tenís que pescarlo a balazos y conseguirte una pistola.

No obstante, ambos reconocen que hay harta venta de droga. Aunque aseguran que dentro del campamento no hay traficantes, el problema son los angustiados por la pasta base que funcionan como una especie de captadores de consumidores de droga.

-Hay gente que viene a comprar coca y no sabe dónde venden, y ellos los acarrean. Por llevarle un cliente le dan una luquita o un vicio -señala Gustavo.

Por el estigma que vive el campamento dejaron de usar ese término y se denominan “Comunidad Norte Grande III”, casi como una tercera continuación de la población.

Ni el frío ni la humedad son un problema para Moreen y Gustavo; hasta les gusta.

-Nos hemos esmerado en forrar nuestra casa y tenemos una cocina a leña. A veces no hay plata para la leña y tenemos que ir a buscar los despuntes al aserradero. A mis amigas les preguntó ¿saben picar un palo? No tienen idea. Aquí está el verdadero valor de la vida -dice Moreen.

Gustavo acaba de hacer un curso online de administración y planificación de negocios por la Fundación Emplea, con lo que se ganó una tablet y un capital semilla de 80 mil pesos. Con Moreen buscan ropa para revender en las ferias libres de Valdivia o a veces por Internet. Por la mala fama que tiene el barrio muchas veces se juntan con sus clientes en la estación de Copec o en Inacap.

Han seguido los últimos casos de corrupción que han salido a la palestra, como el de la Fundación Democracia Viva que, supuestamente, iba a trabajar con los campamentos. Por eso, a Gustavo le enojan tanto esos escándalos, tanto que hasta a veces termina insultando a la tele, olvidándose que del otro lado no lo están escuchando.

Ellos tampoco quieren todo gratis, la cuestión es que no les dan los recursos para poder arrendar.

-Nos gustaría pagar agua y luz, y pagar un arriendo, pero una casa son 350 lucas, más el mes de garantía son 700 y nosotros no tenemos ningún familiar acá que nos ayude -comenta Moreen.

Creen que de aquí a cinco años podrán tener su casa. El cálculo se basa en la experiencia de muchos antiguos residentes del campamento han podido salir en ese lapso. En la Norte Grande no hay ningún proyecto de erradicación por una futura construcción, como ocurre en Arturo Prat, donde se proyecta construir un camino. Lo mismo sucede en el campamento Las Mulatas, el último que visito.

Costó tres meses convencer a Jessy González, de 55 años, y madre de dos hijas. Ella no quería mudarse al campamento de Las Mulatas, al borde del río Valdivia, junto al camino que lleva hacia una planta chipeadora, colindante con el humedal Angachilla, el más grande de Valdivia. También aquí hay una pasarela larga que evita las pozas de agua que se crean en el invierno, pero no tiene veredas, porque el campamento está pegado al camino.

En diciembre de 2019 Jessy había terminado su contrato de aseo en un colegio. Como todos los años en el verano trabajó en las cosechas de frutas. El dinero le ayudó, pero no le permitía salir del hoyo económico en el que estaban sumidos. Ante esa situación, su cuñado, que fue el primero que se instaló en el campamento, les dijo que se fueran allá. Jessy no quería. Les habían cortado la luz y el agua por no pago, pero estaban bajo techo. Hasta que no tuvo otra opción.

Aún extraña la vida en las poblaciones, especialmente en los Barrios Bajos, donde tenía el centro a pocas cuadras. Con el dinero de los retiros de los 10% de los fondos de pensiones construyeron su casa, trasladándose en agosto de 2020.

Recuerda que cuando estaban construyendo llegaba gente de otros lados, les pedía permiso y les sacaba fotos. En el verano, cuando ya estaban instalados, los autos que tomaban el transbordador para la costa, les seguían tomando fotos. Jessy piensa que lo hacían para explicarle a sus hijos que todavía hay gente que vive en campamentos.

En ese tiempo les tocó limpiar todo el sector, que se había convertido en un basural por los desechos que botaban los vecinos. Lo peor en esos meses de verano era el polvo, que dejaban los camiones, que ensuciaba toda la casa, por lo que era inútil andar limpiando. Sumado a los zancudos y chinchorros (una especie de moscos). Y los ratones, que con los gatos y perros que se han vuelto cazadores, han ido desapareciendo. Además, tenían que acostumbrarse al ruido de los camiones y las máquinas chipeadoras. En el invierno el problema es el frío, la humedad y la lluvia, que golpea fuerte sus techos y no los deja escuchar nada. Pero el peor enemigo invernal es el barro, que echa a perder los zapatos rápidamente.

En medio de la conversación se escucha a varios vecinos toser o con mucosidad, muestra de los resfríos constantes en los campamentos, producto de la humedad, la precariedad de las construcciones y al hecho que tienen que secar la ropa dentro de las casas. Y en la primavera son las alergias por los álamos que acompañan el camino.

La delincuencia es un tema que no se trata directamente, pero está presente. “Muchas veces los campamentos dan para que lleguen algunos delincuentes. Eso divide la comunidad. Los microtraficantes están haciendo mucho daño, porque están sometiendo a las familias”, indica Felipe Rojas del programa Asentamientos Precarios de Serviu.

Las Mulatas es el ejemplo valdiviano del crecimiento de los campamentos producto de la pandemia. En su último catastro nacional, la ong Techo informó de un incrementó de un 39,5% de las familias que viven en asentamientos irregulares, totalizando más de 113 mil personas. En el caso particular de Las Mulatas llegaron muchos extranjeros: haitianos, una familia venezolana, otra familia colombiana, hasta un cubano y últimamente argentinos, de acuerdo al recuento que hacen sus dirigentes. Por idea de un miembro del Movimiento NO + AFP, que los ha estado apoyando, adoptaron el nombre de Latinoamérica Unida para denominar al Comité de Vivienda, por lo que la gente entendió que ese era el nombre del campamento.

Pese a ese autoasignado internacionalismo en casi todas las casas se divisan banderas chilenas (también algunas mapuche), varias de las cuales fueron arrancadas por el viento frío que corre por el lugar. Reconocen los propios vecinos que hubo xenofobia contra los haitianos, los responsabilizan del principal problema que vive el campamento: la luz. Un transformador eléctrico se instaló para abastecer a 140 casas, pero como han llegado muchas más ya no da abasto.

La alusión a la unidad tampoco se ha cumplido mucho porque pronto la organización se dividió. La primera directiva estuvo encabezada por Alejandra Naguil, Erminda Huenumán y Jessy González. Dado que Alejandra y Jessy son concuñadas, pronto surgieron las diferencias con Erminda. Y ésta dio vida su propia organización con unas 30 familias, y la llamó Comité Con Esfuerzo al Futuro.

En lo que ambos grupos están unidos es en el rechazo al traslado del campamento hacia un lugar transitorio, mientras se consigue una solución habitacional definitiva. Felipe Rojas del Serviu señala que ésta llegará, en cumplimiento de un mandato presidencial. Pero, aunque sea probable que se logre erradicar el campamento de Las Mulatas, otras familias valdivianas seguirán tomando la difícil decisión de irse a vivir a los campamentos, soportando la lluvia, el frío, la humedad y los ratones.

Angachilla resiste

Angachilla resiste

por | Nov 7, 2023 | Crónica Los Ríos

Por Cinthia Soto Arancibia

Son las 6 de la mañana y el silencio en el humedal Angachilla sólo se rompe por nuestros pasos sobre el suelo mojado y por las voces del bosque -las aves, el sonido del agua, el viento meciendo las ramas de los árboles- que nos invitan a reflexionar y a ser parte del Wetripantu, el año nuevo mapuche, el solsticio de invierno, el fin de un ciclo y el inicio de otro. Es junio y es de noche todavía.

Nos detenemos en el punto en que la machi Paola Aroca Cayunao, autoridad espiritual del pueblo mapuche en Valdivia, plantará un chemamüll, una escultura de madera con fisonomía humana que simboliza el equilibrio y el vínculo de lo humano con el espíritu.

El chemamüll será instalado para proteger a este humedal ubicado en el sureste de Valdivia, que se ha visto amenazado por la expansión de la ciudad. A unos 200 metros de aquí fue construida la Villa Claro de Luna y lo rodean las avenidas Pedro Montt y René Schneider.

Los mapuche llaman hualve a los humedales y respetan a los Ngen que habitan en ellos: los espíritus protectores que permiten que las plantas medicinales abunden, que la lluvia no desborde los ríos, que no escasee el agua para los animales y los humanos en los tiempo de sequía.

Angachilla significa en mapudungun “lugar de zorros”, porque alguna vez aquí los hubo, pero ya no queda ninguno.

En el cuidado del humedal trabaja un grupo voluntario de hombres y mujeres que parecen movidos por la energía de su caudal pantanoso. Son vecinos y vecinas del sector que se organizaron en torno a un espacio autogestionado que les permite meditar, encontrarse y reflexionar. Su lema es: “Somos bosques, ríos y humedales. Desde Angachilla resistimos”.

Periódicamente se reúnen para recolectar la basura que encuentran en la ribera del humedal, a veces caminando, a veces remando en kayak, porque hasta aquí suelen llegar personas a deshacerse de escombros y electrodomésticos que contaminan las aguas. A ello se suma el impacto generado por la construcción de caminos y puentes, y también los rellenos ilegales con fines inmobiliarios.

Es tan cierto como triste: Valdivia tiene un largo historial de casas -poblaciones enteras- construidas sobre humedales.

Imagino a Jaime Rosales como un ave rapaz que vigila el humedal con sigilo. Tiene una mirada profunda y al mismo tiempo que su voz hablan sus manos.

Jaime lleva más de 30 años trabajando en el hospital de Valdivia y es dirigente vecinal del sector Angachilla desde hace 16. Es presidente del Comité Ecológico Humedal Angachilla, una de las organizaciones que ha liderado la lucha de la sociedad civil por la protección de este humedal junto con el Consejo Vecinal de Desarrollo Claro de Luna -que lidera Ana Villanueva-, la Coordinadora de Defensa del Humedal Angachilla, la Corporación de Humedales Angachilla y el Comité Ecológico Bosque Humedal de Villa Galilea.

¿Qué ha motivado a Jaime a mantener por tanto tiempo el compromiso con su comunidad?

-Cuando aprendes a conocer la importancia, el rol estratégico de los humedales urbanos en Valdivia, aprendes a descubrir la diversidad de vidas que habitan en estos espacios, lo que hace que se genere un lazo indisoluble. Claro que han existido conflictos internos o muchas veces he tenido que sacrificar mi propio tiempo y el de mis seres queridos, pero cada día que pasa me doy cuenta que hay un vínculo que no puede desaparecer y que de una u otra forma te reclama, porque eres parte de eso.

Dice Jaime, y agrega:

-El hambre insaciable de progreso atrapó a cientos, pero cuando entiendes que eres uno más en un pequeño universo donde cohabitan muchas vidas y tú eres parte, ahí entendiste todo. ¿Por qué persistir? Porque cuando aprendes algo, ya no puedes deshacer ese aprendizaje. Hay un proceso que te hace entender por qué tienes que estar ahí, por qué tienes que luchar y conservar este espacio. Hay un lazo afectivo con el lugar que te hace también persistir en esa lucha, con cariño y apego por el territorio.

En la columna “Acción ambiental colectiva y manejo de conflictos: el caso del humedal Angachilla en Valdivia”, publicada en octubre de 2022 en El Mostrador, la investigadora posdoc- toral del Centro de Humedales Río Cruces (Cehum), Marcela Márquez García, plantea la importancia de que las personas se involucren en la vida cívica y política de su comunidad para asegurar la salud de los ecosistemas, y pone como ejemplo el activismo ambiental ciudadano en la capital de la Región de Los Ríos, que ha permitido obtener resultados positivos.

“En Valdivia, la inédita valoración social de los humedales urbanos, sumada a las intensas controversias y movilizaciones que de ellas se derivan, hacen de la ciudad un escenario particular para entender procesos de acción ambiental colectiva”, señala Márquez en su columna.

Según el Inventario Nacional de Humedales, Valdivia es la comuna con mayor número de humedales urbanos -77- a nivel regional y la segunda a nivel nacional.

La columna de Marcela Márquez dedica un párrafo a la situación del humedal Angachilla, explica que diversas organizaciones comunitarias y personas naturales se han comprometido en los últimos años con su conservación realizando actividades de limpiezas, restauración ecológica y de creación y mantención de senderos, señalética e infraestructura, así como también actividades culturales y festivales, recorridos fotográficos y otras acciones educativas para visibilizar la importancia del humedal.

“La comunidad ha logrado recuperar un espacio público que originalmente era un vertedero ilegal y transformarlo en una reserva natural urbana”, agrega la investigadora del Cehum.

El empuje de la comunidad organizada contribuyó a que el 25 de febrero de 2022 el Ministerio del Medio Ambiente declarara como santuario de la naturaleza una superficie de 2.025 hectáreas que incorpora las 120 hectáreas de este humedal urbano. El área incluye exclusivamente bienes nacionales de uso público localizados en la parte baja de la cuenca del río Angachilla, cuyo sistema de humedales está formado por los esteros Miraflores, Angachilla, Prado Verde, Las Parras, Las Gaviotas y las lagunas de Santo Domingo.

La declaración del humedal Angachilla como parte de este santuario de la naturaleza permite que en este espacio no se generen proyectos que pongan en riesgo el hábitat de cientos de aves, animales, insectos, anfibios, árboles, arbustos y flores.

Entre las especies de árboles nativos presentes en el santuario destacan el roble, coigue, ñirre, alerce, mañío, tepu y canelo, además de arbustos nativos y plantas trepadoras como la murta, el chupón, la quila, el copihue y el maqui. Además, existe un bosque pantanoso dominado por especies que resisten la inundación temporal como el canelo, temu, arrayán, pitra y lumilla.

El coipo y el huillín, ambas especies protegidas, viven en el humedal y comparten el hábitat con aves que los niños y niñas de la cercana escuela Angachilla suelen divisar, dibujar y pintar, como el sietecolores, el cisne de cuello de negro, la garza cuca y el chuncho.

Durante las últimas dos décadas, un sector del humedal ha sido recuperado por los vecinos de la Villa Claro de Luna y transformado en el Parque Comunitario La Punta, que tiene senderos que permiten el avistamiento de aves y de la flora nativa y que promueve el cuidado de la biodiversidad del lugar. Su aspecto es hoy muy distinto de cómo era el sector en los años ‘90, cuando los terrenos aledaños al humedal estaban abandonados y no existía preocupación por su conservación. La presidenta del Consejo Vecinal de Desarrollo Claro de Luna, Ana Villanueva, contó en una entrevista emitida por el canal municipal Valdivia TV que cuando llegó a vivir al sector en el año 2002, a dos cuadras del humedal, el actual parque comunitario “era un sitio eriazo, había mucha mugre y las constructoras iban a tirar todos sus desechos de pavimentación. Los vecinos iban a tirar todos sus escombros”.

El proceso de recuperación del humedal ha significado para la comunidad un aprendizaje constante y una lucha continua por generar conciencia sobre la relevancia de cuidar el humedal. Este proceso fue iniciado por los vecinos en 2007 debido a que la expansión urbana en la ciudad consideraba realizar construc- ciones sobre humedales y cursos de agua, como el proyecto de que la prolongación de la Avenida Circunvalación cruzara el humedal Angachilla.

Una investigación de los académicos de la Universidad Austral Juan Carlos Skewes, Rodrigo Rehbein y Claudia Mancilla sobre la recuperación de este humedal llevada adelante por la comunidad de la Villa Claro de Luna destaca que el esfuerzo de los residentes es una forma alternativa de constituir la relación entre la ciudad y la naturaleza, asegurando la protección de sus derechos urbanos. “Frente a la voluntad de transformar en plusvalía el medio, la comunidad aspira a mejorar su calidad de vida reforzando su participación y, a la vez, protegiendo el medioambiente”, dice el estudio.

Vestigios de una ruka construida hace 600 años por los mapuche en el humedal Angachilla durante el período denominado Alfarero Tardío, demuestra que desde esa época “los habitantes de esa zona tenían una vinculación directa con el humedal”, explica el arqueólogo Rodrigo Mera, profesional a cargo de las excavaciones en el lugar del hallazgo.

Históricamente, el humedal Angachilla ha tenido estrecha relación con el ser humano. En él se han desarrollado actividades de subsistencia para la generación de alimentos y, en épocas más antiguas, los mapuche también lo usaron como escondite tras los enfrentamientos con los españoles.

Daniella Milanca, educadora de lengua y cultura mapuche, dice que el lugar es identificado hasta hoy como un espacio ancestral, una zona vital para el desarrollo de Fantepu fillkexipa küzan, las prácticas culturales de la comunidad mapuche.

Actualmente, la cosmovisión mapuche se mantiene presente en el humedal gracias al compromiso de la comunidad Kalfvgen y de la machi Paola Aroca, quien motivada por cuidar el lugar donde habita el ngen, recuperó un espacio de rogativa con un kemu kemu, un conjunto de ramas que se utilizan para las ceremonias de prácticas espirituales y culturales mapuche.

Como muchas tardes, amaneceres y noches, Jaime Rosales llega al humedal este día de julio en bicicleta. Hoy lo moviliza cuidar el humedal de las empresas inmobiliarias que pretenden rellenarlo para vender parcelas y resistir el proyecto de construcción de un puente que cruzaría el Parque Comunitario La Punta y que tendría un impacto sobre el humedal.

-La extensión de la Avenida Circunvalación atravesaría el humedal con la construcción de un puente, que iría desde el sector Galilea hasta la Villa Claro de Luna. Las autoridades deben evaluar técnicamente la protección del espacio, como parte del plan regulador de la ciudad, evaluando un nuevo trazado que proteja el humedal. Decir no a la Circunvalación representa el derecho a pensar una ciudad justa, inclusiva, integral, que pueda compatibilizar un desarrollo medioambiental. Creo que es nuestro derecho -señala Jaime.

El 21 abril de 2023 las organizaciones civiles que trabajan por la protección del humedal Angachilla firmaron con las autoridades regionales con competencia en la materia y con la alcaldesa de Valdivia un acuerdo para que la construcción de ese puente pase a una etapa de estudio de prefactibilidad y que contemple una amplia participación ciudadana, de tal manera que se cumpla con el estándar de protección que conlleva la de- claración del humedal Angachilla como santuario de la naturaleza.

El acuerdo fue recibido con entusiasmo por los vecinos del humedal, quienes confían en que Valdivia se transforme en un ejemplo para otras ciudades del país sobre cómo la comuni- dad organizada puede lograr que los espacios de importancia ambiental, social y cultural se conserven, pero especialmente para que la cultura del país cambie hacia un modelo de desarrollo que no ponga en peligro el patrimonio natural.